lunes, 31 de marzo de 2014

Mi tía Matilde o está loca o me quiere mucho pero ella cree que un día voy a ganar el Nobel. Me lo recuerda cada vez que nos encontramos frente a la fuente de cebiche con la que me reciben cuando llego a Talara. Cuando cumplí 13 años (un mes antes de venirme a vivir a Lima) me regaló una vieja edición del Quijote de la Mancha que parecía sacada del librero del propio Cervantes. Pesaba como 3 kilos, tenía el lomo rugoso y del mismo color rojo de la cera con la que antiguamente sellaban las cartas, el título aparecía en letras largas y doradas, las páginas eran amarillas como percudidos periódicos de ayer y cada tanto te encontrabas con unos grabados de Gustavo Doré, tan alucinantes y con tantos detalles que, al observarlos, tú también te volvías loco por un rato y creías que el mundo estaba lleno de damiselas, entuertos y gigantes.

Sin duda, era un regalo osado para un niño de 13 años. Sobre todo porque a los 13 a mí me habían regalado un bate de béisbol y lo que más me provocaba no era leer sino juntar a mis primos y a nuestros vecinos para pasarnos las noches en un terral que había frente a nuestras casas, bateando, corriendo y sudando hasta ponernos como chanchos. Mi tía Matilde nos miraba sentadita desde un banquito, junto al algarrobo en la puerta de su casa; y la verdad es que no sé cómo rayos logró ver más allá de la mugre y el sudor y pensar que regalarme su propia edición del Quijote era una buena idea. Presiento que debe haberle costado desprenderse de ella pues también es profesora de literatura y ama los libros tanto como yo los amo hoy. Aquel Don Quijote de la Mancha fue mi primer libro viejo y lo he llevado conmigo en todas mis mudanzas que no han sido pocas. Está demás decir que no lo leí hasta casi diez años después, pero cuando lo hice, comprendí que mi tía no solo me había regalado un libro, sino la confianza de que aquellas palabras se transformarían en algo mucho más grande cuando tocaran mi corazón.

Ahora que es su cumpleaños y yo la recuerdo y recuerdo a los chicos con los que jugaba béisbol en aquel terral frente a su casa, pienso en cuánto hemos crecido. Mis primos, sus hijos, que lejos estamos. Ahora David es un intachable juez, el chino Arturo un ingeniero que levanta calles y puentes; y Tania, la menor, a la que dicen que yo perseguía hasta hacerla llorar, es contadora y tiene su propia casita con jardín y tortugas. Cada vez nos vemos menos. Al extender nuestras alas nos hemos ido alejando del nido que hicimos sobre aquel algarrobo en el parque 14. Pienso que está bien, que es lo que debía pasar. Y sin embargo, no puedo evitar preguntarme qué hubiera sido de nosotros si mi tía Matilde y todos nuestros tíos no hubiesen creído que todo lo que vertían en nuestro corazón se expandiría tanto. Si mi tía Magali no me hubiese leído fábulas de Esopo antes de dormir, si mis tíos Héctor y Roberto no me hubieran enseñado a bailar el rock, si mi tía Lucha no me hubiese ayudado con los problemas del Baldor, si mi tío Pepe no me hubiese prestado su estetoscopio, si todas mi tías no me hubiesen enseñado la ternura, si mi tío Willie no hubiese contado tantas historias chistosas en la sobremesa y si mi tía Matilde no me hubiese regalado esa vieja edición de el Quijote. Es decir, si ella no creyese que yo un día voy a ganar el Nobel ¿Quién sería yo entonces?

miércoles, 26 de marzo de 2014

encuentros del tercer tipo



oe loco ¿quién es tu peluquero?
¿tú tampoco tienes cosa?
préstame tu cel para un mensajito pe'
ET llama a casa


viernes, 14 de marzo de 2014

La lonchera del fin del mundo

No sé si mi hermana recuerda esto pero, cuando éramos chiquitos y vivíamos en casa de mi abuela, preparamos una lonchera de emergencia por si llegaba el fin del mundo. Por supuesto que a los 5 años nuestro concepto de "emergencia" no tenía nada que ver con linternas, alimentos enlatados y medicamentos, sino mas bien con poner a buen recaudo nuestros objetos favoritos.

 Fue así que la lonchera (recuerdo que era roja y alta como una caja de herramientas), se fue llenando de juguetes, crayolas, canicas, chapas y otras rarezas como monedas de sol que mi papá nos había regalado porque empezaba la era de los intis. Es probable que mi hermana también incluyera algunas de esas hojas de carta que coleccionaba y en las que aparecían niños que no tenían tiempo para atarse los pasadores de las botas porque estaban muy ocupados dándose besitos. Y bueno, recuerdo que yo metí un diccionario mini-sopena ilustrado que por aquel entonces cargaba por todos lados. Después de aquel arsenal ya casi no había espacio restante así que lo destinamos a una hermosa mandarina, tal vez presintiendo que después de jugar entre los escombros de la civilización, nos daría un poco de hambre.

El hecho es que a los pocos días, cansados de esperar el fin del mundo (la paciencia de un niño es tan larga como la mecha de un cohetón prendido), fuimos a abrir la lonchera y descubrimos que la mandarina se había podrido y había bañando con su hediondez anaranjada todos nuestros tesoros. Fue un duro golpe y tardamos en recuperarnos de la impresión. Muy tristes nos pusimos a limpiar nuestros juguetes y decidimos que no prepararíamos más loncheras de emergencia y que si el fin del mundo por fin se animaba a venir, su vieja en vinagre lo iba a estar esperando.

Hace un tiempo, visitando un librería de viejo mientras mi hermana recorría el mundo tomando fotos en su crucero, encontré un diccionario mini-sopena como el que habíamos metido en aquella lonchera hace 30 años. No había visto uno como ese desde entonces. Estaba en la zona de remates de un sol, junto a una pila de apolilladas revistas Selecciones. Lo cogí tratando de disimular mi emoción y sin dudar metí la mano al bolsillo y pagué. Ahora lo tengo en casa, apoyado contra la ventana del baño. Hace unas semanas mi editor vino a tomarse unas chelas y después de miccionar regresó todo alterado por el pasadizo gritando ¿Por qué rayos tienes un diccionario en el baño, Pierre? ¿el significado de qué palabras quieres buscar en ese momento?

Me reí, pero no le conté la historia. No se la conté porque no sabía cómo se cuenta una historia como esta. De hecho, estoy tratando de averiguarlo mientras la escribo.

Aquel diccionario me lo habían comprado mis papás porque ese año ya me tocaba ir al colegio. Las clases todavía no empezaban pero yo había cogido el mini-sopena ilustrado y lo cargaba todo el tiempo en el bolsillo de mi short donde los niños menos nerds llevaban su trompo. Unas cuarenta veces al día lo abría y leía algunas palabras, miraba los dibujitos y lo volvía a cerrar.

Reconozco que suena terriblemente pretencioso pensar que a los 5 años ya intuía ese confort que ahora obtengo de los libros (sobre todo porque entonces apenas sabía leer), pero la verdad es que no se me ocurre otra razón, descartando la posibilidad de echarle la culpa al amigable olor del papel bulki entintado. 

Al meter mi diccionario a la lonchera del fin del mundo, aquel niño que fui, realmente creía que ese objeto lleno de palabras nos sería de mucha utilidad si teníamos que sobrevivir en un mundo desolado. Y esa extraña confianza, es la misma que aún hoy conservo y que me tiene sacando libros de casa aún cuando sé que no tendré tiempo de leerlos durante mi jornada.

Hace 5 años, cuando llevamos a mi hermana al aeropuerto porque se iba a embarcar por primera vez en el crucero, ella andaba un poco loca porque no había podido conseguir un libro que tenía muchas ganas de leer. Mientras mis papás la abrazaban y llenaban de besos y lágrimas, yo fui corriendo al Duty Free y conseguí aquel libro. Se lo di justo antes de verla desaparecer por la puerta de embarque.

Supongo que así como mi viejo me regala pañuelos cuando quiere decir: te quiero, yo regalo libros. Y aunque con los años he comprendido que la vida, al igual que las mandarinas, a veces se descompone y nos mancha y apesta las cosas queridas, hay otras verdades que nunca se desvanecen y que siempre están ahí para abrigarnos cuando sentimos que sobre nuestro corazón se cierne el fin del mundo.

Se llaman palabras.


jueves, 13 de marzo de 2014

Stephen King en Huancayo

¿Cuál fue el primer libro de Stephen King que leí? Fue Cujo. Lo compré un domingo en que el mundo parecía deshabitado y comprar un libro sobre un perro psicópata parecía buena idea. No sólo era la falta de gente en la avenida Aviación, sino esa decadente imagen de las columnas del tren que nunca pasaba. Para mí, jamás lucieron como los rieles de un tren que llegaría. Eran más bien como las ruinas de una civilización devastada. Me senté en un paradero a hojear el libro. Corría el 2007 y yo esperaba un bus que me llevase a la reunión semanal para leer cuentos con los heridos. La novela no empezaba hablando del San Bernardo que contrae rabia sino de un asesino de mujeres llamado Frank Dodd y de una abuela que asustaba a los niños diciéndoles que si no se portaban bien Frank Dodd vendría por ellos. A pesar de que el asesino se había quitado la vida, era como si el terror colectivo de los niños lo mantuviera vivo. Entonces era muy pronto para sacar conclusiones sobre el rollo de S.K. pero, ahora que miro hacia atrás y pienso en esas primera página de Cujo comparada con sus otras novelas, me doy cuenta de que si Stephen King no es un típico escritor de libros de terror es porque, a diferencia del resto, él no escribe libros para causar miedo, sino que escribe como si quisiera descubrir QUÉ ES EL MIEDO. Lo importante no es el gatillo que dispara el terror (tal vez por eso en los Simpsons lo parodian y aparece diciendo que va a escribir una historia de horror sobre Benjamin Franklin y la electricidad) sino lo que sucede cuando el terror entra a tu mente. Después de Cujo leí Carrie y debo decir que ella resulta mucho más entrañable en la novela que en la peli de Coppola (sobre todo cuando cuentan que le gustaba Bob Dylan y que anotaba en su cuaderno frases de Just like a woman). Ni qué decir de la nueva versión hollywoodense ¿Alguien la ha visto? ¿Debo verla? Luego mi tía Magali me regaló The body (llevada al cine como Stand by me) y hace una semana terminé las 1503 páginas de IT, que es probablemente uno de los libros que más me ha enganchado y que por supuesto no trata de un payaso asesino aunque la portada diga lo contrario. ¬¬. Ahora dicen que Stephen King va a venir a la feria de Huancayo y pienso que tiene que ser joda. Pero ¿y si no es joda? Hace unas semanas mi amiga Carmen me prestó una peli llamada "Stuck in love" que trata de una familia de escritores. El hijo adolescente es fan de Stephen King y tiene todos sus libros y cuando por fin consigue una novia guapísima, le regala IT como quien le regala una caja de chocolates. Otra gente regala El amor en los tiempos del cólera, Rayuela. Son cojudeces. Él le regala IT y a la mierda. La cosa es que la hermana, que también es escritora y acaba de publicar su primera novela, le envía a S.K. uno de los cuentos de su hermano y S.K. termina llamándolo y le dice que su cuento está de puta madre. Yo pienso que si Stephen King es uno de esos escritores atípicos que: 1. ganan dinero escribiendo 2. llaman por teléfono a sus fanáticos, tal vez también sea posible que venga a una feria en Huancayo. Después de todo, en IT, uno de sus personajes cuenta que unos indios peruanos le enseñaron a meterse limón por la ñata para aguantar mejor el alcohol. Además, otra de las cosas pajas de S.K. es que usualmente sitúa varias de sus historias en los lugares donde ha vivido, como Maine, su pueblo natal. ¿Y si viniera y escribiera una novela de terror sobre Huancayo? Tal vez algo maligno que habita en el tren o en las nieves del Huaytapallana. Oh demonios. Debo preparar mi mochila.

miércoles, 12 de marzo de 2014

aterrizar

Cuando ya voy de regreso y me toca hacer el aterrizaje de la marihuana, siento que mi cerebro es aquel avión en picada que Denzel Washington (borracho y guiado únicamente por la intuición) intenta poner de cabeza para que levante el pico y no se reviente contra las colinas de la lucidez.


jueves, 6 de marzo de 2014

el fin de la tesis

Mi primo Lucho, que ha pasado los últimos 9 meses sentado 12 horas diarias frente a su laptop sin bañarse, ni juerguearse, ni pajearse, acaba de decir las 6 hermosas palabras que tanto esperábamos: "oe, creo que ya la acabé". Se refiere a su tesis. Yo, que estoy jugando GTA metiendo harta bala a la tombería, dejo el teclado y me paro de la silla. ¡No jodas! le digo, NO JODAS. Nunca he visto a nadie acabar su tesis. Por supuesto que sé de gente que las termina, pero siempre es el amigo de un amigo. Una puta leyenda urbana. Ahora que tengo uno de estos especímenes delante no sé cómo reaccionar. Casi me da ganas de prenderle fuego. Su hermano menor, el rockero de la familia que también ha llegado de Trujillo para estudiar mecatrónica en la cato, viene corriendo desde el cuarto. ¿En serio ya la acabaste? Lucho dice: Vamos por unas chelas, carajo. Su hermano le responde: mejor báñate que apestas. Lo miramos. Lucho luce como una versión adolescente de Jack Torrance: barbón, ojeroso, desquiciado. Es como si se hubiese inoculado la tesis y se le estuvieran chorreando todas las citas y los pie de páginas por los ojos. Su hermano y yo nos sentamos a ver cómo recoge las decenas y decenas de libros de filosofía del derecho con los que invadió todas las sillas de la sala. Los va guardando en su librero junto a la escultura de los burritos cacheros que le trajimos de Catacaos para ver si se inspiraba. Esta noche parte hacia Trujillo para inscribirla en su universidad y que le den la fecha de sustentación. Hay un ambiente de relajo en el hogar. Mientras lo veo dar vueltas por el pasadizo, la sala y el cuarto, casi extraviado, reconociendo el lugar que habita como si lo viera por primera vez, me pregunto: ¿Qué irá a hacer ahora este pendejo con esas 12 horas libres? Aquella obsesión casi sexual que tenía con su tesis tendrá que ser canalizada. Pero ¿en qué? ¿alcohol? ¿mujeres? ¿deportes? ¿trabajo? Ni cagando. Mi primo chupa pero no se emborracha, ha jurado no volverse a enamorar, no corre ni a la panadería y odia las oficinas casi tanto como yo. Solo queda una posibilidad: asesinarme. Todas esas cáscaras de plátano con las que le pegué en la cabeza mientras él tipeaba su obra cumbre, la mandarina que le exprimí sobre el cerebro, los fosforitos encendidos que lanzaba sobre su escritorio, las veces que le ponía una batea encima y mis incesantes prácticas de box y karate alrededor suyo, están volviendo a su memoria. Lo sé. A mis espaldas siento el carril de su impresora terminando de materializar el engendro. Cuando por fin termina, escucho cómo mi primo recoge todo ese montón de hojas y las empareja contra el escritorio. Entonces estalla en mí una risa nerviosa. Le digo que no pasa nada. Pero es innegable la epifanía: en todas esas hojas bond, tal como en la novela de Jack, hay solo una frase repetida. Una sola frase de locura y de muerte. Y es cuando de pronto comprendo que esta noche voy a ser perseguido a hachazos.

sábado, 1 de marzo de 2014

cuando descubro al hombrecito en la botella de ron

siento una extraña envidia de los zurdos. por ejemplo de mi primo que rasguea con la mano izquierda su Ibanez negra. es como si ocultara la llave de la ciudad secreta. siento envidia de la muchacha que mira por la ventana en aquel cuadro de Dalí, ¿qué mira? algo maravilloso sin duda, pero solo ella y el pintor pueden verlo. Si Dalí no supiera lo que ella mira no hubiese podido terminar el cuadro. siento envidia de los egipcios que creen que la noche es una mujer con estrellas en la panza, siento envidia del corazón de veinte años de mi primo, de sus ganas de morir, siento envidia del pequeño hombrecito que vive en mi botella de ron, siento envidia de mí mismo cuando descubro al hombrecito en la botella de ron. siento envidia de Spinetta cuando cantó por primera vez Muchacha ojos de papel, de Saint Exupéry haciendo un aterrizaje forzoso, de Jack London escribiendo El llamado de lo salvaje, de aquel vagabundo que invité a dormir a mi casa en el 2003. no siento envidia de los caracoles, de las tijeras, de Dylan cuando canta It ain't me, babe. De Charly cuando se olvida la letra o cuando va cayendo del noveno piso al living. De los granos de café que se parecen todos, tampoco. Pero sí tengo envidia de la persona que era yo cuando escribí mi primer cuento. De los camaleones. De Capote mirándose en un espejo negro, de Mr Jones, de todas las personas que han ido a Zihuatanejo, de los satélites que nos miran desde el espacio, de cualquier piedrita que hayas recogido, de la melancolía de Plutón que llora en una esquina de la galaxia. No siento envidia del Sol. ¿Que haría yo si no tuviera sombra? Siento envidia del sonido que hace vibrar todos los cuerpos. de las lagartijas, aunque no sé bien por qué. De las hormigas que nunca andan solas, de los peces abisales que conocen el miedo. No siento envidia de Dios. siento envidia de las personas que fui y de las que seré. siento envidia de lo que escribiré mañana. de las frías sábanas de mi cama. de los que se duermen solo cuando tienen sueño.