miércoles, 26 de diciembre de 2018

Darks es mejor que recibirks

Son las 9 de la noche del 25 de diciembre. Me he pasado las últimas 24 horas encerrado en mi depa, lanzando, comiendo pavo norteño con las manos y viendo Duro de matar. Comprendo que esta vez he llevado mi aversión por la Navidad demasiado lejos. De pronto extraño a los seres humanos. Quiero salir a las calles, quiero ver a gente abrazarse, quiero darle un regalo a alguien, aunque sea para ver qué cara pone. ¿Pero a estas horas... a quién? Pienso en el portero de mi edificio, un chibolo que debe estar ahí abajo, también solo y aburrido. Imagino que ya el resto de vecinos le debe haber llevado pavo horneado en diferentes versiones. Así que yo cojo una de las bolsas de chifles que me mandó mi viejo, agrego también unos olorosos mangos piuranos. Ya estoy por bajar cuando siento que es un regalo muy impersonal, algo le falta. Entonces regreso y me paro frente a mi librero. No sé si mi portero lee. Nunca lo he visto leer. Pero igual me pongo a escoger algo para él. Primero saco los 15 cuentos de humor y amor de Bryce, pero al revisarlo descubro que fue un regalo de mi mami así que lo regreso al librero. Después saco El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince, un libro hermoso sobre la mirada de un hijo a un padre, pero recuerdo que prometí regalárselo a mi papá y desisto. No quiero terminar dándole uno de esos libros que regalo porque ya no me gustan. Quiero darle algo que lo conmueva, un libro que tenga un personaje con el que pueda empatizar. Así que cojo la pila de libros que leí este año y encuentro Crimen y castigo. Lo abro y descubro entre sus páginas los tickets de papel bulky con la cara de José Olaya que me daban en el muelle del Terminal Pesquero de Chorrillos cuando iba a leer al mar. Este es, pienso, este le puede gustar. Meto el libro y la comida en un paquete y bajo las escaleras. Primero le doy los chifles y los mangos que recibe feliz. Luego un apretón de manos que nunca nos habíamos dado. Y finalmente le pregunto ¿Te gusta leer? Sí, me dice. Entonces le extiendo la novela de Dostoievski. A mí me gustó mucho, le cuento, ojalá te guste. Y me voy. Subo a mi bici y pedaleo por toda la Arequipa hasta el Centro de Lima. Hay gente en las calles, compran chocolate caliente y globos frente al Parque de las aguas, se toman fotos junto a los arbolitos navideños de la Plaza de Armas. Y antes de darme cuenta, yo también me hago un selfie junto al arbolito. Descubro que, aunque sea por un momento, me gusta sentir que soy también parte de la raza humana y de sus estúpidos rituales. Compro un chocolate caliente y mientras pedaleo de regreso a casa pienso si mi portero ya habrá abierto la bolsa de chifles o habrá ojeado las primeras páginas del libro. Calculo cuánto tardará en meterse en el pellejo de Rodión Raskólnikov y sentirlo como suyo. Cuánto tardará en escoger a uno de mis vecinos para meterle un hachazo en la cresta ¿Será a la vieja del 3er piso que puso las luces navideñas en noviembre? ¿Será al csmre que me roba el lubricante de la bici cada que lo olvido en el estacionamiento? ¿Será al que nunca recoge la caca de su perro del jardín? Tantas hermosas posibilidades que acabo de sembrar en su corazón. Bien decía mi madre que cuando uno da un regalo, se está regalando algo a sí mismo. Creo que por fin he comprendido la magia de la Navidarks.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Pasear calato

Mi amiga Carmen me inboxea desde Barcelona para decirme ¡Ponte ropa! Acaba de ver el último selfie que he subido a mi instagram. Aparezco calato leyendo Las palabras de Jean-Paul Sartre. Me he permitido ser como una de esas cumbieras intelectuales que logran fusionar el placer de la lectura al flagrante coqueteo virtual. Pero antes de que dejen de leer y se vayan a mirar mi instagram, les adelanto que en realidad no estoy calato. Leer a Sartre calato ya sería un abuso de existencialismo, sobre todo considerando el volumen de mi existencia. Pero sí estoy en boxer porque estoy en mi jato y porque vivo solo. Cualquier misántropo que haya excluido de sus dominios al mundo sabe que la prenda oficial del hogar es el calzoncillo, de preferencia viejo para que no apriete. La ropa es un invento del diablo. Basta mirar a Karl Lagerfeld.

Cuando yo era niño, mi padre se paseaba en sus calzoncillos de bikini blanco por toda la casa. Se paseaba como un gran oso polar delante de mi mamá, de sus hijos y hasta de Mechita y Juanita, las sorprendidas hermanas que nos cocinaban y cuidaban. En defensa suya debo decir que Talara es una ciudad que quema como poto de mototaxista. Por eso además de la calatería mi padre había abierto una heladería que al principio se llamó Chupetes Pierre, luego Chupetes Venecia, luego Tío Rico y al final Cremoladas Yum Yum. Mi amigo Hiro que vio el logo a través de un espejo dijo que mi viejo vendía cremoladas de muy-muy. Pero esa es otra historia.

La chupetería quedaba junto a nuestra casa del parque 5-17, de modo que bastaba cruzar una puerta en el patio para entrar al ronronear de las batidoras y congeladoras, a los frasquitos de vainilla apilados, a las cajas de maní y pasas que coronaban los chupetes, a las cáscaras de tamarindo recién pelado y al adictivo olor que brotaba de una gran pila de bolsas de leche enci listas para ser batidas y congeladas. Mi padre cruzaba ese umbral todo el día y siempre lo hacía en calzoncillos. Recibía a sus 20 o 30 heladeros en calzoncillos, en calzoncillos anotaba el número de helados que habían vendido, en calzoncillos les pagaba, en calzoncillos se acercaba a mi tío Fernando que tostaba manís en una paila o a Segundo que parchaba la llanta de una carreta averiada, en calzoncillos se paraba junto al portón de su chupetería a mirar el barrio, en calzoncillos se comía un chupete, en calzoncillos contaba un chiste y en calzoncillos volvía a casa.

Todos los heladeros (al menos a mí me lo parecía a mis 8 años) lo trataban con cariñoso respeto y le decían ¡hasta mañana, Don Raúl! Tal vez por eso yo crecí convencido de que el respeto era algo que no tenía que ver con la ropa, pues si mi viejo podía conservarlo aun en calzones, entonces era evidente que la corbata y los zapatos no tenían nada que ver. Es un poco extraño porque cuando mi viejo no estaba calato, cuando usaba terno por ejemplo, era muy prolijo y cuidadoso. Siempre llevaba los botones bien puestos, un pañuelo limpio y nunca dejaba que nos fuéramos al colegio con los zapatos sin lustrar.

Cuando a los 13 años dejé de vivir con él para venir a Lima y tuvo que ver cómo yo me dejaba crecer el pelo y usaba jeans viejos y zapatillas cada vez más rotas, se volvió un poco loco. Hasta hace un par de años todavía me llevaba al peluquero cada vez que nos veíamos. "Ya vamos para que te saquen un poco de lana" me decía. Yo accedía más por verlo feliz que por otra cosa. Pero mientras el peluquero me esquilaba pensaba en que todos los intentos que mi viejo hizo para que yo me viera como un tipo decente, nada podían contra esa primera lección que me dio al andar calato por la vida. Yo era un niño de ocho años pero entendí bien el mensaje: Lo primero era estar cómodo con quien tú eras. Tal vez si tú te aceptabas el resto te imitaría. Y el respeto era algo que duraba más si se construía con la forma en la que tratabas a los demás y con el empeño que le ponías a tus helados que con pantalones y corbatas.

Leía ayer en el Diario de un libertino de Rubem Fonseca que la única respuesta inteligente a ¿por qué te hiciste escritor? es la de un tal Montalbán que dijo: "me hice escritor para volverme alto y bonito". O como decía Cesar Calvo: "Se escribe un poema... para poder comer con la mano en los salones si nos viene en gana". Mi viejo preparaba los mejores chupetes de Talara para poder andar por la vida en calzoncillos. Y yo me hice escritor para poder tomarme selfies calato con un libro de Sartre en la mano como una adolescente cachera y ponerme a escribir cuatro horas de pura pichulada para justificarlo. Como quien mata la tarde, así por joder.

Salud, viejo.
Escribir es mi pasearme en calzoncillos por el mundo.


martes, 11 de diciembre de 2018

lunes, 10 de diciembre de 2018

Rick and Tolstói

Han empezado mis vacaciones y las tardes se me van entre una novela de Tolstói y la última temporada de Rick and Morty. Salto de una ficción a otra como quien unta mantequilla por un lado del pan y mermelada por el otro. Me sorprende que a mi cerebro tan ahumado por el canabis y los exámenes de mis alumnos no le cueste aceptar la verosimilitud de tramas tan disparejas. Resurrección, la última novela que León -peleador sin ley- Tolstoi publicaría en vida, vio la luz en el Imperio Ruso hace 120 años. La tercera temporada de Rick and Morty la subieron a Netflix hace unas semanas. Resurreción cuenta la vida del Príncipe Dmitri Ivánovich Nejliúdov que un día, al participar de un juicio como jurado, descubre entre las acusadas de homicidio a su primer amor, Ekaterina Máslova, con la que alguna vez tuvo un choque y fuga y a la que luego abandonó a su suerte. Nejliúdov comprende inmediatamente que toda la catástrofe de la vida de Máslova ha sido culpa suya y decide reparar el daño hecho. En la serie animada, el científico Rick Sanchez se convierte a sí mismo en un pepinillo encurtido para evitar ir a terapia con Morty y el resto de la familia. Lo logra pero cae a un desagüe y tiene que lamerle el cerebro a una cucaracha voladora para poder desplazarse ya que como es un pepinillo, no tiene extremidades. Al rato ya se ha convertido en una rata biónica que se infiltra en una agencia de seguridad del estado y con la ayuda de un prisionero de guerra llamado Jaguar, aniquilan a todos los agentes y escapan. Es el mejor capítulo de la temporada. Sobre la novela de Tolstói no podría decir si es la mejor porque Ana Karenina y La muerte de Ivan Ilich y La sonata a Kreutzer también me dejaron locazo. Diré lo mismo que en Kill Bill decían de los sables de Hattori Hanzo: "Si vas a comparar una novela de Tolstói con otra, tienes que compararla con todas las otras novelas que no hayan sido escritas por León Tolstói". De todas formas, empecé a escribir esto porque estoy maravillado con la predisposición de nuestros cerebros a aceptar la ficción. No importa qué tan absurda sea, si las leyes de la arquitrama o antitrama propuestas están bien construidas aceptamos la matrix. Escribo también porque hace tiempo que no lo hacía y cuando tengo mucho tiempo libre me pongo a hacer huevadas. Por ejemplo, he llenado la puerta de mi baño de stickers de memes, por ambos lados. Mi amigo Gonzalo vino y se horrorizó. Dijo que no puedo ver una pared vacía porque ya quiero ponerle un póster o un sticker. Por ejemplo creo que ahora voy a poner dos pósters grandazos en mi cuarto. Uno de Lev Tolstói y otro de Rick Sanchez, para recordarme a lo que me dedico. Para recordarme que no importa si inventamos a un príncipe ruso que busca la redención de su alma o a un Pickle Rick con cuerpo de rata mutante que no quiere ir a terapia. Si un escritor consigue que alguien siga su historia hasta el final ya tiene un razón para escribir.