jueves, 31 de octubre de 2013

El Superba

EL SUPERBA, este histórico bar inaugurado en 1929 en la esquina de Petit Thouars y Javier Prado, no se llama Superba porque se le haya caído la R de Superbar. Pero supongo que esa historia ya la conocen así que, para quienes no sepan el porqué, lo contaré al final (más pendejo mi gancho narrativo xD). Mientras espero mi apanado con tacutacu, veo los viejos recortes de periódicos pegados en la pared. Siempre he querido sentarme en esta mesa para poder leerlos, pero hasta ahora nunca pude porque venía con una sarta de borrachos. Ahora sin embargo, estoy solo, así que cojo mi vaso de chela y me paro a leer. En una foto sale Alfredo Bryce comiéndose un apanado con tacutacu como el que yo espero. "El Superba nunca muere" dice otro. Pienso: putamadre, este bar existe desde 10 años antes que el mismo Bryce naciera, desde antes de la segunda guerra mundial. Un bar que tiene la misma edad que Julio Ramón Ribeyro.

Es el último mediodía de octubre. Ha salido el sol y yo he cobrado. Vengo de dictar clases. Justo esta mañana les he leído a mis alumnos un cuento de Bryce: "Con Jimmy en Paracas". Les ha gustado a los cabrones. ¿De qué se trata? les pregunto con el plumón en la mano. Me dicen: De un viaje a Paracas. Anoto en la pizarra. De un niño al que le gusta viajar, de Jimmy. ¿Eso es todo? carajo, ahora sí me saco la correa. No, profe, trata de un niño que observa a su padre. Vamos mejorando. Martín me trae una cerveza y más cebollita con ají. Ahora ya no estoy en el Superba. Escribo esto desde mi casa pero un amigo (el más wasca de todos mis amigos) Ricardo me acaba de llamar para seguirla. Le he dicho que puedo volver al bar en 4 minutos porque vivo a 3 cuadras. Presiento que en media hora estaré allí así que hagamos como que sigo en el bar y esto es solamente un breve oasis de sobriedad.

Esta mañana para ir a clases he pasado por el barrio Marconi, aquel lugar que Manongo y Teresita recorrían en No me esperen en abril. A veces paro en una bodeguita de ese barrio y desayuno en la esquina para sentir que mi vida es la novela que otra persona ha escrito.

Bueno, parece que ya se me subió la chela así que interrumpiremos este texto xD. Pero lo prometido es deuda: El Superba se llama así porque sus fundadores son italianos de Génova y a Génova le dicen "Génova, la Superba" que significa "Génova, la soberbia".

Pero ya basta de etimología, vayan y pidan un tacutacu con apanado y una docena de chelas a mi nombre. Pregunten por Adolfo, por Martín y me timbran que yo en 4 minutos estoy ahí.

martes, 29 de octubre de 2013

rockstars

Es como estar viendo su cerebro. Estoy sentado en la butaca del teatro mirando el escenario. Veo los tablones de madera, el telón, la utilería, los actores conversando, pero yo solo puedo pensar: esto es el cerebro de Ernesto. Si los actores dicen algo, si de pronto uno de ellos besa a la chica de pelo corto, es porque Ernesto le ha dicho: ahora debes decir esto, ahora debes besar a la chica de pelo corto.

Ernesto fue mi pata en la universidad y me parece que ya entonces hacía teatro, pero luego le perdí el rastro y esta es la primera vez que vengo a ver una de sus obras. En las butacas de al lado veo a otros amigos de aquellas épocas. Algunos están más gorditos. Otros están iguales pero mejor vestidos o acompañados. Se ríen. Les gusta la obra. Yo también me la paso bien pero no logro distraerme de esta idea: Lo que estoy viendo no es solo un montaje teatral sino el engranaje cerebral y emocional de mi amigo. Es como si él me hubiese dicho: "Pierre, toma estos pases gratis para que vengas a sentarte dentro de mi cabeza".

Me refiero a que a pesar de que durante años nos cruzamos por los pasillos de la universidad y nos dimos la mano, esta es la primera vez que realmente siento que lo conozco, la primera vez que sé quién es. La obra trata de cuatro pajeros que acaban de terminar el cole y tienen una banda de rock. Casi toda la historia se desarrolla en el estudio donde se juntan a ensayar, chupar y hablar esas luminosas pendejadas que solo saben hablar los adolescentes. No es la obra del año, pero es un cague de risa. Los diálogos tienen esa frescura y autenticidad de las cosas que escribimos sin otra pretensión que la de divertirnos mientras le vamos dando a las teclas.

Pero lo que personalmente me conmueve, es saber que todas las paltas y pajazos mentales de estos chibolos que quieren ser los próximos Saicos (o al menos Arena Hash), son paltas y pajazos mentales que Ernesto también debe haber tenido cuando descubrió que le gustaba el teatro más que los cursos de publicidad que llevábamos entonces. Lo intuyo, porque son paltas que yo también tuve cuando me descubrí una madrugada escribiendo cuentos: ¿Por qué se siente tan paja inventar huevadas? ¿cómo voy a comer? ¿se asarán mis viejos? ¿tendré talento de verdad? ¿algún día firmaré un autógrafo? ¿tendré groupies? ¿conmoveré a la gente? ¿cambiaré sus vidas? ¿llevará alguien mis libros en el bolsillo trasero de su jean? ¿tiene sentido hacerlo? ¿Por qué carajo me pasa esto a mí?

Mientras veo a esos chicos tocar la guitarra, enamorarse, putear porque el grupo se tiene que separar, preocuparse porque sus viejos los joden para que estudien carreras de verdad, me dan ganas de subirme al escenario a abrazarlos y decirles: malditos ilusos, chibolos de mierda, pajeros soñadores. Presiento que hacerlo sería como abrazar a Ernesto, puta madre, sería como abrazarme a mí mismo.

Salgo del teatro emocionado. Camino por Larco sintiéndome como un adolescente baboso que cree que va a cambiar el mundo. Sostengo la sensación todavía por unas cuadras más. Y cuando ya empieza a desvanecerse, a desaparecer, recuerdo que nada es ficción, recuerdo que acabo de ver una obra que Ernesto ha escrito y que yo mismo estoy tejiendo una en mi cabeza.

Me acomodo el saco y murmuro: tal vez no estuvo tan mal ser un poco iluso, Ernesto, un poco baboso. Nuestros viejos putearon, nos faltó la plata, todavía no tenemos groupies siguiéndonos como a los Beatles. Pero vamos, escribimos nuestras historias y conseguimos que alguna gente se acercara a escucharlas. Creo que en el fondo, eso era todo lo que necesitábamos para sentirnos rockstars.

jueves, 24 de octubre de 2013

Los calatos

Tengo este grupo de amigos con los que me junto a leer cuentos. Nos llamamos los calatos en combi. Alguna vez planeamos tomarnos una foto calatos en una combi. Conseguimos calatearnos pero no conseguimos la combi. El resto es historia. La cosa es que al comienzo éramos muy pobres. Éramos tan pobres que andábamos por Quilca y, entre casi diez que éramos, nos alcanzó apenas para una botella de Magdalena Queirolo y una bolsita de chancays. Rotábamos el vino en un minúsculo vasito de plástico y dividíamos los chancays como Cristo. Ahora que lo recuerdo, no era ni siquiera un Magdalena Queirolo sino uno más barato que sabía a chicle y pintaba la lengua. Bueno, eso fue hace diez años. Ahora tenemos dinero. Seguimos escribiendo pero ya no bebemos porquerías ni comemos chancays. Tenemos reuniones mensuales y cada uno llega con una botella de pisco, un havana para los mojitos (el trago oficial del grupo), un six pack de chelas o algo parecido. La última reunión ha sido el sábado en mi casa. Estaban todos muy emocionados porque esa tarde todos habíamos llevado nuestros cuentos al concurso. La emoción se tradujo en trago y alimentos. Hago un recuento de lo que había sobre mi mesa: una botella de chuchuhuasi, una jarra de jugo natural de fresa, 2 havana club, 1 cartavio y 2 six packs de pilsen. Pero espera, escucha lo que había para comer: De entrada, frescos espárragos con salsa de limón y ajo, 2 baguettes y crema de queso, bocaditos varios. Y el plato fuerte de las tres de la mañana: atuncito encebollado con tomate y ají, acompañado de una generosa guarnición de arroz salpicado de pimientos y choclitos. Bueno, tal vez el atún te parezca tela, pero un borracho a las tres de la mañana, vendería la silla de ruedas de su abuela por mucho menos. Ya, bueno, la cosa es que cuando llega la hora de cocinar y comer, todos estamos tan wascas que extraviamos el glamour y volvemos a ser los chicos pobres de Quilca. Yo reparto platos vacíos y lanzo la olla arrocera y la fuente de atún sobre la mesa. ¡Sírvanse, chacales! les digo. Todos saltan sobre la comida como dobermans. Poco les falta para coger el arroz con las manos. Cuando en la olla no quedan más que 4 granos y medio choclito, regresan a sus sillas y mastican en silencio, vierten espesos chorros de crema huancaína sobre sus platos. Finalmente, esta escena: alguien arranca un pedazo de baguette y, como si fuera una esponjita scotch brite, lo refriega contra las paredes del pote de crema de queso y se lo lleva a la boca. Una de las chicas dice: "Puta madre, los productos mejoran, pero nosotros seguimos igual". Efectivamente, somos la misma huevada de hace diez años. Nos reímos. Yo los miro y pienso: bueno, al menos nuestros cuentos han mejorado. Nuestros cuentos y la calidad del vino y el queso. Solo por eso voy a tolerar, no... corrijo, voy a ser feliz viéndolos comer como puercos del armagedón

miércoles, 23 de octubre de 2013

Tal vez estamos envejeciendo

Karen es mi mejor amiga. Lo que llamamos amistad, usualmente consiste en vagabundear por las calles de Miraflores, conversando y adquiriendo latas de chelas en puntos aleatorios. Si la vida fuese un vídeo-juego, nosotros seríamos como Donkey Kong y el otro monito haciendo checkpoint en grifos y supermercados: un par de latas en el Vivanda de Pardo, un par en Schell, otro par en Vivanda de Benavides, tal vez una en el Piers o Berlín, que diablos. Bueno, la cosa es que hoy quedamos en vernos, pero como yo estoy hasta el tope de alcohol, le digo: Karen, ¿podemos tomar un café esta vez? Me dice: Perfecto, yo también estoy en plan cero chela. Así que quedamos en el Kennedy. Pero como ella se tarda, me siento en una banquita a leer el manuscrito de su nuevo poemario que me ha mandado por la tarde. Me siento a leerlo bajo un árbol de gatos. Ya me habían contado que los gatos del parque forman pandillas y suben a anidar a los árboles como monos. Me lo habían contado pero nunca lo había visto. Él árbol que tengo a mi derecha no mide más de 3 metros pero carga -hasta donde alcanzo a ver- con ocho mininos. Cuelgan de las ramas como gordos racimos de uvas en una parra. Racimos que maúllan. Yo también les maúllo MIAWWWWW MEAOOOW. Uno me mira fijamente pero a la mayoría le vale verga mi maullido. Sigo leyendo los poemas. Por fin Karen me mensajea. Quedamos en un cafecito frente al María Angola. Me dice que nunca ha estado ahí. Yo le cuento que aquí estuve una vez, tomando cervezas con Fernando, antes de un concierto de Molotov. Ahora sin embargo, no hay una sola cerveza sobre la mesa. Pedimos dos cafés, un tamalito, una salchipapas especial para compartir y un jugo surtido. ¿Qué nos pasa? le pregunto ¿Qué diablos hacemos tomando jugo surtido a las 9 de la noche? Karen se ríe. Me dice: tal vez estamos envejeciendo. Asustados, postulamos otras teorías: ambos atravesamos días felices como Richie Cunningham y Fonzie. Las endorfinas hacen pogo suficiente como para alborotar lo que antes alborotábamos con alcohol. Pagamos. Caminamos un rato más y luego nos despedimos. La dejo en casa de su chica. Yo me voy en busca de mi bicicleta que he dejado atada frente al Pacífico. De camino, cruzo nuevamente por el parque y paso junto al árbol de gatos. Me veo a mí mismo en la banquita, leyendo el manuscrito de Karen y maullando a los gatos. Entonces siento algo como una visión del futuro y digo: No, Karen, nosotros no vamos a envejecer. Algún día usaremos bastón, claro, y necesitaremos lentes más gruesos, y se te caerán las tetas y yo compraré viagra para hacerle el amor a mi mujer. El tiempo, como un remolino, me arrebatará la cabellera y a ti los dientes. Tal vez un día le acariciaré la cabecita a uno de tus nietos y tú le comprarás un balde de legos al mío. Nuestra diversión máxima será perseguirlos por el jardín, a lo mejor con un gajo de naranja entre los dientes, y no habrá latas de chelas ni caminatas sino tal vez parrillada familiar y media copa de vino, pero mientras sigamos leyendo nuestros últimos manuscritos y le maullemos a los gatos, la vejez será apenas un traje en el ropero de la vida, un traje que los días nos pondrán en la espalda como un atardecer, pero que nosotros nos sacudiremos cuando se nos dé la gana.

martes, 22 de octubre de 2013

Pacto

Mi primo y yo hemos hecho un pacto: el primero que le joda la paciencia al otro, le debe abonar 50 céntimos como reparación civil. Al comienzo dijimos 1 luca, luego 20 céntimos, al final, quedamos en china. La idea fue de mi primo que está haciendo su tesis y necesita calma y tranquilidad. Como nuestros escritorios están en la sala y la sala es chiquita, lo usual es que de rato en rato la tensión llegue a un punto crítico; y entonces, alguno de los dos se para y le pega al otro en la cabeza con una cáscara de plátano, o lo hace caer de la silla, o le corta un poco de pelo, o agita la correa como una hélice a medio centímetro del cráneo o se pone a gritar como Bruce Lee dando karatazos al aire. Somos como primates. Suele ser divertido, pero ahora, como este salvaje necesita terminar su tesis, ha propuesto esta medida de emergencia. El pago debe hacerse al primer contacto: un golpe. Un golpe: 50 céntimos. Ayer antes de dormir me dice: Putamare, cuando trabaje y gane plata, te voy a pagar por adelantado para poder gomearte un buen rato. Yo me río de sus locas ilusiones. Pero entonces recuerdo que yo sí trabajo y que puedo tranquilamente gastarme 5 lucas en reventarlo un poco. Meto la mano a mi bolsillo y cuento mis monedas y billetes. Primero digo: pucha, con estas cinco lucas podría patearle el rabo unas 10 veces. Y luego digo: ala, pero con estas 20 lucas podría cazarlo como a un jabalí, y luego veo a Basadre asomar en el billete azul y me brillan los ojos con locura: Con esto, me digo, con esto puedo llevarlo rodando por Bajada Balta hasta la playa, puedo perseguirlo a chicotazos por toda la Arequipa, puedo atarlo de manos y pies y soltarlo en medio de la vía expresa, puedo prenderle fuego a su cama mientras duerme. Me empiezo a reír como una bruja agitando su caldero. ¿De qué te ríes? me pregunta mientras se mete bajo sus colchas. Nada nada, le digo, duerme, más bien ¿has visto el kerosene? Sí, me dice, creo que está en el baño ¿por? Nada, es que quiero limpiar mis zapatillas.

jueves, 17 de octubre de 2013

otra vida

Acabo de terminar mi cuento para el concurso El cuento de las 1,000 palabras de Caretas. Mañana es el último día para entregarlo. Mi cuento tiene 1,000 palabras exactas. He tenido un orgasmo al terminarlo. No hablo metafóricamente. Hablo de pérdida de oxígeno, contracciones, euforia, la necesidad de encender un pucho e ir por una cerveza. Estoy chupando con mi primo y echando humo. Ser escritor es un privilegio. No sé cómo vive la otra gente. No importa la falta de dinero, las noches en vela, los críticos, la soledad. Puta madre, no escogería otra vida que no fuese esta.

domingo, 13 de octubre de 2013

hablando de ajíes

Tengo las manos empapadas de bermejo zumo de rocoto. He estado ahuecándolos con una cuchara para poder rellenarlos de queso y carnecita. A ratos me salpicaba una gota en la cara y me dejaba una candente herida. El rocoto está molesto porque lo he ultrajado y su sangre me muerde los poros. Ya me lavé las manos, pero eso es como intentar limpiarse fluido radioactivo con un baño de burbujas. Por lo pronto me digo: Pierre, no te vayas a tocar los ojos. Y pienso que tengo la situación controlada, como esa gente que dice "Todavía puedo un par de chelas más" "De aquí grabo el archivo" o "Fuck Elvis, I'm not falling in love again". Pero sé que en algún momento lo olvidaré. Soy un tipo distraído. Cuando vaya por la segunda chela, estaré pensando en si pongo una de canción de Tom Jobim o de Compay Segundo. Estaré conversando con mi mejor amiga y su chica, a quienes he invitado a almorzar rocoto relleno. Probablemente alguno de los tres cuente algo chistoso. Probablemente lloremos de la risa. Entonces me secaré las lágrimas con la mano picante. Olvidaré que en mis dedos se agita furioso el rocoto y me hurgaré todo el globo ocular como un niño lloroso. Al principio solo será una sensación extraña. Pero un segundo después sentiré el despertar de todo su infierno, como hordas de vikingos saltando con espadas hacia el barco enemigo. Gritaré. Gritaré y daré vueltas cubriéndome la cara. Mis amigas me traerán agua (karen no, karen se va a estar cagando de risa). Pero no habrá remedio y solo habrá que esperar a que el incendio lo consuma todo. echarse al dolor, abrir otra chela. Bueno, hay algo que se parece a esto de andar descorazonando rocotos. Pero es sábado, así que mejor dejémoslo allí y digamos que solo estoy hablando de ajíes.

sábado, 12 de octubre de 2013

dos dibujitos para el libro "Mundo Cachina" de mi amigo Augusto Rubio







glutem

Tres días a la semana almuerzo en un restaurant vegetariano. Sin embargo, debo confesar algo avergonzado, que este nuevo hábito no parte de un compromiso de hermandad con el ganado, sino apenas porque los vegetales no me noquean y puedo seguir trabajando tranquilo sin la modorra que produce la ingesta de carne. Es decir, vamos, realmente me dan pena las vaquitas y los pollos y los cerdos, pero si la naturaleza no quería que nos comiéramos a sus hijos, no debió sazonarlos tan rico. Bueno, la cosa es que, cada vez que puedo, almuerzo en este lugar. La comida es realmente rica. Pero hay algo que todavía no me cuadra: los platos, pese a que no contienen un solo gramo de carne de animal, no cambian de nombre. Puedes llegar y pedir: Lomo saltado, ají de gallina, seco de cordero, hamburguesa a la reina, mondonguito a la italiana, cebiche mixto o hasta seco de pato. Por supuesto, el plato no tiene ni lomo, ni gallina, ni cordero, ni mondongos, ni pescado, ni pato. Todo es gluten o carne de soya sazonada y preparada según la receta del plato original. Casi siempre lo tengo en cuenta, pero hoy... hoy lo he olvidado. Y mientras esperaba que me trajeran una "Corvina a la chorillana" mis papilas gustativas y mi mente iban ya saboreando la blanca y suave fibra del pescado, el olor del mar y la feliz noción de saber que vivo en un país de pescadores. Al llegar el plato, se veía realmente bien. El montoncito de cebollas y ajíes amarillos se alzaba como una bella torre sobre "la corvina". Al meterle el tenedor he descubierto la estafa. Ha sido como tomar un avión al caribe y desembarcar en el terminal terrestre de Huacho. Era carne de soya. He tratado de disfrutar el plato pensando en que al menos, hay una corvina que andará por ahí jodiendo con el cardumen y picando fitoplacton un rato más. Imagino y siento su escamado lomo surcar las frías corrientes del Pacífico, rodear un grupo de algas, perderse en el océano. Y trato de mantener esa imagen, para no darme cuenta de la terrible verdad: acabo de pagar 9 lucas para masticar un pedazo de llanta.

viernes, 11 de octubre de 2013

la concha de la lora

2:20 de la madrugada. Apago la compu y entro al cuarto. Mi primo Lucho se despierta un poco ¿Qué fue? pregunta desde su cama. Voy 990 palabras, le digo, me faltan 10 para terminar el cuento, pero lo haré mañana. Desde un bostezo me sugiere esto: Pon como frase final "La concha de la lora" Con eso cierras tu cuento, te dan el Nobel. Calla cachera, le respondo mientras me cubro de colchas. Pero luego recuerdo que fue él quien me regaló la historia del cuento que estoy escribiendo. Una historia tierna y única. Así que pienso: ¿Y si eso de "la concha de la lora" funciona? ¿Y si la idea le ha venido a mi primo como una revelación desde la tierra de los sueños? ¿Podré adaptar el cuento para que esa frase encaje como la última pieza del rompecabezas? Por suerte, también recuerdo que por la tarde este salvaje rompió el vidrio de nuestro mesa de centro con el culo. Recuerdo también que nuevamente vertió mostaza sobre el magistral saltadito de corazones que yo acababa de cocinar. Y me digo: No Pierre, no seas loco, todos tenemos buenas historias, eso no nos quita la condición de orangutanes cuando intentamos escribirlas. Trabaja en ese final. Presiento que me va a tomar un par de días.

lunes, 7 de octubre de 2013

ella lo entrevistaba y yo lo dibujaba





Ciro Vargas Paredes nació en Santa Cruz, Cajamarca, en diciembre de 1950. En su tierra trabajó durante años como agricultor en las chacras: “antes me dedicaba a la siembra de papa, maíz, arvejitas…” señala. Sus manos coloradas, húmedas y con nudillos gruesos confirman lo que dice: ha sido un hombre trabajador. Le gustaba esa vida, pero un día decidió venir a Lima y buscar otro trabajo. Caminando por Quilca descubrió un papel pegado en la pared: “SE NECESITA MESERO”. Al subir la pequeña gradita del local no pensó que se quedaría casi 30 años allí. Era 1984 y 12 años antes, el ferreñafano don Luis Ayudante, había inaugurado el conocido bar “Don Lucho”    leer toda la crónica de Lauraluz

jueves, 3 de octubre de 2013

no debéis temer de lo que escriba

Esta noche he comprado siete libros de poesía. He comprado siete libros de poesía y he tomado veintitrés vasitos plásticos de vino. No los he contado mientras los bebía, pero veintitrés es un número bonito, así que diremos que fueron veintitrés. Ahora ya no estoy tomando vino sino café así que no debéis temer de lo que escriba. Bebíamos vino tirados en el grass bajo altísimos árboles de eucalipto y luego entramos a una sala a escuchar poesía. Era una sala oscura con cómodas butacas que te recibían como una cariñosa madre grizzly sentándote en sus piernas . Éramos veinte o treinta espectadores. Una de las poetas que leía nos quedó mirando y dijo "Que raro es estar en esta sala oscura con gente que viene a escuchar poesía". No recuerdo si hubo risas o silencio pero nos sentimos como si estuviésemos en un cine porno. Yo tenía los siete poemarios en la mochila y de pronto sentí que si mi vieja abría la mochila iba a sacar revistas llenas de calatas. La pornografía del alma. Recordé aquella noche en Quilca cuando pasaba serenazgo en batida y nosotros nos paramos al medio de la pista a gritar: NO SOMOS PUTAS! SOMOS POETAS (que es parecido, pero nunca tanto). Me vi al medio de mi sala diciendo "Viejo, he gastado una parte considerable parte de mi paga en libros de poesía. No sé para qué sirven, pero los necesito". Luego Pablo ha leído un poema sobre las moscas y Mario uno sobre la soledad y todo ha sido explicado. Camino a casa ella me ha hecho recordar los cuadernos de Luchito, así que al bajar de la combi he ido por plumones al supermercado. Estaba cerrado. He detenido mi nariz contra el vidrio. Volveré mañana. Los barcos tienen nombre de mujer. Los tornados también. Hay un verso de Pavese ¿lo recuerdas? Tengo 7 libros de poesía sobre el escritorio. No es una buena señal. Mi padre y mi madre me miran desde lejos. Como en el final de un cuento de Carver: mi vida va a cambiar, lo presiento.

miércoles, 2 de octubre de 2013

gajes del oficio

Cuando termino un dibujito en la animación, tengo que agruparlo y ponerle nombre para poder darle movimiento. A veces los nombres van de acuerdo a la imagen: lápiz, perrito, señor caminando, pelota rebotando, sánguche mordido. Pero a veces, la mañana me agarra medio eufórico y en vez de poner nombres adecuados como: "grupo de gente corriendo", le pongo: "todos se van pal chingao". Hay otros símbolos llamados "eseconches", "OHHH DEMONIOSS" o "la caja de cartón más chévere del universo". Puedo dibujar una manzana y ponerle tu nombre. Puedo dibujar un árbol y llamarlo casa. Ahorita, por ejemplo, mientras dibujo una silla azul y escucho a Pavarotti cantar Nessum Dorma a todo volumen por décima vez, he tenido que nombrarla "Dilegua, o notte!". La silla que está a su costado se llama "Tramontate, stelle"

Vallejo


Entre 1920 y 1921, Vallejo pasó 112 días en una cárcel de Trujillo, injustamente acusado de agitador e incendiario. Algunos poemas de Trilce (probablemente uno de los poemarios más importantes de la literatura universal) respiran el aire deaquella lóbrega celda. La primera edición del libro se imprimió en 1922 en los talleres de la Penitenciaría de Lima (donde ahora queda el Sheraton). El libro costaba 3 soles y tenía en la portada un retrato del poeta hecho a lápiz.



martes, 1 de octubre de 2013

el afilador de cuchillos

Al llegar a casa veo al afilador de cuchillos paseando por mi calle. Es un señor que luce como una larga tira de charqui con bigote y gorrita. Nos miramos de acera a acera. ¿Cuánto?, maestro. Levanta dos dedos como haciendo el símbolo de la paz. Espéreme, ahorita bajo. Subo la bici y regreso con mis cuchillos: el grande y el chiquito. Que sean dos por tres soles pe'. Listo. Meto la mano al bolsillo: tengo 2.90. Me debes para la próxima. De la conches. Mientras pisa la rueca le pregunto cosas: Señor ¿cuánto le dura la piedra? ¿Dónde la compra? ¿Cuánto cuesta la piedra? Las chispas comienzan a salir. Esta me costó 350, la compré por la avenida Argentina, la firme cuesta 700 pero dura más de 3 años. Ahhh ¿y en cuántos distritos afila? Uhhh, yo me voy de Lince a Santa Catalina, a San Borja, también me voy por el malecón de Miraflores y llego hasta Surquillo. Voy paseando por varios distritos para dar tiempo a que se desafilen los cuchillos pe'. La máquina silba como un pájaro que huye. Los rojizos dedos del afilador pasean el metal sobre la piedra rodante. Sé que el aluminio debe estar muy caliente por la fricción, sin embargo sus dedos aguantan como si con ellos hubiera forjado el sol. Listo, dice por fin y me los entrega. Brillan peligrosos. Ya no parecen cuchillos sino escamas de dragón. Subo a casa y empiezo a picar tomates y ajíes para el atún. Mientras pico, pienso en la ruta del afilador y en todos los filos que va repartiendo por Lima. Seguro que la gran mayoría sirven para picar papas, filetes y limones para limonada, pero quién sabe si también ha afilado algunas locuras y algunas muertes. De pronto recuerdo aquella historia que me contó un amigo sobre un colchón y un cuchillo. Este amigo vivía con otro chico y ambos se habían vuelto adictos a la cocaína. Un día mi amigo decidió dejar la coca así que compró un buen pocotón de marihuana y se encerró en su cuarto a desintoxicarse y escuchar música. El segundo no lo consiguió. Le siguió dando a la coca y se puso cada vez más loco. Al final decía ver minúsculos bichitos que flotaban en el aire y que le salían por debajo de las uñas. Se paseaba por la casa con la cabeza envuelta en un polo y rociando spray desinfectante. Mi pata llegaba a la casa y no podía respirar: ¡estás loco! gritaba ¡deja de rociar esa huevada! ¡aquí no hay bichos! Pero el chico le mostraba la mano abierta y le decía, míralos, aquí están. Me cuenta mi pata que una mañana muy temprano siente que la puerta de su cuarto se abre de una patada. No acaba de salir del sueño cuando se topa con la pesadilla: su amigo está parado en la puerta de su cuarto y agita un cuchillo en la mano: ¡¡¡LOS ENCONTRÉ, HUEVÓN!!! grita ¡LOS ENCONTRÉ!. Mi pata no atina a decir nada. Piensa: ¿QUE TE PASA, LOCO?, pero solo lo piensa, de su boca no salen palabras. De pronto siente la mano de su amigo que lo jala y lo lleva hacia el otro cuarto. En el piso hay un colchón completamente destripado a cuchillazos. Le saltan los resortes y el relleno. Su amigo se tira al piso y levanta pedazos de huaipe y se los muestra: ¡AQUÍ ESTÁN! MIRA ¡LOS ENCONTRÉ! ¡ENCONTRÉ SU NIDO! Mi pata no dice nada, solo observa. Unos días después, se muda. Su amigo termina en una clínica de rehabilitación o en manicomio, no recuerdo. Fin de la historia. Me pregunto si el afilador habrá afilado ese cuchillo o si, en todo caso, presiente que al ritmo de su pedal y su piedra se tejen historias como esta. En eso estoy pensando cuando mi cuchillo termina de atravesar un tomate y entra impunemente a mi pulgar. Está tan afilado que no siento dolor, pero al instante veo un relámpago de sangre extendiéndose sobre la yema de mi dedo. Lo acerco a mis ojos y observo de cerca. Por unos segundos tengo miedo de descubrir bichitos saliendo de mi piel, pero no hay nada. Me chupo el dedo. Siento el sabor salado y metálico de mi sangre. Después cubro la herida con un pedacito de piel de cebolla. Sigo preparando el almuerzo.