sábado, 31 de mayo de 2014

puedes decir: no beberé nunca más. puedes desayunar cornflakes con yogurt oyendo el petsounds, uno de los discos más bonitos de la historia de la música. puedes fumar y dormir toda la tarde del sábado, dormir un sueño de astronauta, de serpiente digiriendo un manatí, puedes despertar a las 6pm y decirle a tu roomate: vamos a almorzar. pueden comer 24 hojitas de parra e ir a visitar a los gatos del parque. puedes comprarte un libro de Robert Crumb con descuento. pueden ir por helado de mandarinas y pasear bajo los ficus. pueden despedirse en 28 de julio. puedes decir: yo me voy a casa a escribir. puedes intentarlo. hombre, puedes intentarlo en serio. pero entonces encontrarás una extraña de polo negro y bluejeans sentada en una de las salidas de la vía expresa. puedes darte cuenta de que está borracha o triste o ambas cosas. puedes mirarla y escuchar cuando te señala y te dice: "si me vas a decir algo, no me digas ni mierda". puedes seguir caminando y sentir cuando ella se pone de pie y te sigue. puedes voltear y verla atajar los carros, asomarse a la vía expresa. puedes detenerte y pensar: le pregunto qué le pasa o no le digo ni mierda. puedes finalmente dejarla atrás y volver a tu casa. puedes llegar a tu casa e intentar escribir. puedes tratar de convencerte de que ella estará bien sin ti. de que no se dejará matar. puedes asomarte a tu ventana cada 5 minutos para ver si ha pasado algo en el puente donde la dejaste. puedes trancar tu puerta con tablas como Renton. puede decirte que ya no tienes 18 años. puedes subirle todo el volumen a la música. pero seguirás escuchando aquel aullido que te ha llamado desde que dejaste de ser un niño. es tu madre loba reclamándote entre las calles. porque hay cien chicas a punto de lanzarse de un puente. porque alguien ha prendido fuego a la ciudad y tú eres su mejor bombero. o tal vez porque el incendio está dentro de ti. la noche dentro de ti. el aullido dentro de ti. porque eres tú el que está asomado al puente. porque alguna vez tú también estuviste atajando carros. porque tú también alejaste a quien solo te intentaba salvar.

martes, 20 de mayo de 2014

Escribir una bici. Montar un cuento



Ahora que me han vuelto a robar la bici (una TREk blanca como un corcel, a la que había atado con un ulock indestructible a mi reja, sin contar con que los ladrones -no pudiendo romper el ulock- se llevaron toda la reja) recuerdo que yo iba a escribir un texto sobres las bicicletas y los cuentos.

Cuando le vas dando a los pedales se te ocurren muchas pastruladas filosóficas y quería contarles algunas por aquí. Además no soy el primero. Conozco dos excelentes reflexiones de escritores sobre las bicicletas y los cuentos. La primera que escuché fue de Cortázar:
“Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector” 
Por supuesto que hay cuentos lentos como tractores que logran su cometido y también he visto por la tele tipos que mantienen sus bicis en equilibrio sin pedalear. Pero, ya sabes, si vas a escribir un cuento lento, tienes que ser tan capo como esos ciclistas que bajan cerros saltando de roca en roca como cabras.

La otra frase es de Alfredo Bryce aunque no recuerdo de dónde la saqué. He revisado entrevistas, la he googleado y no aparece; sin embargo, suena totalmente a algo que diría él:

"Escribir es confundir una caída en bicicleta con el fin del mundo". 

Debe haberla dicho él porque en su primer libro hay un cuento que se llama "El camino es así" (de hecho ese cuento le iba a dar el título al libro hasta que Ribeyro lo desahuevó y le dijo que era una frase muy fatalista, que parecía un mal bolero y que mejor le pusiera “Huerto cerrado” porque en sus cuentos se respiraba un aire como de huerto cerrado) y que trata de un colegial que en una excursión en bicicleta a Chaclacayo se retrasa de su grupo de amigos, se cae y entra en un huayco emocional alucinante. Es un cuento muy bonito y lo recuerdo sobre todo porque la primera vez que vi a Alfredo me acerqué y le pregunté si realmente habían hecho ese viaje en bici cuando estaba en el colegio. Me dijo que sí y hasta me explicó la ruta, y entonces yo choqué mi Stella Artois con su copa de vino y me fui contento pensando en que algún día yo también haría ese viaje en bici y hasta me sacaría la mierda solo para poder convertirme por un rato en un personaje suyo.

Ok, ahora que ya conté lo de Cortázar y Bryce, voy con lo que yo reflexionaba. Son 4 cosas y las voy a enumerar porque dicen que a la gente le resulta más fácil leer listas. Al parecer les da la sensación de que pronto ya van a acabar. Malditos flojos.


1. Cementerio de mascotas
Hace poco iba cleteando por Lince y casi me vuelvo chango al ver pasar un chico en una Míster idéntica a la primera bici que tuve en mi vida, aquella en la que aprendí a manejar, a los 8 años. No había visto una como esa desde entonces. Era una motocross negra con accesorios amarillos. Tenía un largo y esponjoso asiento de cuero y un cilindro que simulaba el receptáculo de gasolina de las motos (venía incluso con la tapa rosca y yo a veces se la sacaba para llenar el cilindro de cojudecitas como piedras o algarrobos). Los amortiguadores eran brutales, como para aguantar el peso de un rinoceronte (o de un niño gordito como yo) y me vinieron muy bien pues la calle de Talara en la que aprendí a manejar estaba tan llena de huecos que, de no ser por esos resortes, me hubiese roto el culo a muy temprana edad. El hecho es que lo primero que pensé al verla fue ¡Carajo, ahí va mi infancia. Me la compro! El más contento con la noticia fue mi poto, pues el asiento de la Trek metía más terror que ir sentado sobre el regazo del Marqués de Sade. Pero también se alegraron mis piernas, mi cabello, mi corazón. Era una alegría de cuerpo completo. La sensación de que podía recuperar lo irrecuperable: el pasado.

Así pues, desvié mi ruta y comencé a perseguirla. Mientras pedaleaba, iba pensando en cuánto podría ofrecerle al muchacho por ella. La persecución duró unos pocos segundos pues mientras iba tras mi niñez comprendí que todo era un absurdo. No solo porque pretendía detener a un chibolo en la calle para comprarle su bici (la verdad es que se veía viejita y estoy casi seguro que por menos de 300 soles me la hubiera entregado más que feliz), sino porque comprendí que yo ya no encajaba en ella. Era demasiado pequeña para mi talla actual y, aquellos amortiguadores, que de niño me permitieron rebotar cómodamente sobre los baches y montículos de los arenales de Talara, ahora en Lima, con las calles asfaltadas, me serían totalmente inútiles, me quitarían velocidad y, en resumen, me harían ver como ese pato gigante que usa pañales en las caricaturas.

Resignado, dejé de pedalear y con cierta nostalgia la vi, nuevamente, alejarse de mi vida. Sin embargo, ya de camino a casa, me puse a recordar aquellos días cuando aprendí a montar esa vieja motocross y cómo mi vieja corría detrás de mí para que no me sacara la mierda. Y me puse a escribir. El hecho es que mientras escribía, recordé también detalles clarísimos de mis primeras caídas, el olor del aseptil rojo, ese sádico placer que encontrábamos de niños en arrancarnos despacito una costra, y recordé sobre todo aquel primer día de vacaciones cuando, junto a mi hermana y nuestros vecinitos Choby y Amelia, llevamos las bicicletas hasta la cuesta que sube al aeropuerto de Talara y nos pasamos la tarde bajándola a toda velocidad. Cuando eres niño el primer día de vacaciones te produce una euforia parecida a la que los adultos experimentan la noche de año nuevo, así que creo que recordaría ese día aún si no hubiese sucedido lo que sucedió después: En una de las bajadas, más o menos a la mitad de la cuesta cuando ya habíamos agarrado una velocidad respetable, se me rompió la cadena de la bici. En la década de los 80’s los frenos de las bicicletas eran a contrapedal así que sin cadena no te paraba ni Cristo. Completamente aterrorizado intenté frenar con los pies pero la velocidad era tal que mis sandalias salieron volando y entonces solo me quedó agarrar fuerte el timón y lanzarme hacia el arenal que rodeaba la cuesta. No me maté de milagro. Mi hermana, Choby y Amelia regresaron asustados pero al verme sacudiéndome la cabeza de arena se cagaron de la risa. Fue un buen inicio de las vacaciones.

A lo que iba es a que, lo que yo intentaba al comprarle mi vieja bici al chibolo, era revivir este recuerdo, volver a ser un niño el primer día de vacaciones. Sin embargo, mientras escribía, me di cuenta de que el solo hecho de contarlo funcionaba mucho mejor que la estúpida idea de desenterrar físicamente mi infancia. Además ya sabemos cómo terminaron aquellos gatos resucitados en Re-animator o Cementerio de mascotas. Si yo no pudiera contar historias, mi casa estaría llena de bicicletas viejas y de gatos resucitados que quieren asesinarme. Me cuesta dejar ir; y sin embargo soy un tipo que necesitar irse. Tal vez por eso he aprendido a contar. No me he deshecho de mi equipaje. Es solo que todo cabe dentro de un lapicero y una hoja de papel.

2. Te llevo para que me lleves
Voy manejando por la ciclovía de la Avenida Arequipa. En sentido contrario viene otro chico también en bicicleta pero, a diferencia mía, él lleva un bebito de aproximadamente un año, en un pequeño asiento colocado entre su tórax y el timón. El bebé va mirando las calles con cara de asombro. El papá por supuesto, maneja con cuidado y mucho más despacio que yo. Sin embargo, al cruzar junto a él, comprendo que mi velocidad no es nada comparada con el vértigo que lo rodea. Lleva a su hijo por las calles de Lima, le está mostrando el mundo que algún día él recorrerá por su cuenta. Mi velocidad, es cierto, me emociona, me hace sentir como un animal salvaje entre todos aquellos carros atorados en el tráfico; sin embargo, carece de profundidad comparada con la aceleración emocional de aquel chico que pasea a su bebé. Así, cuando escribo un cuento, soy como él y llevo a mis lectores a cuestas. Se supone que yo no debería pensar tanto en ustedes. Decía Horacio Quiroga en su decálogo, que no hay que pensar en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia, y creo que comprendo lo que dice, pero la verdad es que a mí me funciona al revés y una de las cosas que más me gusta de escribir, es convertirme en ese muchacho que te lleva en la bicicleta y te muestra calles que hasta antes de leerme desconocías. Solo cuando comprendo que mis palabras pueden agitar tu corazón es que para mí tiene sentido contar.

3. ¿Qué es un cuento?
He tenido 6 bicicletas en mi vida. Hace 15 años que son, no solo mi vehículo favorito sino mi principal medio de transporte en la ciudad. Y sin embargo, todavía me hago bolas para ponerle la cadena cuando se le sale. Tampoco sé cuántos rayos tiene cada llanta ni mucho menos cómo se hace para alinearlos. No tengo ni puta idea de para qué sirven los rodajes, cuántos kilos pesa o de cuántas pulgadas es mi marco. Lo único que sé es que cuando me monto a ella puedo ir a los sitios que me gustan. Si me preguntas qué es un cuento, tampoco sabré qué responderte. He leído dos libros de teoría del cuento de grandes escritores. Son muy divertidos y por un momento realmente tienes la impresión de que estás aprendiendo algo. Pero la verdad es que eso es tan absurdo como creer que por aprenderte la tabla de multiplicar podrás hacer el truco de los panes y los peces. La única forma de aprender a montar bici es montándote a una, la única forma de aprender a escribir cuentos es escribiéndolos.

4. Náufragos
Y mi última epifanía (que es la menos inspiradora de todos los tiempos y por la que algunos de mis amigos escritores querrán mandarme a la mierda), la tuve tras ver todas esas absurdas campañas para promover el uso de la bicicleta. “Que si las bicicletas no contaminan el mundo, que si las bicicletas te hacen ahorrar el dinero del combustible, que si las bicicletas te mantienen en forma.” ¿A quién rayos le importa? Estoy seguro de que por lo menos la mitad de los ciclistas seguirían montando sus bicis aún si fueran dañinas para la salud, necesitaran combustible y el mundo ardiera en llamas a su paso. Montamos bicicletas porque es de la puta madre y punto. Salvo tirar y alguna que otra película de Woody Allen, no hay casi nada tan divertido como recorrer la ciudad en una. Las campañas deberían ser así de simples: Toma esta bici, pasea un rato. Fin. Ya estás enganchado. Igual pasa con la literatura. Lo hacemos porque no hay nada que nos guste tanto. Algunos escritores realmente se creen que escriben para salvar el mundo. Lo más jodido: algunos escritores consideran que es nuestra obligación y se enojan si no tocas ciertos temas o no vuelves mutilado de tu historia. Diablos. Tal vez soy un cretino egoísta pero la verdad es que la única persona que me interesa salvar cuando escribo soy yo. No es que no crea en un ideal mayor, la belleza por ejemplo, pero si la busco es porque sale de mí y escribir un buen cuento es como descubrir que tú eres la gallina de los huevos de oro. Y me apostaría la cabeza a que es así para la mayoría. Todos hemos naufragado en el lenguaje y hacemos lo más que podemos para flotar. Algunos nadan con tanta voluntad y destreza que los confundimos con botes de rescate. Hay quienes llegan hasta la otra orilla y nos sirven de camino. Pero eso no quiere decir que hayan intentado salvarnos o guiarnos. Hermano, no hay nadie que esté tan extraviado como un escritor buscando la siguiente línea de su cuento, el último verso de su poema.



Aparecido originalmente en la primera edición de 
la revista ZENTAURO, en marzo del año 2014

viernes, 16 de mayo de 2014

Prólogo a mi cuento Papaya

Algunas veces me han preguntado si esto de escribir me viene de familia, ya saben, si lo tuve siempre en la sangre, como si un pez de tinta me hubiese recorrido las venas incluso desde antes de aprender a escribir mamá. Yo siempre me quedo medio confundido y luego digo: bueno, mi abuela, mi abuela ha escrito poemas toda su vida. Y esto es cierto, claro, pero esa no es toda la historia.

Digo, mi abuela además tenía una máquina de escribir marca Remington y, cuando yo tenía 6 o 7 años, ella me la prestaba y yo metía hojas bulki en el rodillo y le pegaba a las teclas con mis pequeños dedos. Escribía cualquier cosa: mi nombre, el nombre de mi perro, qué sé yo. Lo que me gustaba era el sonido y el mecanismo. Uno machucaba una tecla y misteriosamente se activaba la catapulta que hacía volar la letra de metal hacia la hoja: la hache, la pe, la equis, las vocales (que siempre me han parecido las niñas del alfabeto). Al mismo tiempo, dos bracitos levantaban la entintada anguila rojinegra y TAC TAC TAC, quedaban impresas las letras sobre el papel. Quedaban impresas para siempre. Si ponías la palabra culo, nada podía borrarla. Tenías que comerte la hoja si no querías que tu vieja la viera. Había cierto encanto en ello. Sobre todo porque a los 7 años nuestra caligrafía todavía es un desastre, y cuando ves las palabras -que tú has escogido- escritas con los serios caracteres de los libros, sientes que tú también tienes algo importante que decir.

Pero bueno, cuando decía que esa no era toda la historia, me refería en realidad a que no solo de mi abuela me viene esto de estar sentado aquí en pijamas, posponiendo mis labores cotidianas para darle al teclado. Y es que yo creo que mis ganas de escribir empezaron siendo: mis GANAS DE CONTAR. Y eso… eso yo se lo debo a mucha gente más.

Pienso en mi papá contando la historia del mono que teníamos que llamar para que abriera una ventana de la sala imposible de alcanzar. O cuando recordaba a su primo que se metió a la Fuerza Aérea y que -cada que pasaba un avión de guerra- ellos le decían a su vieja: ¡mira tía, ahí pasa Juan, salúdalo! Hooola JuAAAANN! Y mi tía decía: ¡Ay carajo, ya no lo estén saludando que el muchacho se va a caer del avión! xDDD Realismo mágico puro. Recuerdo también que cuando yo andaba por los 9, mi tío Héctor, que ya estaría por los 20, me contaba TOOODAS sus fallidas historias de amor con soundtrack incluido. Y también recuerdo que me contó que él tenía un amigo flaquito llamado Vilchez, y que cuando en su grupo de patas querían decir que algo era fácil decían "uhhh eso es más fácil que pegarle a Vilchez" Hasta que un día, años después, cuando mi tío trabajaba arreglando carros en Mollendo, repitió su frase y alguien le dijo: ¿Que pegarle a quién? A Vilchez, dijo mi tío. Y entonces el pata llamó a un negrazo como el de Milagros Inesperados y le dijo: Oe Vilchez, acá hay un weon que dice que es fácil pegarte.

Lo que me loquea y me conmueve de todo esto, es que los narradores orales de nuestras familias, nunca han pedido crédito por aquellas historias. Les basta con contarlas y hacernos reír. Les basta con que la historia exista. No viven en estos arrabales literarios donde la gente se destroza porque ven sus poemas y sus cuentos como torres desde donde disparar al resto. Ellos solo cuentan. Han contado toda su vida.

Naturalmente, comprendo que en la labor del escritor hay una búsqueda y una construcción de lo bello o lo grotesco que toma mucho más tiempo y trabajo, pero también hay talento en contar una historia que va a desvanecerse, y lo sé, porque yo carezco de ese talento, a menos que tenga un par de chilcanos encima.

Hace un tiempo, mientras escribía el cuento de mi tío “El inmortal” recuerdo haberle dicho a Laura lo injusto que me parecía llevarme el crédito de una historia que alguien más había vivido y me había contado. Y, aunque luego dijimos que algo se podía hacer, como dedicarle el cuento a esa persona, creo que llegamos a la conclusión de que la mejor forma de devolverles el favor, era contando su historia lo mejor posible, para que en ella vivieran para siempre.

La anécdota que inspira este cuento que les voy a dejar aquí y que se llama Papaya, me la contó mi primo Lucho. Este cuento no existiría si todas las noches del año pasado en que compartimos un mismo cuarto, no nos hubiésemos puesto a conversar huevadas antes de jatear. Supongo que a través de Lucho, voy a dedicarle este cuento a toda la gente que alguna vez me contó una historia.

Y dado que, si por los días en que lo escribí yo no hubiese conocido a Lauraluz, el cuento se hubiese quedado en una anécdota chistosa sin esa desesperación que lo agita después, también se lo voy a dedicar a ella y, a través de ella, a la gente que le ha dado corazón y abismo a mis cuentos. A veces realmente tengo la sospecha de que si mi vida es algo que necesito contar, es porque ustedes la hacen contable.



Papaya


La historia que voy a contar no necesita de mil palabras. De hecho, podría resumirla con esta frase de diez: "Cuando era chiquito, mi primo Sergio dormía con una papaya". El resto son detalles. Pero se los contaré. Se los contaré porque ustedes necesitan saber más sobre esa papaya. Y además, porque esto es lo que yo hago: cuento historias. Algunas son mías. Otras las recojo y las voy pasando. Soy un chasqui de la memoria. Por ejemplo, esta no es mía. Me la contó su hermano Lucho que vive conmigo. Me la contó de cama a cama, justo antes de dormir. ¿No es acaso entonces cuando contamos nuestros mejores cuentos? Le pregunto ¿te refieres a una papaya de juguete, un peluche? No, me dice, una PA-PA-YA, la fruta con la que haces el jugo para curar la resaca. Me tomo un segundo para imaginar al pequeño Sergio en su cama, abrazado como un monito a la piel anaranjada de la fruta. ¿Por qué? pregunto. Lucho sonríe y levanta los hombros.

Me está contando esto justo después de pedirme que deje encendida la luz del baño. Nunca lo he sentido levantarse de madrugada para ir a mear y sé que el resplandor del foco no llega hasta su cama; sin embargo, por alguna razón la necesita prendida durante la noche. ¿Por qué? vuelvo a preguntar, ahora en voz alta. Éramos niños asustadizos, me cuenta. Mi mamá durmió con nosotros hasta los diez años. Con Edu y conmigo no fue tan grave, pero Sergio no pegaba un ojo a menos que todos, hasta mi abuelo, estuviéramos en el cuarto. Lo mejor era dormirlo en la sala mientras veíamos la novela o hacíamos la sobremesa, y luego llevarlo cargado hasta su cama. Pero no siempre se podía. A veces mi viejo traía expedientes del estudio o mi mamá estaba de guardia en la clínica. Al final, a mi papá se le ocurrió lo de la papaya. No sé cómo, imagino que mientras cenábamos la vio sobre la refrigeradora y hubo una especie de iluminación, una conexión entre mi viejo y la fruta. Esa noche fuimos a la cama de Sergio y le dimos la papaya como quien trae a casa un cachorrito. ¿Cuántos años tenía? No sé, creo que cuatro. Al principio nos miraba extrañado, pero mi viejo le dijo: “hijo, la papaya acompaña”. ¡No me jodas! Sí, apenas eso. “La papaya acompaña”. Mi abuelo trajo un plumón y dibujó una carita sonriente sobre la cáscara. Fin de la historia. La papaya era un miembro más de la familia. Todavía cada noche, había que acompañar a Sergio hasta su cama y arroparlo con cariño, pero una vez que abrazaba su papaya, podía quedarse solo mientras nosotros terminábamos nuestras tareas. JAJA ¿Y Sergio se acuerda? Claro que se acuerda, pero como ya está viejo le da roche y no dice nada. Algún día cuando vayas a la casa pregúntale por su papaya, va a ser un cague de risa.

Sí, me digo, va a ser chistoso. Y apago la luz de mi lámpara. El cuarto queda a oscuras y el débil resplandor del fluorescente del baño alcanza las primeras losetas del cuarto. Siento a Lucho girar en su cama y envolverse en la colcha de tigres. En menos de dos minutos estará durmiendo. Pero yo no. Yo me quedo mirando el techo. Mentalmente repito: “La papaya acompaña”. Pienso: Eso es todo lo que hace falta para convertir una fruta en un guardián de niños. Una papaya con las palabras correctas puede espantar el miedo. ¿Pero es acaso solo porque Sergio era un niño? Me lo pregunto mientras giro sobre mi almohada y descubro mi cómoda cubierta por montones de libros de cuentos, apilados unos sobre otros. Por primera vez noto la imagen: es una barricada. Atrás de Salinger, de Ribeyro, las balas no me tocan. Son mis sacos de arena. También sobre ellos alguien puso las palabras correctas. ¿Por qué entonces esto no da risa? ¿Acaso el papel de los libros no sale también de un árbol como las papayas? Lucho se ha dormido.

Sobre uno de los libros veo la piedrita marrón. Me la ha regalado esta chica que acabo de conocer. Toma, me dijo. De niña yo coleccionaba piedras, tenía un saco lleno pero ahora solo queda un frasquito. Te regalo una. La miro. Es apenas una piedra como hay millones en el mundo. Y sin embargo, hoy se me resbaló hasta el borde de una alcantarilla y sentí, creo yo, lo que hubiese sentido Sergio si al despertar encontraba su papaya destrozada al pie de su cama. ¿Por qué? me pregunto. Apenas la conozco. No sé cuánto se va quedar ni sé si a ella le provoca quedarse. Pero hay algo suyo que me ilumina, y la idea de verla irse me hace sentir la noche como un niño.

La primera vez que vino a casa trajo un vino y preparamos pizza. Habíamos estado oyendo a Caetano y antes de irse me dijo, todavía con las piernas recogidas sobre mi cama, “si algún día tengo un gato, le pondré Caetano”. Y unos días después, en un mensaje, escribió como en un descuido “nuestro gato Caetano”. 

Lucho gira y se acomoda dentro de la colcha. ¿Con qué estará soñando? Prendo mi celular y busco el mensaje. “Nuestro gato Caetano”. Lo repito despacito. Sé que Caetano no existe como los gatos de mi techo, pero yo puedo sentirlo caminar sobre mis libros de cuentos. Lleva la palabra “nuestro” escrita en las almohadillas de las patas, maúlla suavemente, se lame los bigotes, baja por mi cama y se va parar en la cornisa de la ventana. Lo observo mientras me voy quedando dormido y esto es lo último que pienso: Un gato imaginario es lo mismo que una papaya, no te mientas. Todos somos niños aún. Necesitamos una luz: el foco del baño, los libros de cuentos, las piedras. Cualquier pequeño objeto sobre el que alguien puso con cariño las palabras correctas.


martes, 13 de mayo de 2014

el sol está paradito al medio de mi sala. luce extraviado, como un niño que acabara de sanarse de la gripe y llega tarde al verano. mientras la ciudad se agita debajo suyo como la piel de un ratón roído por apuradas hormigas, él parece preguntarse ¿y ahora qué hago con esta música amarilla?

jueves, 8 de mayo de 2014

chuchamare

no sé cómo decir esto sin que suene chivato así que lo diré nomás: me he comprado las primeras babuchas de mi vida. no importa que sean dos tiburones blancos con filas y filas de afilados dientes trituradores de carne. igual son babuchas, suaves como maicena de hospital. igual parezco un manganzón. igual estoy imposibilitado para otra actividad que no sea la de ir de mi cama a la refri y viceversa. lo peor es que, justo cuando me las acababa de poner, entró al depa mi roomate con 3 amigas guapas; y yo, que salí con las babuchas puestas, quedé inmediatamente convertido en un eunuco. lo mismo que si el gato Pusheen hubiera salido a abrirles la puerta sobre esas cuatro patas suyas que más parecen pezones. tengo una excusa: las compré porque hoy tuve clases con un grupo de salvajes que hacen que mi paciencia tome forma de velociraptor. así que pensé: lo que cobraré por esta hora de adiestrar a estos chacales, lo usaré para relajarme. ustedes dirían: chelas, morfina, electroshock al cerebro. yo dije: babuchas. siempre había querido unas babuchas. recuerdo que el papá de mi amiga Mane tenía unas en forma de bagres, con bigotes y todo. el papá de Mane era alto y robusto como un baobabs pero cuando le veías andar por casa con sus babuchas de bagre, era como si el baobabs te dijera: está bien, puedes subirte a mis ramas. recuerdo también que otra amiga tenía dos perritas pequeñas que se llamaban babuchas. no tenían nombre en singular así que cuando ella gritaba: BABUCHAS! las dos venían corriendo. y ya. me parece que eso es todo por hoy ¿qué más se puede contar sobre unas babuchas? pero ya que hablamos de perritos, terminaré diciendo que la más emocionada con las babuchas es nuestra nueva cachorra pues cada vez que camino le va mordiendo las aletas a los tiburones. todavía estamos buscándole nombre. vino del albergue llamándose Perry, luego Karen dijo: Chewbacca (es igualita, beige con el hocico negro) y también hay otras opciones como Yuca, Chaska, Oddity, aunque creo que ella ya está pensando que se llama Chuchamare porque todo el día le digo: No te mees ahí, chuchamareeee!, come tu comidaaa, chuchamareee!, no me muerdas las babuchas, chuchamareee!!! xD