viernes, 30 de noviembre de 2012

Vamos a recoger un premio

Hace 18 años, cuando vine con mi familia a vivir a Lima, alquilábamos un departamentito en la Avenida Córpac de San Isidro. Mi mamá trabajaba cerca, en la torre de PetroPerú, uno de los edificios más altos que por aquel entonces se alzaban en Lima. Como hacía poco, los terrucos habían puesto una bomba por ahí, las ventanas se habían hecho añicos dejando pasar al invierno; y por tanto, mi mamá, que siempre ha sido un bichito de sol como las iguanas, moría de frío como Jack al final de El resplandor.

Por las tardes, camino a mis clases de inglés básico en el Británico de la avenida Arequipa, yo pasaba por el edificio de PetroPerú y miraba hacia arriba buscando a mamá. Tenía 14 años y Lima me parecía enorme. Cruzaba el puente de la Vía Expresa como si ante mí se abriese el Mar Rojo. Recuerdo que por ahí cerca, donde ahora hay un Interbank, había una librería Minerva donde compré "La casa de cartón" (me la habían pedido en el colegio). Recuerdo también que me senté a leerla en unas gradas junto a la librería y supe entonces que las novelas sobre Lima serían las guías turísticas que me ayudarían a conocer mi nueva ciudad: "Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar debajo".

Con el tiempo mi mamá volvió al sol de Piura. Yo me quedé en Lima, ingresé a la universidad y, de tanto leer, un día también empecé a escribir. A veces todavía paso con mi bicicleta por San Isidro y, mientras pedaleo, recuerdo los viejos tiempos cuando iba al Británico y a las clases de piano y cuando volví descalzo a casa porque un choro me había robado las zapatillas.

Este martes vuelve a Lima mi mamá y juntos iremos nuevamente al edificio de PetroPerú. Vamos a recoger un premio. Dicen que el trofeo es una pluma dorada como la del Grifo. Lima es el Grifo y nosotros hemos conseguido arrancarle su bella pluma. Ya no es mi mamá la muchacha friolenta de San Isidro ni soy yo el tímido colegial que no conocía los malecones de esta ciudad. Hemos crecido. Y sin embargo, algo queda de ellos en nosotros. Algo de aquel niño entrará el martes por esa puerta y presiento que también así lo siente mamá, pues ha invitado a una amiga que por aquel entonces trabajaba con ella en ese frío edificio sin ventanas.

Canta Sabina que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y por si te pones necio, la negra Mercedes te lo vuelve a advertir con su voz de tibio pan: "uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida / y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas" Pero a pesar de que tengo más fe en las canciones que en muchas otras cosas, no creo que este sea el caso pues las cosas queridas, como mi madre, todavía están -gracias a Dios- junto a mí. Y creo que, mientras siga teniendo dentro aquel niño un poco extraviado, también seguirán aquí las ganas de escribir.


lunes, 19 de noviembre de 2012

viernes, 26 de octubre de 2012

martes, 23 de octubre de 2012

miércoles, 10 de octubre de 2012

Fuego

Cuando tenía 14 años mi mamá me llevaba a Librored. Ahora ya no existe Librored pero, por si se quieren ubicar, quedaba al lado del Bembos de la avenida Primavera. Era como una biblioteca de viejo donde alquilabas libros y revistas. ¿Pueden creerlo? Ahora ya cerró hasta el Blockbuster que estaba en la otra cuadra. Si ya no alquilan ni videos ¿cómo esperar que alguien se ponga a alquilar libros? En todo caso, les digo que era un lugar encantador, casi tanto como la nieta del bibliotecario que a veces rondaba por ahí. Con 14 años fui con mi vieja y alquilé "Un mundo para Julius"; y más adelante, (tratando de impresionar a la nieta) "La máquina de follar" de Bukowski. Ambos libros cumplieron roles muy importantes en mi vida. El primero, porque yo acababa de llegar a Lima, y la novela de Bryce hizo que conociera la ciudad real al mismo tiempo que la ciudad literaria, de tal modo que ambas acabaron por confundírseme y ahora ya no sé distinguirlas, lo cual resulta francamente maravilloso. El de Bukowski fue importante porque comprendí que la literatura no tenía por qué llevar a cuestas la bandera de la moral y que si uno tenía algo que contar, podía hacerlo como le diese su puta gana.

Contaba esto porque descubro ahora que mi mamá siempre me acercó a los libros, y tal vez eso explique que, ahora que mis hermanos pequeños, Ale y Bryan, tienen la edad que yo tenía entonces, yo le devuelva el favor y los rellene de libros y cómics cada vez que voy a visitarlos a Piura. Primero les mandé una colección de cuentos de Ribeyro y otra de historias de terror como Drácula, Frankenstein y La caída de la casa Usher de Poe. Incluí además mi colección de cómics de Batman para Bryan y “Momo” de Michel Ende para Ale. La segunda vez les llevé dos novelas gráficas: Persépolis y El eternauta. En mi última visita les he llevado una colección de cuentos de Bryce y una edición ilustrada de La metamorfosis de Kafka.

Mis hermanos y mi mamá reciben los libros con cariño. Los leen y cada vez que vuelvo los veo privilegiadamente ubicados en el centro de mesa de la sala donde otras familias colocan jarrones o cestos con frutas de plástico. Eso me alegra mucho, sin embargo, la última vez, esta visión me ha puesto paranoico. He descubierto, un poco horrorizado, que la forma en que yo acerco libros a mis hermanos no es natural como la que tuvo mi mamá conmigo cuando me llevaba a Librored. Lo mío es casi un bombardeo literario. Siembro libros como minas, esperando que en algún momento mis hermanos las pisen y algo estalle dentro de ellos ¿Qué espero, sin embargo? Eso es lo peor, lo terrible. Sin darme cuenta espero contagiarlos de esta enfermedad incurable llamada ficción.

Pretendiendo mostrarles el hermoso fuego al que mi madre me acercó, los empujo implacablemente hacia el incendio. Un incendio en el que yo me consumo todos los días y que ha hecho de mí este quebradizo hombre de carbón al que ya solo le quedan historias. Yo ya no soy parte de la sociedad. Me preocupa más escoger el libro que llevaré al salir de casa que la ropa que traigo puesta o el lugar al que me dirijo. Si me hablas por más de cinco minutos probablemente ponga tu voz en mute y le monte un diálogo de Salinger. Vivo dentro del campo minado y la gente corre el riesgo de volar en pedazos cuando se me acerca. He cambiado un trabajo estable por tiempo libre para escribir; y si alguna vez, una moneda dorada llega a caer en mis bolsillos corro como un yonqui a cambiarla por más de estas cajas de papel que voy apilando a mi alrededor como una de esas ancianas a la que ya solo le quedan jaulas y el canto de sus pájaros.

¿Deseo yo esto para mis hermanos? Claro que no. Quisiera que lean, pero que luego salgan a jugar. Bryan tiene una bonita raqueta de tenis y me gustaría verlo cuando la hace surcar el aire en busca de la esfera amarilla. Ale toma lindas fotos. Está en la universidad. Pronto ambos tendrán que salir al mundo y enfrentársele. Entonces me gustaría que lleven los libros que les regalé, pero que los carguen bajo el brazo; y no como hago yo, que los uso de escudo, de capa, de cobertor, de impermeable. Espero que el fuego de la ficción los cobije y los deslumbre pero que nunca los abrace candemente como a mí. Que ninguno de los libros que les dejé sea aquella peligrosa mina que haga estallar sus corazones y que nunca comprendan que no hay lugar más terriblemente acogedor que la literatura, pues esto es lo que la hace tan peligrosa para la vida.


HEY JOE

Mi edificio está salvaguardado por una familia de guachimanes. Está el papá guachimán, la mamá guachimán y los wachimancitos. Viven todos en el noveno piso y se turnan para cuidar la portería. Por las mañanas está el papá, al mediodía se queda el hijo, por la tarde está la hija, en la noche la vieja, y por las madrugadas el sobrino: un wachiturro con quien he trabado amistad. Le he apodado "HEY JOE" porque siempre anda escuchando canciones de esas que si no sabes la letra puedes cantarlas levantando los brazos y diciendo "HEY JOE". Anteayer le bajé un pan con huevo y una taza de café. Al subir a devolverme la taza vacía entró a mi cuarto. "Asu, cuántos libros" dijo. Le pregunté si quería que le prestase alguno. Me dijo que sí y le di "Por un caraxo", las aventuras del Caraxo Man. Hoy ha venido a devolvérmelo diciéndome que estaba muy bueno. Me ha pedido otro. He decidido subirle el level y le he prestado el compilatorio de las columnas de "Caín y Abel" de Rafo León que también es un cague de la risa. -Este ya no tiene dibujitos- le advierto. También se ha llevado una manzana y un pan. De pronto he recordado una frase que solía decir mi amigo Fer cuando alguien me invitaba a su casa a comer "no lo alimentes porque va a volver". Era algo que me daba mucha risa pero ahora presiento que es una frase cierta. Solo espero que si mi pata HEY JOE vuelve, lo haga tanto por los libros como por el pan; y que tal vez en un par de semanas, cuando se agote la sección de cómics, se lleve también algo de Capote, de Bradbury, quién sabe si hasta de pronto un día llego a la portería y lo encuentro wachiturreando un cuento de Maupassant.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Pirú

Hay un polvoriento rincón de mi departamento destinado a las cosas que ya no uso pero que tampoco me atrevo a tirar. Están allí, por ejemplo, mi primera guitarra -aquella en la que aprendí a tocar Patience- rota y sin cuerdas; un teclado al que se le han caído los bemoles; polos que ya no uso; zapatillas destruidas; una vieja colcha; y debajo de todo eso: un enorme televisor SONY que me dejó mi vieja -hace quince años- cuando me quedé solo en Lima. El televisor, a diferencia del resto de cosas, funciona perfectamente. Está allí porque aborrezco la televisión nacional hasta el límite de las náuseas y porque si me pusiera cable, me engancharía tanto con los Simpsons que nunca escribiría ni leería nada. Aquel rincón, sin embargo, no es el lugar permanente de mi tv. Su ciclo de vida es parecido al que, en otras casas, tiene el árbol de navidad. Me refiero a que, en un momento del año, aparto la guitarra, el teclado, la colcha, y lo saco de su oscuro rincón para llevarlo hasta mi habitación. Allí lo enchufo y escucho cómo se despliega la telaraña eléctrica de su pantalla. ¿Cuál es ese momento? Pues nada menos que cuando juega la selección nacional de fútbol. La pregunta cae de madura: ¿Por qué, Pierre? ¿Por qué?

Antes de responderla, quisiera –para agregarle dramatismo a la historia- hacer un listado de los agravantes de este acto. Primero que nada, piensen en cómo eran los televisores hace 20 años. Aquel armatoste tiene el grosor de una refrigeradora. Para cargarlo y transportarlo hasta mi cuarto, tengo que hacer uso de músculos que no sabía que tenía. Además, mientras lo sostengo entre mis brazos como si fuese un manatí dormido, debo caminar de espaldas y encorvado, e ir empujando puertas con el culo. Me choco con la bici, me enredo en el enchufe, hasta que llego y completamente exhausto lo dejo caer sobre mi mesa de noche. Una vez instalado aquel extraño objeto en mi habitación, suelta un karma que genera recelo. Mis libros parecen preguntarse ¿para qué carajo lo has traído? ¿Qué va a pasar? Y entonces pasa. Lo prendo. Y durante noventa minutos veo como nos rellenan de goles y nos mandan a patadas al fondo de la tabla. A veces jugamos bien pero entonces es peor, pues la esperanza se convierte en un espumante vaso de cerveza que tratamos de cargar sin derramar pero que cuando por fin nos lo llevamos a la boca, resbala de nuestros dedos. Es un acto de masoquismo extremo. Tal vez por eso comprendo (y hasta celebro un poco) a aquellos amigos que han optado por no ver más partidos de la selección y aprovechan esta hora y media para dar un paseo en bici, leer un libro o ir al parque con sus hijos. Yo, sin embargo, no puedo. Yo tengo que prender la tele. Lo que nos trae, nuevamente a la pregunta: ¿Por qué?

La respuesta se remonta nueve años atrás. Corría el 2003 y yo había llegado con una mochila y el cabello largo a un país llamado Brasil. Después de unos meses de miseria en los que las sopas ramen fueron el auspiciador oficial de mi vida, conseguí trabajo en un cibercafé. El dueño era un carioca que estaba loco por el fútbol en un país en el que TODOS están locos por el fútbol. Solo para que se den una idea, el cibercafé se llamaba CYBERGOL y yo mismo diseñé el logo siguiendo sus instrucciones: una computadora humanoide vestida con la camiseta del Brasil que daba de pataditas a un balón. El local de Ipanema (yo trabajaba en el de Copacabana en la Rua Rodolfo Dantas) estaba lleno de banderitas y camisetas de diferentes clubes y países del mundo. Mi jefe, Alex, era un buen tipo y su esposa Creusa, una mujer encantadora. Una tarde de domingo me llevaron a conocer el Maracanã: el estadio de Rio de Janeiro que alguna vez fuera o mais grande do mundo. Estaban tan emocionados como un limeño llevando a un extranjero a comerse un ceviche. Y tenían porqué. Era un estadio impresionante. Alguna vez había recibido a doscientas mil personas. Y para colmo, aquella tarde se jugaba el clásico Flamengo vs Fluminense. Ellos torcían por el Flamengo y ganó el Flamengo. Al salir ya era de noche y me llevaron a comer unos churrascos y beber umas cervejas.

Pese a que nuestra amistad era sincera y agradables tardes como esta eran frecuentes, también se tejía entre nosotros, una suerte de competencia por nuestros países. Casi siempre era como una joda, sobre todo porque yo no soy un tipo que crea demasiado en las banderas. Pero era difícil no caer en el juego cuando por ejemplo, Alex decía una tarde, que el Cristo del Corcovado era una obra superior a Machu Picchu. Aquella vez no le arranqué la cabeza de milagro. Me gasté la lengua diciéndole que si al Cristo del Corcovado le caía una bomba, podían construir otro en un par de meses, mientras que los arqueólogos aún seguían discutiendo sobre cómo carajo los Incas habían hecho para mover las inmensas piedras de Machu Picchu. Pero ya no era cuestión de argumentos, era cuestión de ganar y ninguno daba su brazo a torcer. Alex me preguntaba por las playas de Perú, sabiendo el muy cabronazo que las de Brasil eran mucho más lindas. Y yo quería hablarle de la poesía peruana y del ceviche ¿pero cómo lo hacía sin los libros y sin los limones? Sin embargo, el punto culminante de esta lucha se dio un domingo. El 16 de noviembre del 2003. La selección peruana de fútbol se enfrentaría a la de Brasil por las eliminatorias para el mundial de Alemania 2006.

Alex tenía un bonito recuerdo del fútbol peruano y siempre me hablaba con cariño y admiración del Cholo Sotil. Pero creo que en el fondo se permitía esos halagos, pues hablaban del pasado; y reconocer a nuestros viejos héroes no mellaba la imagen de su selección –despiadadamente superior-, sino que más bien lo dejaban como el General que después de arrasar con otro ejército, perdona a los heridos y honra a sus enemigos muertos. Dudo un poco que de haber sido yo uruguayo, me hubiese hablado con el mismo cariño y admiración de Obdulio Varela y del Maracanazo del 50 que puso a llorar al Brasil entero.

Días antes del partido empezaron las indirectas. Yo no era el único peruano del cibercafé, así que formamos un frente unido. Sabíamos que el domingo nos iban a reventar (por aquel entonces conformaban la delantera de Brasil: Kaká, Rivaldo y Ronaldo ¿qué podíamos esperar?); pero igual decidimos caer con la frente en alto. Aquello por supuesto, encandiló a Alex, que no paraba de joder con que el domingo era el día, que el domingo nos iban a golear, que nos iban a machucar, que nos iban a arrollar. Pero viendo que nosotros recibíamos sus provocaciones estoicamente cuando lo que él quería era un circo romano, tomó medidas radicales. Un día se apareció en el cibercafé con un televisor, lo colocó sobre la barra y anunció que el domingo veríamos juntos el partido. Y un día antes, cuando nada parecía ser peor, tuvo otra idea despiadada. En Brasil, el pavo, aquel bicho que nosotros comemos en las navidades, se llama “pirú”. Ya pueden imaginarse el resto. Dijo que iba a mandar a hornear un pirú porque el domingo “tudo Brasil iba comer o Perú”. Yo me reí. Creí que se trataba de una broma. Pero llegó el domingo y de pronto, Alex entró al Cybergol con un enorme pavo horneado que ostentaba sobre el dorado buche una pequeña banderita peruana. Puta que o pariu.

Podíamos permitir la derrota, pero nunca la humillación. Sin embargo, no teníamos a donde ir. Para colmo, el Cybergol no era un simple local de cabinas de internet, sino que debido a los campeonatos de ajedrez que organizábamos y a la cantidad de turistas que andaban por Copacabana, se había convertido en una especie de club donde amigos de diferentes partes del mundo nos encontrábamos. Tal y como estaban las cosas, aquella noche de domingo, no solo los brasileros nos verían caer sino que un representante de cada rincón del planeta despellejaría y mordería un pedazo de mi país.

El partido se jugaba en Lima, es cierto, pero nosotros allá en Río de Janeiro, nos sentíamos visitantes. Apiñados detrás del mostrador y con el olor del pavo horneado que llegaba hasta nosotros, rogamos que al menos la derrota no fuera por goleada. Pero no habían pasado ni veinte minutos del primer tiempo cuando Galliquio tumba a Rivaldo en el área peruana y el árbitro cobra penal. Rivaldo detenido a doce pasos de Ibañez. Cuatro peruanos en Río de Janeiro teníamos el corazón hecho un nudo. Rivaldo le mete un zurdazo y la manda al fondo del arco. Gol de Brasil. Alex grita emocionado y corre a levantar sobre su cabeza la fuente con el pirú horneado. Todos los cariocas celebran y se relamen como gatos. Yo volteo hacia Gonzalo y le digo: Si gana Brasil me voy a robar el pavo. Me lo robo y corro con él hasta la playa. Entonces lo lanzo al mar. Tú tienes que evitar que me agarren. Son solo dos cuadras. Creo que puedo lograrlo.

Gonzalo opina que es una idea muy loca, pero yo estoy convencido de que debo hacerlo. Llevo seis meses en Río de Janeiro y he tenido que aguantar de todo. Nadie habla mi idioma. Nadie canta mis canciones, nadie sabe quién es Chabuca ni quién es Ribeyro. Son cosas que al fin y al cabo puedo aguantar, con algo de tristeza; pero lo que no puedo permitir es que conviertan a mi país en un pájaro horneado que se van a devorar.

Empezamos el segundo tiempo perdiendo por un gol. Los ánimos peruanos están caídos y los brasileros quieren más. Pero entonces sucede lo inexplicable. Perú ataca. Salas, que acaba de entrar por Hidalgo, mete un centro al área y el Ñol aparece volando entre dos defensas brasileros y de un cabezazo clava el balón en el arco de Dida. Gol peruano. Empate a los doce minutos del segundo tiempo. Salto por encima del mostrador y grito enloquecido como un chango por todo el cibercafé. La gente en sus cabinas no comprende qué pasa. ¡Perú empató carajo! Pero nadie sabe qué es Perú. Estoy a punto de ponerme a bailar con el pavo. Calma dice Alex. Ahorita Brasil vuelve al ataque. Faltan aún 33 minutos, más lo que de el árbitro. Digamos unos 36 minutos. Lo mismo que duran 12 rounds de box. Así los sentimos. Pero nada. Brasil ataca y ataca pero nunca llega a clavarla y el partido acaba 1 a 1.

Sobra decir que igual nos comimos el pavo de Alex e hicimos una fiesta peruano-carioca, pero entonces aquel pirú horneado ya no representaba a nuestro país. El Perú era otra cosa. Algo mucho más grande. Así que también nosotros, los peruanos, nos servimos una tajada.

Aquellas eliminatorias terminamos como siempre al fondo de la tabla y Brasil la encabezó junto con Argentina. Pero ese no es el punto de esta historia. En el 2006, un amigo carioca que había estado la noche del pavo, vino a visitarme y pasó una temporada en mi casa. Vimos juntos el mundial de Alemania por el que aquel lejano domingo nos disputábamos. Cuando apenas en Cuartos de Final, Francia echó a Brasil del campeonato, mi amigo lloró como si una bomba acabase de caer sobre el Cristo del Corcovado. Pude haberlo masacrado cachosamente como una venganza tardía, pero en cambio le alcancé una cerveza helada.

Tuve un profesor que me explicó que los humanos tenemos una memoria que arrastramos desde la época de las cavernas. Es por eso, por ejemplo, que nos asustamos con los ruidos fuertes o que nos sentimos más cómodos cuando nos sentamos de espaldas a la pared. Es porque en alguna época los ruidos fuertes eran señal de que una bestia peligrosa se acercaba, y recostarse contra las paredes de la cueva era una opción más segura que estar de espaldas a la entrada.

Yo creo que algo parecido me sucede ahora. Creo que aquel domingo en Río de Janeiro, la esperanza quedó indeleblemente grabada en mí y a pesar de todo el tiempo que pasó y todos los partidos en que nos vi caer desastrosamente, ya no puedo ver jugar a Perú, sin creer que es posible la victoria.

Y aún cuando a veces logro darme cuenta de que la derrota es inevitable y de que tenemos una selección malísima, todavía tengo la eufórica sensación de que a último minuto puedo robarme un pavo y salir corriendo por las calles rumbo al mar.



sábado, 8 de septiembre de 2012

hallazgos

Esta mañana, montando bici por Arenales, veo regada al borde de la pista una constelación de monedas de 0.50 céntimos. Estoy tan misio que los breves destellos del metal sobre la oscura brea me parecen el firmamento más bonito que he visto desde Van Gogh. Me bajo de la bici y me pongo a recogerlas. Suman S/.7.50 Cantidad nada despreciable. Pero ahí no acaba. Al levantar la vista me doy cuenta de que estoy cerquísima, realmente muy cerca, de la esquina donde hace algún tiempo Kara y yo encontramos S/.40 soles en monedas de S/.5, también tiradas al borde de la pista y TAMBIÉN en Arenales. Inmediatamente mi cerebro me dice: QUIETO LOCO, ES SOLO UNA COINCIDENCIA, asi que voy y compro un chocolate para K y se lo doy en la puerta de su trabajo. Pero me quedo pensando, pensando con esa parte del cerebro que no piensa sino que sueña, y me digo que a lo mejor a la cornucopia dorada se le ha hecho un agujero en el rabo y por ahí se está escapando la riqueza: en plena avenida Arenales. He soñado también que al cacho de oro, le sucederá igual que a los polos viejos, que comienzan con un hueco y luego terminan convertidos en coladeras. Mientras sigo pedaleando, imagino géiseres de monedas manando de todas las avenidas de la ciudad y espero que toda la gente que entre risas extiende sus manos para recibir el caudal plateado, tenga alguien a quien llevarle un chocolate.

piernas

Extraño personaje al que hoy le lustraban los zapatos en el puestito de la ciclovía, frente a Risso. Siempre he querido hacerme lustrar los zapatos allí. Nunca lo he hecho porque no uso zapatos, pero debe ser bacán sentarse un rato a oler el betún mientras todos corren apurados por la avenida Arequipa. Es un poco a lo watching the wheels de Lennon, ¿sabes? people say I’m crazy. Pero bueno, lo que contaba es que este señor, se había remangado todo el pantalón, incluso más de lo que era necesario para que no le mancharan las bastas. Se lo había subido hasta las rodillas y exhibía sus piernas flacas, lechosas y peludas a los cientos de transeúntes que, a las once de la mañana, transitábamos por allí. Eran tan extraña la imagen que, por un momento, la paranoia me dijo: aquel hombre no va allí a lustrarse los zapatos, va porque le gusta mostrar sus piernas a la gente. Autagonistofilia. ¿Será? me pregunté. Pero no. Su expresión detrás del periódico que leía, era la de un hombre relajado. ¿Por qué entonces exhibía gratuitamente aquellas piernas que parecían no haber visitado nunca una playa? Precisamente por eso. Porque no hay nada más natural para un hombre despreocupado, que su propio cuerpo. Los hombres somos feos y esa fealdad nos libera. Vemos crecer musgoso pelo sobre nuestra piel como si fuésemos húmedas rocas. Nos desteñimos junto a nuestros bluejeans y, con los años, el océano abdominal se nos desborda implacable sobre el débil dique de cuero. Alguna vez hemos cuidado de él. La maldita adolescencia. Lo perfumábamos y le comprábamos camisas. Hacíamos ejercicio. Nos echábamos acondicionador y ensayábamos nuevos cortes de cabello. Tarde hemos descubierto que son armas débiles en la caza de una pareja donde la única belleza loable es la del caimán que se lanza decidido sobre la cebra. No es así para las mujeres. Sus bellísimos cuerpos son como anclas. Nunca podrán desnudar una parte de él sin hacer de ello una ceremonia maravillosa. Aún en la soledad, su propia vanidad las hace prisioneras. Y no hablo por supuesto solo de chicas de portada sino de todas, pues en las mujeres, hasta los defectos surgen armónicamente como floreadas enredaderas o estanques de sapitos en los postigos de una casa. Los actos de libertad en una mujer, salvo el de concebir, difícilmente estarán ligados a su cuerpo; pues nadie puede armar una revolución desde un hermoso castillo. Los hombres, en cambio, al ser tan feos, llevamos los nuestros casi sin notarlos; y si un día de calor nos quitamos la camisa, es un acto que pasa desapercibido como la visión de un gato lamiéndose el lomo. Aquel hombre que hoy se había remangado el pantalón para que le lustraran los zapatos, jamás sospechará que sus velludas piernas eran una imagen que llamaba más la atención que los ficus o los tachos de basura. Y si un día leyera este texto, diría: vamos, son solo piernas. Me sirven para caminar.

cronopios

jeans

Inusual complicidad la que me une al sastre del mercadito de Pueblo Libre. Ve que me acerco a su puesto y sonríe resignado. Le traigo, como todos los meses, una bolsa llena de jeans rotos. Son los mismos jeans que le llevé el mes pasado. Tienen nuevos huecos y tajos. Los extiendo sobre su mostrador y los miramos en silencio. Están tan deshechos que parecen la cara de Danny Trejo o algo que ha usado Alien para limpiarse la baba. Cualquier otro sastre me echaría de su puesto a patadas al ver esos fardos funerarios. Pensarían que los estoy jodiendo, se darían por vencidos o asumirían que, aún consiguiendo rezurcirlos, nadie se atrevería a salir con esos harapos a la calle. Yo sí. Aunque los uso solo porque mis padres viven en otra ciudad. Si supieran que tengo algo así en mi ropero, morirían de un infarto. Luego resucitarían como zombis para llevarme a rastras a un centro comercial. Yo no quiero jeans nuevos. A fuerza de usar estos por largos años, han adquirido por dentro la suave textura de las sábanas viejas. Sus etiquetas se han desteñido extraviando la marca, lo cual me parece justo ya que si su diseñador los viera tal como lucen ahora, los negaría tres veces. Mi sastre los revisa detenida y cuidadosamente, tal como haría un restaurador de mantos Paracas. Finalmente me dice que el presupuesto asciende a veinticinco soles por los tres jeans. Los pago gustoso pues sé que al devolvérmelos, no solo estarán listos para resistir otra jornada, sino que permanecerá intacta su leyenda, luciendo tan viejos como antes, sintiéndose tan cómodos como siempre y listos para infartar a mis padres.

bichos

la pequeña cucaracha cafeinómana que encuentro junto al tubito de nescafé. al verme, huye como un bólido y yo la dejo huir. sé que tiene los días contados y que además le espera una muerte terrible. hartarse de café es solo un consuelo momentáneo y, por tanto,se lo permito. todas sus hermanas han perecido ya en las redes de las tres arañas que habitan mi baño. ahora son inmóviles capullos que esperan ser succionados como manguillos. mi solidaridad para con la cucaracha es solo literaria. mi empatía con las arañas es mayor. sentado en las locetas del baño las he visto enrollar bichos que les doblaban el tamaño. al principio solo había una araña y era pequeña, tímida. su telaraña estaba escondida bajo el lavatorio. ahora son tres y están tan grandes como pavarotti, carreras y domingo. extienden sus redes en lugares visibles y a veces hay que tocarles la puerta si uno quiere entrar a mear. en -las leyes de la atracción- easton ellis habla de una chica que lo deja porque ha encontrado en su baño "una araña del tamaño de Norman Mailer". es una de las únicas frases subrayadas del libro y por eso la recordé anteayer cuando K vio las arañas. no ha dicho que vaya a dejarme pero aún así creo que debería limpiar un poco la casa. esta noche sin embargo lo que hago es dejar nuevamente el tubito de café abierto. la cucaracha volverá por él. y luego las arañas por ella.

miércoles, 27 de junio de 2012

No man is an island

La primera vez que escuché la frase “Ningún hombre es una isla” fue en la película About a boy, que está inspirada (al igual que High Fidelity ) en un libro de Nick Hornby. Nada más comenzar la película, Will, un tipo solitario al que parece no faltarle nada salvo problemas -y que, gracias a las regalías de una canción navideña que su padre compuso, puede olvidarse del trabajo y dividir así su día en: tomar baños de tina, jugar al pool, arreglarse el cabello y ver calatas en internet- cita la frase, refiriéndose a ella como algo que dijo Bon Jovi; y aunque, efectivamente, Jon Bon Jovi comienza su canción “Santa Fe” con esa línea, el músico también la está citando, pues es un verso del siglo XVI escrito por un poeta metafísico inglés llamado John Donne. 

Recordé esa escena hoy al leer la noticia sobre la muerte del Solitario George, una tortuga gigante de las Islas Galápagos que con más de cien años era la última de su especie y que acaba de morir de un paro cardíaco cuando iba camino a su fuente de agua. Me extrañó un poco la ilación de mis ideas, pero parece ser que la mente humana está guiada por el mismo azar que rige nuestra vida y por tanto, pensamientos tan disímiles como un verso metafísico y una tortuga gigante, pueden cruzarse en la esquina de una de nuestras neuronas sin que medie mayor explicación que el mismo azar que nos hace encontrar una moneda noruega en una calle de Lima, o conocer a la mujer con la que pasearemos el resto de la vida porque ella googleó la palabra “hormigas”. 

Poco rato después, he visto que un amigo ha posteado en su muro una canción de una banda española llamada “Vetusta Morla”, nombre que hace referencia a la tortuga gigante que habita los pantanos de la tristeza, aquel terrible lugar en el que Atreyu ve morir a su caballo Artax en “La historia sin fin”. Y finalmente, en el muro de otro amigo, he visto una foto de una isla prefabricada que puedes comprar por 6.5 millones de dólares para ponerla en el océano que te la gana y quedarte a vivir allí. 

Todo esto sobre islas y tortugas. 

Ahora voy a retroceder un poco. Recuerdo que cuando era niño lo que más quería era conocer las Islas Galápagos. En casa teníamos una enciclopedia de países del mundo y ahí vi fotos de las tortugas gigantes. Probablemente mi obsesión se debía también al hecho de que andaba muy pegado leyendo “Viaje al centro de la tierra” y, lo mismo que ahora quiero ir a conocer París por Rayuela, en aquel entonces la idea un lugar donde todavía podía encontrar seres prehistóricos en su hábitat natural y jugar a ser el profesor Lidenbrock o su sobrino Axel (Te adoro, mi pequeña Graüben), me ponía a delirar. 

Pese a que por aquél entonces yo vivía con mis papás en Talara y el Ecuador estaba muy cerca, incluso más cerca que Lima, que fue el lugar al que finalmente vinimos a dar, nunca fuimos a las islas Galápagos. Yo creía haber olvidado aquel viaje pendiente, hasta que hace poco, leyendo un libro de Eduardo Galeano, me enteré que Charles Darwin hizo sus primeras anotaciones sobre la teoría de la evolución en un viaje a las famosas islas ecuatorianas. Aquel dato reavivó mi viejo recuerdo, y aunque es verdad que ahora, después de haber leído otros libros, el mapa de mis viajes soñados se ha esparcido con más voracidad hacia otros rincones del planeta, todavía me pregunto qué dibujos y anotaciones hubiese hecho en mi libreta, de haber ido a las Galápagos cuando era niño. 

La muerte del Solitario George, por supuesto, ha intensificado aquella interrogante.

De todas formas, si me permiten un poco de honestidad brutal, puedo contarles que no empecé a escribir esta mañana porque estuviese consternado por la muerte de aquella vieja tortuga, ni por esa extraña nostalgia que nace en ti cuando te das cuenta de que hay una parte del planeta que ya nunca podrás conocer. Empecé a escribir porque eso es lo que hago, y aún cuando no sepa hacia donde se dirige lo que cuento, tengo que seguir apretando las teclas. A veces escribir también es un poco como estar solo en una isla y ponerte a lanzar botellas esperando que una encuentre a alguien. 

Al borde del final de mi historia, de pronto intuyo con algo de miedo que tal vez el azar, aquella fuerza que guía nuestra vida y mis palabras en esta página, y que yo comprendo como un huracán ingobernable que no sabe hacia donde nos lanza, no sea eso, sino en cambio una marea que nosotros mismos agitamos. Pues quien sabe que a lo mejor, mientras yo aburrido en Río de Janeiro, dibujaba inocentemente aquellas hormigas, ellas ya iban trazando su larga fila hacia tu casa. Y puedo yo negar que me aflija la muerte del Solitario George y negar incluso haber empezado a escribir esto por su causa, pero ¿cuán consciente soy yo de mis propias razones? ¿o acaso no es verdad lo que dice el resto del poema con el que empecé esta página?


Habitante de la Tierra, la muerte
de toda criatura te disminuye, por eso,
cuando alguien muere, no preguntes
por quién doblan las campanas
Doblan por ti




martes, 26 de junio de 2012

delirium tremens



Al hombre que mira un borracho desde la orilla de la cordura, le parece que la realidad de este se ha nublado, cuando la verdad es que la realidad del borracho no se nubla sino que se ondula, permitiéndole entrar como un pez a mareas que le están vedadas en la sobriedad. Cuando un borracho niega su borrachera no es que no se dé cuenta que ha perdido la habilidad de usar eficazmente su sentido del equilibrio y de la mesura, simplemente sucede que le parecen cualidades deleznables dentro del tibio océano de locura que le está dando la bienvenida.

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jueves, 7 de junio de 2012

lunes, 28 de mayo de 2012

lunes, 21 de mayo de 2012

domingo, 20 de mayo de 2012

jueves, 17 de mayo de 2012

miércoles, 16 de mayo de 2012

hulk


La noche en que conocí a Alfredo Bryce



La noche en que conocí a Alfredo Bryce, acababa de volver de un ida y vuelta desde Pueblo Libre hasta Monterrico en mi bicicleta, y al llegar a casa, solo quería quedarme en la cama, leyendo un libro de Truman Capote que me esperaba abierto desde la mañana. El invierno había comenzado en Lima la noche anterior, y la neblina se te metía por todo el cuerpo gritándote: quédate en casa, quédate en casa, cúbrete con una sábana, pon la radio y mete un pan con queso al microondas, pero no te atrevas a salir. Y sin embargo, el dolor de las vértebras y del culo violado por el asiento de la bici, nada podían contra mis ganas de ciudad.


Así que fui hasta aquel bar donde mi amigo Daniel presentaba su segundo libro, y puedo decir tantas cosas de Daniel, como que fue la pareja de promoción de mi primera novia, y además, el protagonista (ella me lo contó) de aquella historia donde un carro gigantesco como Atlas te chancaba el pie, Daniel, y tú no decías nada, solo porque la chica que te gustaba te estaba mirando, tan Bryce aquella historia carajo, el viejo de la huevona te estaba chancando el pie con su maldita cuatro por cuatro y tú te creías inmortal, porque todos tenemos un poco de inmortal ante ciertas miradas, y todos tenemos un poco de él,  es por eso debo habérmelo encontrado hoy en tu presentación, Daniel, bebiendo una botella de vino en la barra del bar con un señor de barba blanca que además era el papá de la rosa de lima, la puta que los parió.

 Era la primera vez que lo veía y sentí que mi corazón latía como solo lo he oído latir tres veces en mi vida. ¿Qué carajo iba a decirle? Lo miraba y, al verlo, veía dentro suyo a Manongo, a Julius, a Martín y a Pedro tantas veces, y no podía más que pedir otra Stella Artois de once putos soles que había prometido no gastar. Porque no podía beber una vulgar cuzqueña mientras él se servía de aquella bella botella de un vino carísimo. Así que pedí más Stellas Artois y vino Mayte, que tú, Daniel, habías dicho era la mujer más hermosa del mundo, como para dejarse atropellar el pie toda la vida, vino a contarme que Bryce y aquel señor de barba blanca que era el viejo de la rosa de lima, eran amigos de san marcos y estaban esperando a su papá, que parecía haber desaparecido y me dijo: si quieres hablarle te queda poco tiempo porque seguro ya se van ahorita. Pero yo seguía en la barra del bar, gastando mi presupuesto mensual en cervezas surrealistas y viendo como todos se tomaban fotos con él y le pedían autógrafos, hasta que dije, basta carajo, tengo que decirle algo. Así que me acerqué y le dije: Alfredo, quiero hacerte una pregunta. Y él me miró. Dios, y yo no sé cómo pude seguir hablándole así que le dije: hace unos meses leí tu primer libro de cuentos “Huerto Cerrado”, y hay un cuento que se llama “El camino es así” (que iba a ser el título del libro hasta que Julio Ramón Ribeyro te desahuevó y te dijo que basta de fatalidad y que le pusieras Huerto Cerrado) en que un grupo de escolares hacen un viaje en bicicleta hasta Chaclacayo, y yo quiero hacerlo en mi bici y quiero que tú me digas, si es posible hacerlo, si tú lo hiciste y cuánto te demoraste en hacerlo. Y tú Alfredo, me contestaste como a un hermano, sin pensar en el cuento sino en el chico que era yo y que iba a montarse a su bici y me dijiste: en esa época lo hicimos, eran como cuarenta kilómetros, no sé cuánto será ahora pero creo que puedes hacerlo. Y yo te dije: gracias Alfredo y extendí mi Stella Artois de once soles contra tu millonaria copa de vino y quise creer que era como estar estrechándote la mano.

Y me fui. Y no te dije que no te admiraba como te acababa de decir, sino que te quería, mierda te quiero, hijo de puta. ¿Qué hubiera sido de mi vida sin Martín Romaña? Pero te dije salud y no te dije que te quería abrazar. Ni que mi próximo libro, que está todo lleno de cuentos sobre colegiales, está dedicado a Manongo Sterne. Ni que ojalá fuera yo Tyrone Power cantándole Unforgettable a Tere Mancini o Martín Romaña, el hombre que nunca podrá sacar a bailar a una chica sin soñar una vida entera con ella, corriendo, ni que había ido al manicomio a dibujar en las paredes como en tu cuento o que también había sido Julius jugando en la carroza del abuelo. Porque cuando te dije si era posible hacer aquel maldito viaje de cuarenta kilómetros en bicicleta, lo que en realidad estaba preguntándote era si un hombre puede vivir dentro de un cuento tuyo. Si yo puedo cantar para simpre Unforgettable para Tere, para Manongo, ya sabes, si de verdad puedo yo también ser UNFORGETTABLE?

jueves, 10 de mayo de 2012

ese mismo jueves, más tarde

Trágica expedición a Miraflores. Regreso a casa con cuatro libros nuevos, cuando, durante el mismo camino de ida, venía pensando en como he superado mi adicción y en que no compraré más libros hasta acabar los que tengo.  Pero nada más dar la curva de entrada al Parque Kennedy, recuerdo la nueva librería 9.90 que han abierto junto al cine Julieta donde alguna vez vi Martín Hache. Cuadro la bici frente a la puerta y entro a husmear. Pensaba que con ese precio, iba a encontrar ediciones feas de libros viejos, pero no. Después de veinte minutos, salgo de la tienda con una novela de Truman Capote (El arpa de hierba), un libro de cuentos de Antonio Skármeta (que contiene "El ciclista del San Cristóbal", uno de los mejores cuentos que he leído en mi vida), un pequeño poemario cuyo nombre no revelaré, y una edición ilustrada y de tapa dura de Ben Hur. Todo por 44 soles.

Afortunadamente, cuando en mi camino hacia el Pollos Pier (donde planeo almorzar), paso por la librería Inestable, veo que esta está cerrada. Ufff, digo, y entro a comer. Me traen un lomo saltado con una gran brizna de grass al medio de la cúpula de arroz. Algo nunca antes visto.  Después de comer voy a sentarme al pie de la iglesia a leer. Ese era el plan original. Por eso había llevado en la mochila un libro con las obras ilustradas de Edward Gorey, el ilustrador favorito de Shila y que yo nunca he leído. Me lo prestó ayer cuando la ayudé a proyectar una imagen suya sobre un lienzo de cinco metros con el que participará en "La noche en blanco". Estaba tan agradecida que me ha dado carta de entrada libre a su biblioteca. lo cual es genial dada la cantidad de novelas gráficas que tiene.

Mientras estaba en el parque leyendo, vi cuatro personajes memorables. Los dos primeros eran gatos, de esos que siempre se me acercan cuando me quedo ahí leyendo. El tercero era un tipo idéntico a Bruce Willis, pero no a Bruce Willis en Duro de Matar, sino a aquel Bruce Willis que sale en "Mad about you" y que se intenta chapar a Paul cuando Jamie está a punto de dar a luz. Y el cuarto personaje ha sido Leonardo Torres. No alguien parecido a Leonardo Torres, sino el mismo Leonardo Torres que hacía de Carlos en Natacha y de "Lechuga" en Gorrión. Cague de risa su cara. Iba tan contento como el chico de 500 días de verano en la escena musical después de que se folla a Zooey Deschanel, o bueno, a Summer.  Su cara y su caminar eran tan chéveres que daba ganas de ir a preguntarle por qué carajo estaba tan contento. 

Ya luego he tomado mi bici y he emprendido el camino de regreso a casa, no sin antes pasar por el busto de Ribeyro en la avenida Pardo y decirle: hola maestro.




jueves

Esta mañana he terminado de leer "La guerra del fin mundo". Sinceramente no comprendo cómo es que la gente quiere leer "La civilización del espectáculo" cuando no han leído aún las primeras novelas de Mario. Es absurdo y de alguna forma intuyo, que ese es el mejor resumen de ese nuevo libro: la gente busca cultura mediática, de la cual pueda conversar, y no obras de 900 páginas que solo te volverán un poco más loco.

Esta mañana he hecho también otra cosa extraña. He ingresado mi curriculum a la página de Belcorp. Mi amiga Maria Eugenia y mi amiga Karen, que trabajan allí, siempre me mandan excelentes ofertas de empleo pero yo nunca les hago caso porque estoy bien aquí en casa, leyendo libros de 900 páginas y paseando en bicicleta.  Esta vez sin embargo, he enviado mi currículum. No lo hacía desde hace seis años. Lo más terrible ha sido llenar la encuesta. Habían preguntas que, de haber sido escritas con un lenguaje más directo, dirían: ¿estás dispuesto a darle tu culo al cliente?.  Como no tengo nada que perder he dicho que no. Que no estoy dispuesto a darle mi culo al cliente. También les he mandado una foto donde salgo muy contento con árboles atrás de mi cabeza. Así que bueno, quien sabe si llamen.

En otras novedades les contaré -tal vez porque antes hablé de mi miseria y es justo que también les cuente de mi riqueza-, que me pagaron, y ahora les escribo sentado en un cómodo sillón de gerente. Soy el gerente de mi cuartito. No hay nadie a quien mandar pero está bien porque no me gusta mandar.

Como tengo la mañana libre, iré en mi bicicleta a almorzar a la calle Porta en Miraflores.


domingo, 6 de mayo de 2012

Lo que voy a contar, parte de un hecho en apariencia trivial. Algo que he descubierto trabajando, al intentar agregar palabras a una locución hecha apenas dos días atrás: Nuestra voz nunca es la misma. Cambia. No de una edad a otra como creemos, sino constantemente, como un caleidoscopio que nunca proyectará dos veces el mismo laberinto colorido.

Hoy por ejemplo. El cuarto era el mismo, el micrófono estaba sobre la misma pila de dvds de Seinfeld, las ventanas estaban cerradas y apliqué los mismos efectos en el Adobe Audition. Y sin embargo, hay un nuevo hombre hablando. No soy yo. No al menos el de dos días atrás. El espectrograma de sonido me lo confirma. Las ondas de la locución original parecen apacibles colinas. Las de hoy son puntiagudas como aquellos cerros que escalan las cabras. Al juntarlas, todo suena tan extraño que me desespero y vuelvo a locutar una y otra vez. Pero nunca consigo la voz inicial. Finalmente me digo que es solo trabajo y que nadie lo va a notar, así que lo termino de cualquier forma. Pero me quedo pensando. Pensando en sí algo tendrá que ver lo que he bebido esta mañana o las arrugas de la sábana que no he estirado o el hecho de que hoy sea domingo. No quiero aceptar que mi voz sea diferente. Pienso que aceptar ese pequeño cambio implica la aceptación de lo precario. La revelación de que todo, incluso lo que creemos propio e intocable está siendo constantemente arrasado.

De pronto recuerdo a Funes el memorioso y en cómo lo que yo he descubierto esta tarde, él tuvo que vivirlo constantemente: "le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)". Comprendo entonces porqué en el cuento, Borges lo encuentra en una habitación oscura. Alguien para quien el mundo cambiaba cada vez que lo miraba, tendría que haberse vuelto loco de tan solo asomarse por la ventana.

La razón por la que podemos levantarnos cada mañana, es la idea de que hay cosas permanentes. Somos capaces de cambiarnos de ropa, peinarnos diferente o escuchar una nueva canción, porque lo hacemos en la misma casa y con las mismas personas.  Es por eso cuando cuando la casa cambia o cambian las personas, volvemos a darle a nuestras rutinas la condición de columnas vertebrales. 

Descubrir que mi voz cambia y que nunca volverá a ser la voz con la que dije ciertas palabras, es algo que me sobrepasa. Pero que tal vez es menos terrible que la cadena lógica que aquel descubrimiento ha abierto: Si mi voz cambia... ¿qué estará sucediendo con la suya?... con sus ojos, con su piel, con su corazón?


jueves, 3 de mayo de 2012

química

hoy he bajado a tomar desayuno a la calle. iba caminando hacia la tienda pero a mitad de camino volví y compré un emoliente y un sánguche de pollo. luego me fui con mi pan y mi vaso a caminar por las galerías. en una de las tiendas están vendiendo un miscroscopio como el que yo quería tener cuando era niño. quería ver qué había en el agua, en la tierra del jardín, quería mirar a los insectos más de cerca. lo más parecido que tuve fue una lupa que usaba para prender fuego al papel. me gustaba ver como en medio de la hoja iba naciendo aquel halo amarillo que poco a poco se iba tornando oscuro hasta que saltaban las llamas. todo duraba un par de segundos así que tenía que hacerlo varias veces. también tuve un juego de química que traía veinte tubitos de ensayo llenos de azufre, sodio, astillas de plomo y otros elementos químicos con los que se podía hacer esperimentos. había una combinación que servía para hacer tinta invisible. escribías y no se veía nada hasta que acercabas la hoja al fuego. yo dibujaba pergaminos porque cuando la tinta se quemaba daba la impresión de ser un pergamino real.  hacía eso porque además no tenía nada que contar y que mereciera estar escrito con tinta invisible. ahora tengo algunas cosas que contar, pero siento que mi voz es tinta invisible y que ya nadie va a venir a prenderle fuego.



miércoles, 2 de mayo de 2012

martes, 1 de mayo de 2012

when the wind blows

Con que pocas ganas de desayunar café me he despertado esta mañana. Soñé que conocía a Truman Capote pero por alguna razón el libro que yo le acercaba para que me autografie era "Los confidentes" de Bret Easton Ellis. Él no lo notaba. He desayunado un pan con huevo frito y otro con paté; media gaseosa Crush y un vaso de chicha morada con tres cubos de hielo. Mientras comía, trataba de recordar en qué año murió Truman. Por un momento ni siquiera estuve seguro de que estuviese muerto. Wikipedia me saca de la confusión: Truman murió de una sobredosis de pastillas en 1984, el mismo año en que murió Cortázar.

Ayer por la tarde he visto "When the wind blows". Una película de animación basada en una novela gráfica de Raymond Briggs que hace un tiempo descubrí en una lista de "Las 100 mejores novelas gráficas de todos los tiempos"; y que además, cuenta con música de David Bowie y Roger Waters. La historia trata de una pareja de viejitos que, a puertas de una gran guerra, construyen dentro de su casa, un refugio antibombas en el que pasan sus últimos días. Es terriblemente hermosa.

Hoy no debería trabajar porque es feriado pero como ayer me la he pasado viendo esta peli y leyendo el libro de novecientas páginas que me regaló mi amigo el Equis, debo hacerlo. Ustedes vayan a pasear el pasaje 18 de Polvos Azules y compren "When the wind blows".





miércoles, 25 de abril de 2012

portadas

Estaba escribiendo un post sobre un viejo recuerdo en casa de mi abuela, pero como parece que voy a demorar en terminarlo les contaré otras cosas. Como por ejemplo, que hoy he comprado "Historia de dos ciudades" y  al llegar a casa, he descubierto que en la portada en vez de decir "Charles Dickens" dice "Carlos Dickens". Carlitos Dickens. Me suena a cantante de sones cubanos. Eso me pasa porque me dejo llevar por las portadas. El señor también tenía la edición de El Comercio y la de Oveja Negra, ambas mucho más sobrias, pero no. Decidí llevarme esta huevada:


También compré "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar" porque, además, tengo debilidad por los títulos largos y extraños. Esa novela me la había recomendado hace como ocho años una tía chilena que iba al cibercafé donde yo trabajaba en Río de Janeiro y siempre quise leerla. La leí por la tarde. Estuvo bien pero tampoco me volví loco. Es una historia para niños y está contada de esa forma.

Además he comprado "Eugenia Grandet" de Honoré de Balzac. La he comprado, en parte, porque mi tía Matilde, que es profesora de literatura y que cree que algún día me voy a ganar el Nobel, siempre me dice que debo leer a los clásicos. Pero sobretodo, lo sé, la he comprado porque es lo que lee Antoine Doinel en "Los 400 golpes" antes de hacerle un altar al señor Balzac.



Finalmente les contaré que una amiga me pidió que le diseñe un flyer para su chico que es dj y va a poner música en el bar CORTEZ, así que, mientras buscaba ilustraciones de Hernán Cortés, he encontrado una colección de libros mexicanos con unas portadas bien locazas. Por ejemplo esta:




Y acá les dejo la imagen que tomé y como la destruí
con la magia del photoshop y la publicidad




 hastapronto

jueves, 19 de abril de 2012

la vida instrucciones de uso

Hoy se me ha terminado el poco dinero que me quedaba y que había ido estirando tenazmente, como el pellejo de una cabra sobre el chasis de un tambor. Planeaba sobrevivir cocinando la bolsa de arroz que queda en mi alacena pero es que también se ha terminado el gas. El delgado brazo de fuego se aferraba a la hornilla como si comprendiera mi desesperación. Finalmente cayó a las tuberías con un grito sordo. Por un momento, me he quedado frente a la cocina sin saber qué hacer.  Luego recordé que la olla arrocera funciona con corriente así que he metido ahí el arroz con algunos ajos picados. Como además me ardía la garganta le agregué también un buen pedazo de kión y dos huevos crudos que encontré en la refrigeradora. Esa ha sido mi cena. La he comido viendo los simpsons.

Para hoy, ya no había nada. Solo me quedaba la tarjeta bancaria que mi tía Magali me dejó antes de viajar a Chile. Se ha ido para unirse a una secta de hombres-luciérnagas que hablan de la luz como si fuera el nuevo mesías. Han pasado ya más de dos semanas y mi tía aún no vuelve. Mi madre está preocupada. Piensa que ha sido mentalmente abducida con tanta luz. Yo solo recordé que al darme la tarjeta mi tía me había dicho que por estos días le iban a depositar su sueldo así que he ido al banco con la esperanza de encontrar algunos miles de soles. Nada. Habían doce soles en la cuenta. Igual los he sacado. Con eso he almorzado picante de carne y he comprado unos panes franceses para la noche. Después de esto solo me quedan mis monedas de la colección con motivos arqueológicos del Perú que espero no tener que usar, otra vez.

No es que yo esté irremediablemente destinado a la miseria. De hecho, mientras escribo esto, estoy también haciendo un par de esas animaciones que me vuelven esporádicamente millonario y con las que en un par de semanas podré comprar comida y tal vez hasta algunos libros y películas. Es solo que como el trabajo llega a mi vida sin que yo lo busque, a veces pasa algún tiempo sin que se le vea por aquí.  Sé que podría ir a buscarlo como hacen los hombres, solo que mi biblioteca y mi ventana me lo impiden..

De todas formas, todo este desbarajuste en la economía de mi hogar, me ha recordado que hace un tiempo, al pasar por el puestito de libros viejos de la Católica, vi un libro de Georges Perec cuyo título me llamó mucho la atención. Se llamaba: "La vida instrucciones de uso". Era un libro rojo, gordísimo, de la colección de Compactos Anagrama. Me pareció muy loco que alguien (que no fuese un patético escritor de autoayuda) hubiese titulado su obra así. Y sobre todo, porque al tratarse de un libro de 500 páginas con apariencia de enciclopedia, le daba a uno la sensación de que el título, era literal y que aquel libro realmente contenía las instrucciones para... bueno, el hecho es que lo estaban rematando por cuarenta soles, dinero que en ese momento yo no tenía. Tiempo después me arrepentí mucho de no haberlo comprado pues vi que era muy difícil encontrarlo en librerías y si alguna lo tenía, lo vendía por más de cuatro veces el precio que aquella vez me pidieron.


La cosa es que ayer he buscado el libro en internet y lo he encontrado. No está en PDF sino en Word, pero creo que igual se lee muy bien.  Y bueno, aunque solo he leído el Preámbulo antes del Capítulo 1, creo que mis sospechas eran ciertas y se trata de un libro genial.  Si le dan click a la imagen de los puzzles se abrirá una ventana para que se descarguen el libro automáticamente. El archivo se llama 181.doc




 

miércoles, 18 de abril de 2012

tres poemas sobre pájaros

Hace unos días me di cuenta de que a pesar de que los pájaros no son bichos que particularmente me emocionen mucho, algunos de los mejores poemas que he leído o escuchado en mi vida, hablan acerca de pájaros. 

"Bluebird" de Charles Bukowski lo escuché hace no más de un año. Había leído antes algunos antologías de poemas de Charles pero nunca había dado con Bluebird. Lo descubrí un día en youtube gracias a una animación hecha por una estudiante del Cambridge School of Art. Una animación que te puede destruir la vida. Aquí les dejo el link



La "Fábula del cuervo oriundo de Ginebra", del poeta peruano Arturo Corcuera, la escuché directamente de su voz, en un Festival de Poesía en el Teatro Segura. También me volví loco. Creo que me paré de mi asiento de emoción o si no lo hice así lo recuerdo. Casi un año después conocí a Arturo y junto a otros amigos fuimos a visitarlo a su casa en Chosica donde nos dio de comer y nos mostró el cuervo de madera que había inspirado el poema. Para leer el texto, como está muy chiquito, tienen que darle click a la imagen y luego con el botón derecho poner Ver imagen y luego darle zoom.



Finalmente, "Bird of Prey" de Jim Morrison lo escuché hace ya muchos años, cuando mi amigo Fer me prestó el disco "An american prayer" donde salen todos los poemas de Jim. Al principio no le presté mucha atención porque estaba ocupado volviéndome loco con "Feast of friends", que es el poema que ponen al final de la película mientras suena Adagio de Albinoni; sin embargo, agún tiempo después volví a escuchar Bird of prey y...

 


Por supuesto que con esta selección estoy dejando varios poemas fuera como "El cuervo" de Edgar Allan Poe; o "Acerca de la libertad" de José Watanabe; "El despertar" de Alejandra Pizarnik; y por supuesto, el poema en forma de pájaro de Eielson. Aunque sinceramente de Eielson prefiero "A un pájaro llamado Charlie" pese a que no habla en realidad de un pájaro sino de Charlie Parker a quien el amigo Julio Cortázar también ya le había dedicado su cuento "El perseguidor".  Pero bueno, es solo una selección hecha por un chico como yo, que casi no lee poesía.

martes, 17 de abril de 2012

¿Por ahí estás, Venus de Milo?


Hoy he ido al Parque César Vallejo. Al regresar a casa he hecho este dibujo. Es uno de mis lugares favoritos de todo Lima, solo que no voy muy seguido porque, yendo en bici desde Pueblo Libre hasta Surco, es casi una hora de camino. Como hoy tenía que ir a la UPC, que está incluso un poco más lejos, aproveché el viaje para visitarlo. Es un parque grande, bien cuidado y, por fortuna, casi desolado. En la pileta central, hay una estatua de bronce del poeta mirando hacia la fuente de agua. Antes prendían esa fuente de 12 a 1 y de 6 a 7 pero hoy le pregunté a un jardinero y me dijo que ya no la prenden más. Cuando la prendían, las palomas y otros pajaritos se ponían al borde y bebían y se acicalaban las plumas. Ahora los pájaros beben en los charcos que se hacen en los jardines cuando los riegan.

De regreso a casa, he estado tratando de recordar aquel poema de Trilce en el que Vallejo convierte la palabra todavía en un verbo.  Algo sobre todaviízar perenne imperfección. Recordaba que empezaba hablando de la Venus de Milo así que mientras cruzaba la avenida Primavera y San Borja venía repitiendo el poema hasta que poco a poco fue viniendo a mi:

¿Por ahí estás, Venus de Milo?
Tú manqueas apenas, pululando
entrañada en los brazos plenarios
de la existencia,
de esta existencia que todaviíza
perenne imperfección. 

Yo no tengo buena memoria pero recuerdo este poema porque un amigo se volvió loco explicándome como Vallejo se follaba al idioma convirtiendo adverbios de tiempo en verbos (todaviíza) o en sustantivos (aunes que gatean); y a la vez, sustantivos en verbos: "Amoniácase casi el cuarto ángulo del círculo".  Mi amigo se volvía loco -¡AMONIÁCASE! No puede decir ¡AMONIÁCASE! Que hijodeputa!-  Luego lanzaba el poemario a las piedras y se iba al mar, furioso y emocionado.

En Lima, hay muchos parques y estatuas de César Vallejo pero este es mi favorito. Me gustaría que hubiese también un parque a Bukowski al cual ir a tomarme de vez en cuando una cerveza. Aquí les dejo un link con fotos de otros monumentos en Vallejo en diferentes lugares de Lima, del Perú y del mundo.  Y un poema de su libro Poemas Humanos:


¡Y si después de tantas palabras...!
¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces... ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra! .

domingo, 15 de abril de 2012

los perros hambrientos


Cuando era un niño y vivía en Trujillo, mis papás me matricularon en un nido-jardín que tenía el nombre de un escritor peruano. Yo no sabía que algún día yo también querría ser escritor como aquel señor. De hecho, ni siquiera sabía que algún día tendría que ser otro cosa que no fuera un niño, así que el nombre de "Ciro Alegría" era, para mí, solo un par de palabras que me olían a crayolas y plastilina. Era un buen lugar aquel nido-jardín. Nos ponían títeres en el recreo y otras veces nos llevaban a pasear al parque para lo cual teníamos que caminar tomados de las manos. Nuestros uniformes eran unos mandiles blancos como los que ponen a los locos, aunque por aquel entonces yo todavía no sabía que existían los locos. En el recreo comía huevos pasados o gajos de naranja y al mediodía venía la movilidad y me llevaba de regreso a casa. Nunca, durante todo ese tiempo, supe quién era Ciro Alegría.

Casi treinta años después he comprado un libro suyo: “Los perros hambrientos”. Lo he comprado ayer; y la única razón por la que lo he escogido de entre toda la pila de libros viejos llenos de ácaros, es porque tenía la palabra “perros” en el título. Por eso y porque costaba tres soles. También compré una antología de cuentos de Cortázar llamada “Una flor amarilla” que tenía una portada horrible como de novela policial. Dado que ver cosas como esa me puede llevar a un estado de incomodidad capaz de perturbar mi lectura, pasé por el mercadito y compré un pote de témpera blanca. Al llegar a casa extendí un periódico sobre mi cama y comencé a cubrir de témpera blanca la portada de ambos libros. Luego los coloqué sobre el borde de mi ventana donde el sol les pegaba directamente. Antes de que se secara la témpera, coloqué sobre la portada del libro de Cortázar una flor amarilla que había arrancado de un jardín vecino; y sobre el libro de Ciro Alegría, coloqué la silueta de dos perros que recorté de una foto en blanco y negro.

Cuando la témpera secó, forré ambos libros con vinifan y eché a mi cama a leer. Empecé por los tres primeros cuentos del libro de Cortázar: Una flor amarilla, Final de juego y Los venenos. Como el resto de cuentos ya los conocía, tomé “Los perros hambrientos” de Ciro Alegría. Al igual que me pasó con “Música para camaleones” de Truman Capote, cuyo título yo siempre creí era una metáfora y no una alusión directa a los reptiles que cambian de color y que al parecer disfrutan del sonido del piano, también creí que en este caso el título “Los perros hambrientos” aludía a otros seres, como sucede en “Los gallinazos sin plumas” de Ribeyro donde en realidad se cuenta la historia de dos niños que viven recogiendo comida de los basurales como hacen los gallinazos. Grata sorpresa descubrir que en este libro sí habían perros, pues Ciro Alegría cuenta la historia de una familia de campesinos de la puna a través de la vida de sus perros ovejeros: Wanka, Zambo, Güeso y Pellejo.

Últimamente leo muchos libros que me sacuden el cerebro pero hace mucho que no leía uno que me tocara el corazón. Debo confesar que no soy muy adepto a la literatura indigenista pero en este caso y pese a que todo el libro huele a maíz y ovejas y no hay un solo atisbo de ciudad en ninguno de sus capítulos, la historia me ha conquistado por completo. De hecho, pasará a ser una de mis novelas favoritas de la literatura peruana y será, además, el primer libro que reseñe en el Diario de libros Moleskine que me acaba de regalar Karen.

Ayer durante el matrimonio de Mane (al cual no había podido llevar “Los perros hambrientos” porque no me entraban en el bolsillo del terno) conversaba con el novio de una amiga que me contaba como sus lecturas llevaban un estricto orden histórico que a mí me parecía imposible. Él, según me dijo, había empezado leyendo El Amadis de Gaula y Tirante el Blanco (que me aseguró además eran las novelas favoritas de Vargas Llosa y García Márquez respectivamente), para seguir con El Quijote e ir avanzando así ordenadamente, siglo tras siglo, hasta llegar a Cortázar e Italo Calvino que eran sus escritores favoritos.

Nada más difícil para mí que llevar mis lecturas de esa forma. Si decidiera hacerlo, no podría continuar yendo a aquellas tiendecitas de libros viejos donde escojo libros como frutas, por su textura y color. Sé que a algunos les parecerá que “Los perros hambrientos” es una lectura tardía a mi edad, pues muchos leyeron aquella novela durante los años de colegio. Y es mucho más grave en mi caso, pues nací en La Libertad como Ciro Alegría y aprendí a leer en un nido-jardín que llevaba su nombre. Pero creo que prefiero este desorden cultural en mi vida y saber que tal vez los mejores libros que debí haber leído hace mucho tiempo, aún esperan por mí.


reseña del libro en mi moleskine book journal