miércoles, 29 de abril de 2015

Carlos Calderón Fajardo

Vi a Carlos hace no más de dos semanas cuando estuvo en ISIL haciendo reír a mis alumnos con sus anécdotas de escritor. Al final del conversatorio tuve que hacer mi cola atrás de varias chicas que le pedían autógrafos y selfies que él aceptaba con la alegría de un jovencito que acaba de publicar su primer libro de cuentos. Finalmente me acerqué a felicitarlo y, mientras me estrechaba la mano y le crecía esa sonrisa suya tan sincera y contagiosa, yo pensaba: ¡Que tipo tan de puta madre! En una hora ha logrado lo que a veces a mí me toma todo un ciclo conseguir: hacerles sentir a estos salvajes que atrás de esos libros que ellos juzgan aburridos, hay vidas absurdamente fascinantes y tan demenciales que las bibliotecas no son otra cosa que manicomios con celdas de papel cuyos locos esperan ser liberados.

Cuando les pedí a los chicos que me contaran qué era lo que más les había llamado la atención de lo que había contado Carlos, muchos recordaron las anécdotas chistosas, como aquella en la que, cuando Carlos todavía era muchacho y no sospechaba su futuro como escritor, Arguedas se quedó a pasar la noche en casa de su familia y tuvo que jatear con él. O la de la vez en que fue a buscar a Alida, que era la única peruana que conocía en París y Ribeyro salió a abrirle la puerta y Carlos le dijo ¿Y usted quién es? porque no tenía ni puta idea de con quién estaba hablando. Ni sospechaba que algún día serían grandes amigos y que incluso Carlos terminaría llamándolo: su padre literario.

Otros recordaron la fuerza de su vocación que se impuso incluso sobre la voluntad de su padre que lo había mandado a Alemania a estudiar medicina. Pero hubo algunos que habían quedado impactados por la explicación que él daba cuando la gente le preguntaba ¿por qué publicaba tanto? Carlos nos contó que un día se enteró de que padecía una dolencia que solo atacaba a una de cada mil personas y que lo postró en su cama por mucho tiempo —¡Te sacaste la lotería!— le dijo el doctor.

Y allí, en su cama, echado y sin poder hacer más, Carlos comprendió que no podía irse así, de modo que se puso a escribir y escribió tanto que publicó dos o tres libros al año. —Me di cuenta que todavía tenía mucho que decir —nos contaba— ¡Y tenía que decirlo pronto porque podía morirme en cualquier momento!

Después la enfermedad cedió milagrosamente y Carlos pudo caminar y cocinar y recibirnos con esas locas fiestas que daba en su casa de Punta Negra. Recuerdo la vez que llegamos temprano y nos paseó por todas las habitaciones mostrándonos los nidos que las gaviotas y otras aves marinas hacían en su casa cuando él no estaba.

Es difícil explicarle a un chico de veinte años que la vida es corta. Cuando tenemos veinte años todos nos creemos inmortales. Pero me parece que esa tarde los chicos le creyeron, porque Carlos no lo explicó con pena y resignación sino con la euforia y alegría de quien ha descubierto que un solo día puede hacer una vida maravillosa. Parecía que estaba diciéndonos ¡Están vivos, carajo! ¡Y es hermoso! ¡Es hermoso estar vivo aunque este sea el último día!

Nunca vi a alguien tan vivo como a Carlos aquella tarde de abril, hace apenas doce días. Creo que todos los que estuvimos allí riéndonos con sus historias hubiéramos jurado que aún le quedaban varios libros por escribir, muchas fiestas que dar y cientos de autógrafos por firmar. Sin embargo, creo que en el fondo lo que me tiene moqueando como un huevón aquí en la biblioteca de mi universidad, no es la sorpresa de su partida ni el saber que no volveré a escucharlo contar una historia, sino que haya podido compartir su epifanía tan claramente, que ahorita, mientras termino de escribir esta despedida y veo por la gran ventana los árboles, el sol y todos esos chibolos entrando y saliendo de clases, siento la vida como un tremendo golpe en el pecho. Y algo que me grita desde lejos ¡Es hermoso estar vivo aunque este sea el último día!


miércoles, 15 de abril de 2015

Hoy se metió un gatito a isil. Un pequeño gato, un pichón de gato. Andaba paseando por los jardines y algunas chicas se acercaban a hacerle mimos. Yo estaba en el jardín leyendo este libro de Amélie Nothomb que Regina me había recomendado hace tiempo y que recién hoy pude sacar de la biblioteca. Cuando me faltaban dos páginas para acabarlo vino el gato y se me sentó en la barriga. Debo decir que si hay algo más paja que acabar de leer un buen libro, es acabarlo con un gato sobre la barriga. Sentía cómo sus minúsculas garras atravesaban mi polo y se me clavaban en el pellejo. Cuando abrí mi mochila para guardar el libro, el gato olió los restos de mi almuerzo y se metió de cabeza. Me emocionó que el gato tuviera hambre porque yo había cocinado mi mundialmente famosa sangrecita con arroz y, cuando ayer se la ofrecí a mi roomate, me dijo huácala huácala y se fue corriendo. En cambio cuando abrí el táper frente al gato, todo fue un solo de colmillitos, lenguazos y bigotes. Cuando acabó, le dije: bueno gato, me voy a dar clases. Pero apenas me paré el gato se vino andando detrás mío dando breves maullidos. Pensé: que carajo, lo meto al salón y como toca clase de descripción, lo subo al escritorio y que estos salvajes me describan al gato. Así que allí íbamos por los pabellones de isil, el minino y yo. Pero cuando llegamos a la puerta del salón y le dije ¡entra, gato!, me miró con cara de Tas webón, yo al colegio no voy más, y sacó culo de vuelta al jardín. Mientras lo veía irse, pensé en eso que decía Edgar Allan Poe: "Desearía algún día escribir algo tan misterioso como un gato".