martes, 25 de agosto de 2020

miércoles, 3 de junio de 2020

día de la bicicleta :D

 




En el Morro Solar, Chorrillos - LIMA


En La Herradura, LIMA 

domingo, 31 de mayo de 2020

La table servie


Hace unos días vi una escena de Los años maravillosos en la que Kevin alza la vista hacia el cielo y se pregunta cómo estarán los astronautas del Apollo 13 después de la explosión que puso en peligro su regreso en 1970. Mientras la toma se aleja, se oye su voz en off: —Mamá, ¿crees que los astronautas logren volver a casa?—. Ella le responde: —No lo sé, Kevin—. Y acaba el capítulo.

Esta mañana, mi amiga Carmen me escribió desde Barcelona para contarme que los astronautas de la misión SpaceX que partió ayer al espacio tienen cuentas de instagram y podemos ver hasta lo que comen. Entro a mi instagram, los busco y, efectivamente, veo que Doug Hurley ha posteado su desayuno: un plato con jugosos cortes de carne y 2 huevos fritos.


Pienso: Qué tan pendejo puede ser el ser humano que incluso tras años de riguroso entrenamiento en la NASA no puede evitar hacer un post de su comida en vez de ir a la ventana y mostrarnos el espacio. Pero cómo culparlo, csm. Si yo mismo ayer estuve todo orgulloso posteando imágenes de mi primer ceviche de cuarentena. Y antes que salgan los viejos lesbianos a joder a los millenials por querer registrarlo todo con su celular, les recuerdo que hace 200 años Nicéphore Niépce también dedicó una de las primeras fotografías de la historia de la humanidad a la comida. La foto se titula: La mesa servida.

Dicen que los perritos no pueden comer si antes no huelen su comida pues es así como la reconocen. Definamos entonces al homo sapiens moderno como ese bicho terrestre que ya puede pasearse en chancletas por el espacio, pero no puede comer su comida sin antes sacarle una jodida foto.


miércoles, 27 de mayo de 2020

jueves, 21 de mayo de 2020

En mi coche

Este es uno de los regalos más bonitos que me han hecho. Es como si Nicole se hubiese contactado con el Doc de Back to the future para teletransportarse a mi infancia y traerme un pedazo de regreso. Yo pensaba que el disco se llamaba “En mi coche” como la canción. Porque además sale un hermoso coche en la portada, pero se llama “Estamos locos… ¿o qué?” que es como yo le digo a ella cuando me sale con alguna pendejada: “Ta loco tú? Fue grabado, mezclado y lanzado en 1987, cuando yo tenía 8 años y Nicole no existía. Estas canciones son parte de mi primera educación musical que -por suerte- no solo estuvo a cargo de mi vieja que oía a Raphael y a Roberto Carlos, sino también a cargo de mi tío Hache, muchacho ingenuo, enamoradizo y autodestructivo. En el disco, además del tipo que espera a su novia en su coche, hay rolazas como Y cayó la bomba fétida, Una mujer de bandera y No, No… No (un cuento de Cortázar también se titula así, por cierto). Pero lo mejor es que el álbum cierra con Temblando, el primer lento de mi vida que oí en repeat como si supiera algo del amor. Y como si existiera el repeat xD (en esa época tenías que rebobinar el casete con lapicero nomás). Por suerte, no tuvimos control alguno sobre nuestra primera educación musical. No podemos ponernos atorrantes como ahora que hacemos creer a los demás que crecimos oyendo a Bowie y a Joy Divison. A veces revelamos estos oscuros secretos cuando estamos en confianza o con una copa de más. Y a veces, alguien que te quiere presta atención, y te los trae de regreso.



miércoles, 20 de mayo de 2020

Thriller

Thriller fue el primer casete de mi vida. Cuando Michael Jackson lo sacó en 1984 yo tenía 5 años y aún vivía en Trujillo. Recuerdo la cara entre divertida y preocupada de mis papás cuando me veían correr hipnotizado hacia la tele porque acababa de empezar el vídeo de los zombies que bailaban. No eran, sin embargo, los zombies lo que más me gustaba, (aunque después también me compraron un rompecabezas de Michael rodeado de muertos vivos que nunca logré armar). Mi parte favorita era la escena del bosque cuando Michael le dice a su novia “No soy como otros chicos” y luego le salen colmillos y le grita ¡HUYE! No sé cómo mis papás –amantes de los boleros y un romanticismo menos diabólico- accedieron a comprarme el casete. Presumo que mis tíos más jóvenes deben haber abogado por mí. Mi amiga Karen no tuvo tan buena suerte, pidió un casete de Iron Maiden y, cuando su viejo vio la calavera en la portada, le compró uno de Enmanuel con la tetilla al aire xD. Hoy no es el aniversario de Thriller ni nada, solo que estoy indagando en el germen de mis primeras nociones sobre la ficción y esta me parece importante. Ahora, 35 años después, cuando en clase de Guion les proyecto a mis alumnos Vincent, el primer cortometraje de Tim Burton sobre un niño que sueña con ser Vincent Price y meter terror, me emociona contarles que Price fue el actor que narraba el vídeo de Thriller y cuya espeluznante e inolvidable carcajada sonaba al final. A diferencia de todo lo que les enseño a mis alumnos, esto no necesito explicarlo de nuevo. Todos recuerdan esa carcajada y todos recuerdan Thriller.


martes, 19 de mayo de 2020

Un jabalí de la suerte

En Florencia, cerca al río Arno y junto a un pequeño mercadito, hay una escultura de este jabalí a tamaño natural. Dicen que tocarlo da buena suerte, por eso su bronce está siempre reluciente, de tanto que la gente le pasa la mano sobre el pellejo dorado. Espero que algún día tú también conozcas Florencia, corazón. Es una de las ciudades más bellas en las que he llorado. Espero que escuches correr las aguas del Arno ante ti. Que puedas comprarte una cerveza junto a la casa de Dante Alighieri, solo por joder, solo para poder brindar mentalmente con todos los Infiernos y todas las Beatrices de nuestra vida. Que luego te vayas caminando tan campante rumbo al mercadito ese. Y que justo antes de estirar la mano hacia el jabalí dorado, recuerdes que a veces estar delante de algo bello es toda la suerte que uno necesita.


martes, 12 de mayo de 2020

viernes, 8 de mayo de 2020

Maicol

Hoy en el diario La Industria de Trujillo ha salido publicado mi cuento Maicol. Es la historia de un pollito al que entrenan pa' que sea gallo de pelea, o sea, como la vida de cualquiera de nosotros. Me emociona ver el dibujito de Maicol ahí en la página de cultura, todo despeinado y 'chomierda debajo de Spike Lee. ¿Cuántos de mis paisanos trujillanos lo habrán descubierto esta mañana? Lectores que tal vez nunca conoceré pero que se han asomado a mi infancia. Salvando las diferencias, me siento un poco Valdelomar publicando El Caballero Carmelo en el diario La Nación hace más de 100 años. Yaaa tampoco seas locooo pe ctm, Valdelomar era el Carmelo, tú no llegas ni a pichón de Ajiseco xD oe, pollo de ropavejero de la narrativa nacional


viernes, 17 de abril de 2020

Morir ansiara



Hace un tiempo me puse a buscar en Spotify esa polka llamada "Morir ansiara". La encontré en un remix junto con otra que se llama "Morir quisiera". Puta, qué pendejos, pensé, esta huevada está más suicida que leer Las penas del joven Werther con los Smiths de fondo. Ya mejor ponte un Adagio y pásame un shotcito de cianuro. Lo quemado es que las 2 canciones son súper toneras, dan ganas de abrir la cortina, destapar una chela, masticar ají, csm.

♪ Morir ansiara si me ofrecieras
como sepulcro tu corazón ♫
Sería esa muerte, mi único anhelo
porque es muy dulce morir de amor ♪


Mientras escuchaba el remix de ambas canciones pensaba en algo que siempre me ha causado curiosidad: el deseo tanático del hombre. ¿Por qué nos gusta asomarnos al vacío?

Cuando hace 2 años entré al Museo del Prado, ninguna pintura retuvo tanto tiempo mi mirada como "El triunfo de la muerte", de Pieter Brueghel el Viejo. Y en el mismo museo también estaban ¡Las meninas de Velásquez!, Las 2 majas de Goya, Las tres gracias de Rubens ¡El jardín de las delicias, de El Bosco!, que es como un pedazo de sueño colándose a la realidad. Pero nada, muchachos. Frente a El triunfo de la muerte estuve parado más de media hora. En la pintura se ve un ejército de esqueletos, arrastrando y decapitando gente por las calles de un pueblo en llamas. Han sido sorprendidos en medio de sus actividades cotidianas: estaban comiendo, jugando, trabajando. Hace un par de días volví a ver la pintura y ya no me hizo tanto chiste.

También ayer por la noche terminé de leer una antología de cuentos que me regaló mi amigo Álvaro y que se llama: Paisajes del Apocalipsis. De estos 21 cuentos sobre el fin de los tiempos, el de George R. Martin, creador de la sangrienta saga Juego de Tronos, es el más optimista, así que saquen ustedes su línea. ¡Qué salvaje que eres para leer eso justo ahorita!, me dicen. Pero no sé, a mí siempre me han gustado los libros y películas sobre el fin del mundo, a pesar de que también disfruto mucho existir: escuchar polkas, destapar chelas y masticar ají. Creo que como dice Freud, las pulsiones de vida (Lebenstriebe) y las de muerte (Todestriebe) son contrarias pero son inseparables.

Por último y para ya no aburrirlos, pero sobre todo porque últimamente andamos quejándonos de los días que nos toca vivir, he recordado esa divertida fábula de Esopo en la que un viejo y atareado leñador se queja de su difícil existencia y llama con insistencia a la Muerte, pero cuando esta al fin se le aparece y le pregunta pa qué la anda llamando, el viejo todo palteado le responde: pa' que me cargues la leña solamente :v

Aquí la moraleja en la versión de Samaniego:

Tenga paciencia quien se cree infelice
que aun en la situación más lamentable
es la vida del hombre siempre amable
el viejo de la leña nos lo dice


martes, 14 de abril de 2020

el polo de la cuarentena

Poco antes de empezar la cuarentena, cuando todavía podíamos pasear por las calles y gastarnos el sencillo en futilidades, pasé por una librería y me compré un kit de plumones para dibujar sobre tela. En otra tienda compré un par de polos blancos. Pensé que ya que sabía dibujar podría diseñar mi propia ropa. Con todo lo que vino después, nunca saqué los plumones de su estuche y los polos blancos se quedaron colgados en mi ropero. Mi vestimenta se ha reducido a las 4 o 5 prendas más cómodas que tengo y que lavo una vez por semana. Imagino les ha pasado lo mismo a ustedes. Ayer, sin embargo, vi la caja de plumones bajo la mesa de centro y la abrí. Saqué del ropero uno de los polos y escribí sobre el pecho: Cuarentena, día 25: Hoy hizo erupción el volcán Anak Krakatoa. Con el plumón rojo dibujé el volcán y la lava. Como pensé que era una noticia terrible, cogí otro plumón y escribí más abajo Día 26: Hoy vi Tiempos Modernos de Charles Chaplin y lloré como weón. Lo demás ha sido cuestión de ir recordando. Día 4: Nicole logró regresar a Arequipa camuflada en un camión de frijoles, le di mis cuentos de Bryce para el camino y una postal incompleta para llenarla cuando volvamos a vernos. Día 12: Avistamiento de delfines en el litoral. Día 9: Descubrí que tenía 120 soles ahorrados en monedas y fui al mercado por alimentos. Día 23: Aprendí a cocinar olluquitos. Día 20: El remix Contigo Perú, Contigo aprendí y Resistiré ya me tiene loco. Día 10: Insomnio. Día 17: Primera chupeta virtual con mis amigos. Día 3: Empecé a leer El Quijote, si no es ahora ¿cuándo? Día 17: Me he vuelto un adicto al Scrabble Online. Día 24: Vizcarra anuncia que no nos esperen en abril. Día 28: Murió el tío de un amigo cercano sin que nadie pudiera ir a despedirlo. Etc. etc. etc. He dejado los plumones y el polo a la mano para seguir llenándolo como un diario. A veces me imagino en el futuro usando esa huachafa camiseta por la calle. No me va a importar. Si salgo de esta, tendré muchos menos reparos para ser feliz con cualquier pendejada. Imagino que alguien -detenido junto a mí en un semáforo- la mira de reojo y lee sobre mi omóplato izquierdo: Día 1: Hoy vi el mar por última vez. Día 45: Se me acabaron las latas de atún. Tal vez al leer eso recordará también cómo pasó la cuarentena. Quién lo acompañaba. Qué cocinaba por las tardes. A qué tuvo que renunciar. A qué amigos no volvió a ver. Qué aprendió de todo eso. Y cuando la luz cambie a verde y estemos a punto de volver a ser dos desconocidos en la ciudad, leerá sobre mi omóplato derecho la frase que también algún día escribiremos sobre esta historia: Día X: Hoy encontraron la cura.



viernes, 3 de abril de 2020

Dos soles de culantro

A propósito de los chistes sobre no saber diferenciar el culantro del perejil o el pimiento del rocoto, recuerdo que hace aaaaños cuando mi abuelo -el ñato- vivía, nos fuimos con él y con mi viejo a comer un ceviche. Fue en Talara y el ceviche de mero fresco estaba coronado por una rojísima rodaja de rocoto. Cuando el ceviche se nos fue acabando y empezamos a meterle cuchara a la leche de tigre, mi abuelo levantó también la rodaja de ají. —Papá, eso es rocoto— le advirtió mi viejo. —Es tomate— dijo mi abuelo. —Caramba, papá, es rocoto, te vas a picar—. Pero ya saben cómo son los abuelos, terrrco el csm. —Ahhh, bueeeno—, dijo mi viejo sin quitarle los ojos de encima. Vimos entonces cómo se metía el rocoto a la boca y empezaba a ponerse colorado. Las gotas de sudor le brotaron asustadas de la frente y los pocos pelos que le quedaban sobre la pelada se le erizaron. Incapaz de soltarlo, mi abuelo se lo pasó de un cachete al otro sin saber qué hacer, hasta que por fin, al borde del infarto, lo escupió con todo y su dentadura postiza. —¡Ay chucha, sí era rocoto!—dijo y apuró su vaso de chela xD. Ptmre. Ese es uno de los mejores recuerdos que tengo de mi abuelo. Mi abuelo, de 80 años, aprendiendo a diferenciar frutos rojos como un niño. Dejen nomás que esos manganzones que tienen en casa vayan al mercado solos. Dejen que pidan 2 soles de culantro, que descubran que la papa amarilla es marrón y que el ají amarillo en realidad es anaranjado pero que también le dicen ají verde o ají escabeche. Dejen que el casero se cague de risa cuando pida zapallo y al preguntarle¿cuánto, casero? él responda: deme uno nomás. Véanlos volver a casa cargando un zapallo de 8 kilos y un atado de culantro como para sazonar 4 ollas de seco de cabrito. Déjenlos, carajo, que alguna vez también a ti te pasó lo mismo. En la escuela de la vida, todos somos niños todavía.



lunes, 30 de marzo de 2020

Formas de distraer a la muerte


"Hace poco escuché hablar en público, en Gijón, a la escritora argentina Graciela Cabal, en una intervención divertidísima y memorable. Vino a decir (aunque ella se expresaba mejor que yo) que un lector tiene la vida mucho más larga que las demás personas, porque no se muere hasta que no acaba el libro que está leyendo.
Su propio padre, explicaba Graciela, había tardado muchísimo en fallecer, porque venía el médico a visitarle y, meneando tristemente la cabeza, aseguraba: De esta noche no pasa; pero el padre respondía: No, qué va, no se preocupe, no me puedo morir porque me tengo que terminar El otoño del patriarca. Y, en cuanto que el galeno se marchaba, el padre decía: Traedme un libro más gordo.
—Mientras tanto, no hacían más que morirse compañeros de papá que estaban sanísimos, por ejemplo un pobre señor que solo fue al médico a hacerse un chequeo general y ya no salió -añadía Graciela—. Y es que la muerte también es lectora, por eso aconsejo ir siempre con un libro en la mano, porque así cuando llega la muerte y ve el libro se asoma a ver qué lees, como hago yo en el colectivo, y entonces se distrae."

La loca de la casa, Rosa Montero


domingo, 29 de marzo de 2020

Gelatina

No sé si era más sano amanecer triste, desmoralizado y con incertidumbre. O lo de esta mañana en que ya amanecí contento y me puse a hablar conmigo mismo.

-¿Qué vamos a desayunar hoy, Pierre?
-Gelatina
-Pero la gelatina no es desayuno
-Vas a comer, ctm, porque es lo único que queda y ayer hice porciones para el resto de la cuarentena.


sábado, 28 de marzo de 2020

Por qué contamos historias





Hace unos días preparaba el PPT para mi curso de Guion, que este ciclo tendré que dictar de forma virtual. La 1ra diapositiva que verán mis alumnos muestra a una cavernícola que parece explicar algo al resto de su tribu. Ya sé que desde el paleolítico hasta la primera proyección cinematográfica de los Lumiere en 1895 han pasado cientos de miles de años, pero si voy a enseñarle a alguien a armar la arquitectura de una historia, me gusta que entienda por qué las contamos y desde cuándo.


Así como los médicos se enorgullecen de salvar vidas y los músicos de hacérnosla menos absurda con cumbias y boleros, a mí me recorre un escalofrío de orgullo ancestral cuando empiezo mi clase diciendo: "Contar historias es una de las costumbres más antiguas del ser humano". Me gusta creer que mis alumnos pueden descubrir el paralelo entre su profesor que agita las manos junto al ecran y esa mujer del paleolítico con las tetas al aire que intenta explicarle algo al resto de la tribu.

¿De qué les está hablando? No lo sabemos. Probablemente su lenguaje aún sea rudimentario y esté compuesto de señas y gruñidos. Pero esos primeros mensajes ayudaron a ese grupo humano a sobrevivir. Alguno de ellos aprendió que no debía comer ciertos frutos, que el camino al río era menos peligroso por un atajo, que la carne sabía mejor si se le exponía al fuego. Entonces fue y se lo contó a los demás.

Gracias a esos mensajes, logramos esquivar el brutal zarpazo de la extinción. Después pasaron cientos de miles de años y perfeccionamos los canales de comunicación a niveles increíbles. Aparecieron el abecedario, la imprenta de Gutenberg, los telegramas, la radio, la TV, los teléfonos celulares, las vídeollamadas, Facebook, Twitter, historias de Instagram de todas partes del mundo. Esta mañana, incluso antes de lavarnos la cara y tomar desayuno, ya íbamos enterados de lo que sucedía a miles de kilómetros en España, Italia y China. Gracias a esa información de tribus lejanas, podemos tomar decisiones acertadas para enfrentarnos al nuevo peligro que nos acecha afuera de la cueva. Aprovechémosla.

Pero esa no es la única razón por la que nos comunicamos.

Cuenta Yuval Noah Harari en su hermoso libro SAPIENS, que una de las teorías del desarrollo del lenguaje humano está asociada al chismorreo. Un mono es capaz de avisarle a otro: ¡Cuidado, un león! Y las abejas pueden indicarle al resto de la colmena, con un complejo baile sobre el panal, el lugar exacto donde han encontrado polen y además decirles en qué cantidad. Un ser humano, además de indicarle a otro dónde queda el mercado y si hay oferta de tomates, puede contarle con quién se cruzó en el camino, si ese amigo se veía triste o alegre y si lo habían ascendido en el trabajo. A los seres humanos les importa esta información social porque les ayuda a saber en quién confiar, cómo relacionarse y, sobretodo, les ayuda a desarrollar un tipo de cooperación más estrecha y compleja entre todos los individuos de su comunidad.

¿Será que nosotros seguimos utilizando la comunicación con ese último fin? Mmm.

Dice Harari que hace 70 000 años ya éramos capaces de sentarnos a conversar durante horas, tal como hacemos ahora por chats de Whatsapp. ¿No es alucinante? Incluso 50 mil años antes de domesticar plantas y animales y establecer asentamientos fijos, el ser humano ya se pasaba el día conversando.

Empecé a escribir esto porque ayer entré a leer el muro de Facebook de una de mis mejores amigas que vive en Barcelona. Ella, al igual que otros amigos, está llevando un diario de la cuarentena. Lo leí mientras almorzaba y la sentí cerca. Supe que ella es la designada en su hogar para hacer las compras, que hospitales, morgues y cementerios han colapsado, que están montando hospitales de campaña donde antes había tiendas y que allá también hay desquiciados que acaparan productos de primera necesidad mientras el personal médico hace guardias de 24 horas. Para tapar el hueco que le va creciendo en el corazón, también cuenta algunas cosas bonitas, como que sus vecinos brindan con ella cuando sale a tomarse una copa al balcón o que para no aburrirse hace arqueología en casa y encuentra objetos maravillosos.

Tengo, así como muchos de ustedes, amigos en ciudades donde el virus llegó primero y que la están pasando peor. Ellos son como ese monito que le avisaba a su compañero desde lejos ¡Cuidado, un león! Pero además son como esos ancestros que hace 70 mil años empezaron a conversar junto al fuego para hacerse compañía, para darse ánimos, para sentirse mejor. Los animales se ronronean, se frotan, se ayudan a sacar los piojos. Nosotros, además de eso, nos contamos historias.

Solo una última cosa antes de terminar. Cuenta Harari que si a un monito le pides el plátano que tiene en la mano explicándole que si te lo da tendrá 100 plátanos cuando llegue al cielo de los monos, el monito no aceptará el trato. Los animales no pueden pensar en abstractos sino solo en lo que tienen frente a sus sentidos. El ser humano sí puede, y eso le permite organizarse y tener ideales comunes a otros individuos de su misma especie que nunca conocerá pero que piensan como él.

Ya lo decía John Lennon: You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one.

La mayoría de nosotros aún no ha cogido el virus y ni siquiera conoce a alguien que lo tenga. Es probable que tampoco estemos dentro de la población de riesgo. Pero podemos, en nombre de un ideal mayor como el bienestar común de la tribu, tratar de portarnos lo mejor posible. Quedándonos en casa si podemos, ayudando a quienes deben seguir trabajando y, sobre todo, utilizando el lenguaje que desarrollamos durante tantos siglos y milenios, no para juzgarnos, atacarnos y provocar pánico, sino para informarnos bien y darle una palabra de aliento y compañía a los otros cavernícolas digitales que como nosotros, esperan junto al fuego que pase la noche.


martes, 24 de marzo de 2020

Volátiles

Son las 7:59 de la noche cuando empiezan a escucharse en mi calle los primeros acordes de Contigo Perú. No sé cuál de mis vecinos es el dueño de los alto-parlantes. Tienen buena definición y alcance. A veces estiro el pescuezo e intento rastrear el sonido del cajón, la voz del Zambo Cavero, la guitarra de Óscar Avilés. Parece que es en la otra cuadra, por donde venden alitas bróster. De todas formas, no importa mucho de dónde viene la alegría cuando es contagiosa como un virus. La gente empieza a asomarse a las ventanas, se encienden las luces, nos miramos las cabezas despeinadas. Van 8 días de cuarentena y contando. Cada vez son menos los que se asoman a aplaudir. Todavía menos los que se animan a cantar. Esta noche yo estoy leyendo echado en el mueble de mi sala y decido que ya basta. Que ya no quiero asomarme. Que prefiero seguir leyendo. Me paro a bajar las persianas y entonces lo veo. Está justo en el edificio del frente. Es un niño pequeño, mirando la calle desde su balcón. Está solo. Sus papás no han salido esta noche con él. Supongo que, al igual que yo, ya se aburrieron del protocolo y están adentro viendo una peli. No es un niño tan chiquito, tiene 7 u 8 años, es probable que ya entienda que algo grave está pasando. No aplaude, se sostiene con ambas manos de la baranda y observa. Tiene una expresión de incertidumbre, como una euforia con el freno puesto. Voltea la cabeza hacia ambos lados de la calle y finalmente su mirada se cruza con la mía. Yo tengo en las manos el cordel de la persiana que está lista para caer y devolverme a mi libro de Arthur C. Clarke. En la historia que he dejado a medias, un astronauta estudia -en un planeta lejano- los restos de una civilización aniquilada en unos segundos por una supernova. El astronauta descubre sobrecogido, así como yo también lo comprendí alguna vez, lo minúsculos y volátiles que somos dentro del Cosmos. Podemos desaparecer en un segundo, como las pelusas de un diente de león. Ya le ha pasado a otras especies ¿Por qué no podría pasarnos a nosotros? Algún día ese niño estudiará, leerá, se hará preguntas y –si no se vuelve un lector de Coelho y se compra eso de que el Universo conspira a nuestro favor- también lo descubrirá y perderá sus certezas. Tal vez dejará también de tener ganas de aplaudir. Pero eso no va a suceder esta noche. Nadie debería descubrirlo a los 7 años. Así que enrollo mi mano en el cordel y tiro con fuerza hacia abajo. La persiana sube, abro toda la ventana y mis manos corren una hacia la otra repetidas veces. El niño se anima y también empieza a chocar sus pequeñas palmas. Nos quedamos ahí un rato, mirando la calle, la ciudad, el mundo que compartimos. Al rato ambos nos giramos y volvemos a casa, un poco menos minúsculos, un poco menos volátiles.




lunes, 23 de marzo de 2020

Verde como la esperanza

Ayer mi vecina del depa de al lado me tocó la puerta. Dijo que por la ventana le había llegado el olor de mi hierba. Me preguntó si tendría un poco para venderle porque se le había acabado. Fui al cuarto a traer mi pote de vidrio y se lo enseñé. No quedaba ni para medio porro, pero igual saqué la mitad y se lo di. Esta mañana me tocó la puerta. Traía, en una tapita de Nescafé, 5 moños como el que yo le había regalado ayer. Son para ti, dijo. Y se fue sonriendo. He recuperado la fe en la humanidad. Creo que sí vamos a sobrevivir al Coronavirus



domingo, 22 de marzo de 2020

Cajón con G

Pocos días antes de la cuarentena, una tarde como esta, me fui al Olivar a escribir. No pude hacerlo porque un viejito se sentó junto a mí y me hizo conversación durante dos horas. Decidí entonces que esa sería la historia que contaría. Lo intenté, pero no lo conseguí. Era una historia sencilla sobre ir al parque y conversar con un extraño, tal vez por eso no encontraba un conflicto decente, el corazón que le diera vida al relato. Sin embargo, ahora que ir a pasear al parque y conversar con otro ser humano son lujos que no podemos permitirnos, he podido sentarme y terminarla. No sé si bien o mal. Hay cosas como ir al parque, mirar a los peces o conversar con un desconocido, que solo nos revelan su magia cuando nos vemos privados de ellas.


Cajón con G
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Voy al Parque El Olivar a escribir. Porque en mi casa no puedo. Porque yo mismo me estorbo. Son las 4 de la tarde. Junto al estanque de los grandes peces anaranjados hay algunos banquitos disponibles. Escojo uno sobre el que no cae el sol. Estaciono la bicicleta y me siento. Todavía no he sacado la laptop de mi mochila, solo una vieja y gordísima edición de Un mundo para Julius. Observo a los niños que se asoman al estanque y señalan algo que se mueve ¡Una tortuga! ¡Mírala, mírala! Sobre el puentecito arqueado, una pandilla de viejas en su segunda adolescencia se toma una foto grupal. Oye, tú también tienes que estar –le gritan a la que toma la foto– Dale la cámara a ese joven. Por suerte, el joven no soy yo. Qué bien se está aquí, pienso. Qué lindo estar de vacaciones. Lo único que me distrae es que cumplo con todos los requisitos para pasar por un gilazo: la camisa floreada, la bici, los lentecitos de marco grueso, el libro de Bryce junto a mi mano. En cuanto saque la laptop llena de stickers, voy a ser la estampa perfecta del hipster / modalidad: escritor en busca de inspiración / familia de los huachafos. ¡Pero qué chucha! Escribir aquí es otra huevada, otra huevada peee’. De pronto, veo a un viejo que viene trotando a una loseta por minuto. Está dando la curva peligrosa que lo separa de mi banquito. Trae fachas de maratonista en decadencia: zapatillas, bermuda multicolor, y un desteñido gorrito marca Adidas. Carga también una radio portátil con antena, de esas que usan los abuelos para sintonizar radios del inframundo, en la otra mano, una Fanta caliente a medio terminar. Con suerte, pienso, va a seguir su lenta maratón. Pero yo no soy un tipo con suerte. El anciano se desploma en el extremo libre del banquito. Como decía Ribeyro “A mí los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos”. El abuelo huele a chivo y lo primero que hace es estirar la antena de su maltrecha radio y sintonizar una emisora de boleros. Está sonando “Mi viejo”, la hermosa y tristísima canción de Piero. Lo malo es que no la está cantando Piero sino un mexicano que no logro reconocer. Imagino que el tío está pensando algo así: Este chibolo weón, qué chucha va a saber de buena música, ahora solo escuchan la tusa, la tusa. Ya alguna vez me metí en problemas por una situación parecida. Viajaba de Sullana a Talara en un EPPO. En el asiento de al lado un señor llenaba un crucigrama. Lo tenía bastante avanzado pero no lograba completar las casillas que salían de una extraña fotografía: un tipo con cara de extraterrestre. Era David Bowie en su versión de Ziggy Stardust y las arañas de Marte. Volteé a mirarlo y supe que el tío no la iba a chuntar. No pude contenerme. –Es David Bowie –le dije señalando la foto– un músico inglés–. Con ese alarde de sabiduría pop empeñé la tranquilidad del resto de mi viaje interprovincial. Después de rellenar las casillas, el señor quiso saber el apellido de mi familia, a qué me dedicaba y cómo se llamaba mi abuela. Conversamos el resto del camino y para cuando estábamos por llegar al terminal, ya casi habíamos firmado un contrato para que fuera mi representante literario en Talara y Negritos. Debí haber aprendido la lección aquella vez. Debí haberme quedado callado. Pero esta vez tampoco puedo contenerme: –¿De quién es esa versión de Mi viejo?– me escucho preguntar. Como si hubiera estado esperando la bola para batearla, el viejo contesta: Ahhh, es Vicente Fernández. ¿Pero la original no es de Piero? repregunto. ¿Quién? Vicente Fernández la cantaba con su hijo en una película, Mi querido viejo, buena película, carajo, ahora solo pasan cojudeces. Googleo el título. La peli es de 1991. La canción de Piero es del ‘75. Pero no digo nada. Una quinceañera gordita en un vestido de fiesta morado se sube al puente de madera. Va escoltada por su familia y un par de fotógrafos que le hacen tomas desde la orilla. Sonríe nerviosa y se asoma al estanque. Sus ojos buscan algo, acaso la misma tortuga que perseguían los niños hace un rato. Pero la tortuga y la infancia se le han escapado. Es sencillo ser feliz –dice de pronto el viejo mirando a la quinceañera y haciendo una panorámica de todo el parque– no sé por qué los políticos se meten en tantas huevadas, mira tú… Humala, preso; Keiko, presa; PPK, encerrado en su casa con prisión domiciliaria; Alan, muerto con un balazo en el cabeza. ¡Y todo por qué? Por unos millones. ¿Quién tiene vida para gastarse 100 millones? ¡100 millones! Hay que ser abusivo. O como me decía mi hermano: “Cajón con G” Jeje “Eres un cajón con G”, me decía él. Mira que venir a este parque es gratis, caminar es gratis, conversar es gratis. Y cuando quiero bailar con mi germita, nos vamos al club Apurímac en la cuadra 2 de la Brasil, nos pedimos una jalea entre los dos, bien servida, carajo, y bailamos toda la tarde. ¿Tú eres casado? ¿Ah, no? Cuidado, ah, ya sabes que soltero maduro, jeje… Ah, tienes novia. Hay que escoger bien. De todas las germas que tuve en mi vida una era alcohólica y drogadicta. ¿Tú no eres drogadicto, no? Ah ya, parece nomás. Ella fue la que me regaló esta radio portátil. Yo le regalaba libros de Vargas Llosa, de poesía, de Agatha Christie, de Corín Tellado. Pero a ella lo que más le gustaba era cachar, carajo. Era como esa rubia de la película… ¿Cómo se llama esa de la chica que amarra al policía a la cama? ¡Esa! Claro, con Michael Douglas. ¿Él también se murió, verdad? –No –le digo– se acaba de morir su papá, Kirk Douglas, a los 103 años. Michael está tío pero todavía actúa. ¿Ah sí? Sí, tiene una serie sobre dos viejos amigos que se ayudan a lidiar con la decrepitud, debería verla. Ah no, carajo, yo no soy de tomar esas pastillas que toman ahora ¿cómo se llaman? Sí, las azulitas. A mis 80 años todavía tengo balas en el revólver. Aunque la verdad es que ahora prefiero bailar o estar con mis nietos. Oye, tú traes tu computadora para trabajar aquí que es más tranquilo, ¿no?. Ah, para escribir. ¿Eres escritor? Cómo es la tecnología, yo también tengo mi computadora para hablar con mi hija que vive en el extranjero. ¿Sabes que ahora existe hasta un aparato para hacer limonada? Mira, tú metes el limón partido por la mitad y luego solo tienes apretarlo. También hay para naranjas. Tío, no sea pendejo, el exprimidor debe ser más viejo que Kirk Douglas, le digo. Ah, bueno, es que la manía de exprimir es vieja, pues. La vida te exprime, los políticos nos exprimen. Hasta nuestros futbolistas se consiguen unas potonas que les exprimen el pájaro y luego ya no saben ni dónde queda el arco jeje. Otras épocas eran las de Cubillas, Chumpitaz, Sotil, Cachito Ramírez. Aunque el Cholo Sotil también ganó más plata que político. Se fue a jugar al Barcelona y se compró un Ferrari amarillo. Al final todo lo perdió. Facilito se va la plata. ¿Sabes cómo se llamaba antes el Sporting Cristal? Sporting Tabaco, porque era de los trabajadores de la compañía tabacalera que estaba en el Rímac. Recién a mediados de los 50 lo compró la Backus y se pasó a llamar Sporting Cristal. ¿Sabes a quién eliminamos en el 70? A Argentina, con 2 goles de Cachito Ramírez. Ah, no te gusta mucho el fútbol. ¿Qué te gusta, pues? Contar historias. “Vivir para contarla”, como decía Vargas Llosa. ¿Ah, no fue Vargas Llosa? No jodas. Bueno, tú eres el que sabe. Yo también leía bastante, ya te digo que tenía libros hasta para regalar, pero ahora lo que más me gusta es la música, por eso llevo siempre mi radio portátil. Ya está viejita pero me ha durado bastante. ¡Qué habrá sido de esa fulana? dice de pronto como quien lanza una piedra al estanque de la memoria. Luego se queda mirando las ondas en el agua, los peces anaranjados, los niños que siguen corriendo y las nuevas quinceañeras que vienen a sacarse fotos al puentecito. Al rato saca del bolsillo un saquito de franela, apaga su radio y comienza a guardarla en ese estuche. Parece que se dispone a partir. Creo que ya me acordé de Piero –dice mientras se levanta del banquito y reúne sus cosas– ¿era argentino, no? él cantaba Mi viejo, sí, ya me acordé, antigua es esa canción, ya debe ser abuelo también. Así es la vida. Un día eres el hijo y después el viejo de la canción eres tú, carajo. Pero quién nos va a quitar lo bailado. Ya después uno se muere nomás. Tanta vaina. Lo importante, como decía mi hermano, es no ser un cajón con G. No te olvides de eso. Ya te dejo para que escribas. Bien rápido se ha hecho de noche, ¿no? Sí, le respondo. Pero no sé si estamos hablando del día o de la vida. Después lo veo irse lento, como perdonando el viento, cantaba Piero. Antes de alejarse, voltea y me echa una última mirada. Oye, si un día cuentas esta historia jeje hazme quedar bien –dice sonriendo– recuerda que un día el viejo de la canción vas a ser tú.


miércoles, 11 de marzo de 2020

La risa remedio infalible

Ayer recordé que las secciones de humor de la revista Selecciones (La risa remedio infalible, Gajes del oficio y Así es la vida) fueron una de las primeras escuelas de contar historias de mi vida. En los 80's mi mamá compraba esta revista regularmente y yo, cuando descubrí que ciertas páginas tenían historietas, empecé a leer las breves anécdotas que las acompañaban. No eran grandes historias, pero producían una risa inmediata, simple y fugaz. Buscando en Google estas imágenes, me he topado con un formulario en la página oficial de la revista que te permite enviar tu propia anécdota Si la tuya es escogida para publicarse, te regalan una suscripción a la revista. Me he emocionado como el niño que fui. Y además he agregado el formulario a mi barra de favoritos. Creo que voy a intentarlo de vez en cuando. Ya he publicado 3 libros de cuentos y he salido en diarios y antologías, pero eso no será nada comparado con colar una de mis anécdotas en la revista que mi mamá y yo leíamos juntos en los ochentas.


lunes, 9 de marzo de 2020

la máquina de ser feliz

Este es el lugar en el que pasaré el resto del lunes, intentando parir una historia. Últimamente ha sido difícil. Pero tal vez hoy haya suerte. Ayer terminé de leer El mono vestido. Ya antes había leído El mono desnudo. Leer libros de antropología es a veces paralizante porque las costumbres humanas de pronto se te revelan absurdas, como la necesidad de dejar una obra, un rastro de tu existencia. De todas formas, no tengo otra cosa mejor que hacer que escribir historias. Y tengo 41 años. Ya es tarde para dar vuelta en u. Además me gusta mucho mi escritorio. Me recuerda esa pintura de Remedios Varo, la Creación de las aves. ¿habrá pensado Charly en esa imagen cuando se le ocurrió el nombre de su banda La máquina de hacer pájaros? Decía Julio Ramón "Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable". Es locazo que un mecanismo de teclas y circuitos, un poco de papel y tintas de colores pueda convertirse al cabo de un poco empuje y buen viento en La máquina de ser feliz.





domingo, 1 de marzo de 2020

Dudar

A través de sus historias de Instagram, veo a una amiga abrir una galleta de la fortuna. El papelito dentro de la galleta dice: "Para progresar primero debes dudar". ¿Dudar? pregunta otra amiga que también aparece en el vídeo. Es un mensaje extraño. ¿Dudar de qué? Nos han acostumbrado a que la duda no es buena, parece indicar flaqueza de carácter, falta de voluntad. Hace unos días, Nicole estuvo paseando por la calle Capón y me trajo también una galleta de la fortuna. La mía decía así: "Alcanzarás aquello que quieres si te esfuerzas un poco más". Esto es algo a lo que sí estamos acostumbrados. A que la vida es una carrera de un solo carril y que basta empujar con empeño para atravesar la meta como un galgo. Pero por supuesto, la vida no tiene carriles. Ni mucho menos meta. Y si a veces nos parece que está bien señalizada y que vamos por buen camino -¿a dónde además, a la felicidad, al progreso, a la paz, a la inmortalidad?- hay que estar más dispuesto a detenerse en medio del viaje, como cuando a tu papá se le ponchaba una llanta camino a Cajamarca y te bajabas del auto a explorar los pastizales. Estoy leyendo la correspondencia de Ribeyro a su hermano Juan Antonio y descubro una carta de 1964 en la que Julio Ramón le dice "Ya no quiero publicar más cuentos. Ni escribirlos". En 1964 Julio solo había publicado Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964) y Tres historias sublevantes (1964). Estaba pendiente más de la mitad de su obra. Si Julio se hubiese detenido en 1964 no existirían cuentos como Espumante en el sótano, El próximo mes me nivelo, Silvio en el Rosedal, Tristes querellas en la vieja quinta y Solo para fumadores. El diario y las cartas de Julio están llenos de estos momentos. Días en los que revela que está a punto de renunciar, en que sus cuentos le parecen malos y su carrera absurda. A mí me reconforta mucho toparme con estos extractos. En parte porque pienso que eventualmente sus lectores le harán saber que tuvo sentido que no dejara de escribir. Pero también porque la duda nos golpea a todos cada día. En Mientras escribo, Stephen King cuenta que tiró el manuscrito de Carrie (su primer best-seller) a la basura. Fue su esposa quien lo rescató y le dijo que lo continuara. Kafka le pidió a su amigo Max Brod que quemara toda su obra y John Kennedy Toole se suicidó porque las editoriales rechazaron una novela que luego ganaría el Pulitzer. Creo que fue su madre quien siguió enviando el manuscrito tras su muerte. Las historias del fracaso me parecen mucho mejores consejeras que las del éxito. Hay gente que se empeña en darte hurras y máximas de optimismo como sparrings de la autoayuda. Tal vez yo mismo como profe lo he hecho con mis alumnos, pero para variar, de vez en cuando me gustaría que más gente admitiera esto: ¿Sabes qué? No tengo ni puta idea, no sé ni cómo logro levantarme de la cama, tengo miedo y no sé si tengo talento para hacerlo, pero voy a seguir haciéndolo porque es lo que me provoca, porque tengo ganas de joder y porque, como diría el gaucho Inodoro Pereyra en el sticker que veo en la puerta de mi baño todas las mañanas: "Muy callau sería el bosque si solo cantaran las aves de mejores trinos"

jueves, 27 de febrero de 2020

Un viejito loco

Ayer iba montando mi bici por la berma central de la avenida Pardo cuando se me ocurrió grabarle un vídeo a mi mamá. Saqué el cel, abrí la cámara y puse REC. Empecé por el edificio de la esquina de Elías Aguirre, donde nos hospedamos cuando llegamos a Lima en el '93. Pasé luego por el busto de Julio Ramón Ribeyro y, finalmente, enfoqué la calle donde vivía mi profesor de piano, justo en el último óvalo antes del malecón. Mi mamá me matriculó a esas clases cuando yo tenía 14 años. Mi mamá quería que yo fuera el próximo Richard Clayderman. Mientras le grababa el vídeo y pedaleaba, iba confesándole que un par de veces me escapé de las sonatas y los nocturnos para ir a mirar el mar. Me escapaba porque a mis 14 años mi profesor de piano me asustaba un poco. En el vídeo le digo a mi mamá: "El profe era un viejito loco, un ermitaño que vivía encerrado tocando su piano, era un gran profe, pero estaba medio quemao".


Ahora que escucho el audio y recuerdo a mi profe de piano, me pongo a pensar que he llamado "viejito" a alguien que en el '93 era -de hecho- más joven de lo que yo soy ahora, tal vez él parecía mayor por su bigote y sus pulóveres. Lo llamo ermitaño porque su hogar era una de esas antiguas casonas miraflorinas, protegidas por rejas y grandes matas de buganvilias. Antes de entrar a la clase yo me cruzaba con el alumno anterior, que se iba con cara de que acababan de azotarle el alma. Adentro, además del inmaculado piano (uno tenía que correr a lavarse las manos antes de osar ponerle un dedo encima), había muchos libros, esculturas, plantas y una pecera llena de los goldfishs más majestuosos que vi en mi vida. Era una casa que parecía diseñada para aislarse del mundo. Una casa como la del joven manos de tijera, como la de Nosferatu. O como la mía, llena de tantos libros por leer que yo podría afrontar feliz un apocalipsis zombi.

En unos días comienza la matrícula para el curso que dicto. Y pienso que cuando los nuevos alumnos le pregunten a los que ya me conocen qué tan buen profe soy, ellos van a responder lo mismo que yo dije de mi profe de piano: "Ahh el profe Pierre es un viejito loco, un ermitaño que vive encerrado escribiendo sus cuentos. A veces su clase te azota el alma. Es buen profe, pero está medio quemao"

martes, 25 de febrero de 2020

El corazón de una historia

Voy a compartir con ustedes uno de los mejores consejos de escritura que recibí en la vida. Tal vez no sea tan bueno, pero a mí me gusta. Me refiero a que hay decenas de decálogos de diferentes escritores sobre cómo se escribe una historia y una toma lo que logra encajar con las propias ¿no? Qué chucha le voy a hacer caso a Bolaño que dice que hay que abordar los cuentos de quince en quince si yo a las justas puedo con 1 o 2. Bueno, este consejo me lo dieron hace más de 10 años. Yo todavía no había publicado mi primer libro, pero tenía ya algunas decenas de cuentos escritos y sabía -o pensaba que sabía- cuando una historia estaba más o menos bien contada.

Una noche por semana iba a un taller literario que un amigo escritor daba en la sala de su casa. Sucedió ahí. Éramos un grupo pequeño y nos reuníamos a leer y a comentar nuestros cuentos. Una noche me tocó el turno. Leí una historia de 2 páginas que había escrito el 31 de diciembre, encerrado en mi casa mientras todo el mundo celebraba el Año Nuevo.

Acababan de terminar conmigo. Por eso estaba solo en Año Nuevo y por eso el cuento nacía de la furia y el despecho, dos emociones que tantas canciones huachafas han inspirado. Eso debió darme una señal, pero cuando uno tiene el corazón partío, se pasa las alertas del ridículo por el culo.

Recuerdo que terminé de escribirlo a la una de la madrugada del 1ro de enero. Todavía estallaban bengalas en el cielo de Lima. Yo imprimí el cuento, me lo metí al bolsillo trasero del jean y salí a caminar. Alguien me había regalado un lapicero láser y jugué a proyectar el rayo rojo contra los árboles, las casas y los grupos de amigos que caminaban por San Borja. Cargar un cuento fresco en el bolsillo es una sensación maravillosa.

No pasó mucho tiempo hasta que lo llevé al taller para ponerlo a prueba. Cuando acabé de leerlo, la gente hizo comentarios acerca de los personajes, de las referencias que había utilizado y del desenlace. Pero el escritor que dirigía el taller, que siempre veía un poco más allá de lo evidente, me dijo esto:

“Pierre, tú empezaste a escribir cuentos por una razón. No sé si la recuerdas, pero parece que la has extraviado. Técnicamente tu cuento no está mal, funciona. Pero ¿es esta la historia que querías contar?”

¿Era esa la historia que quería contar?
No. No lo era.

Era un cuento que dejaba una sensación horrible.
Yo empecé a escribir cuentos porque era la vida la que me dejaba sensaciones horribles.
La literatura encontraba la forma de ordenar ese caos y me daba un peñón al que aferrarme. De esa forma podía vivir la tormenta sin ser destrozado por ella.

¿Por qué entonces había escrito una historia que en el fondo no quería contar?

La respuesta era simple:
Porque podía.

De tanto escribir, mis dedos se estaban acostumbrado a galopar con facilidad sobre el teclado y podían hacerlo incluso cuando ningún jinete los guiaba.

Con la bicicleta tuve una experiencia similar.
He llegado a calles siniestras o a terrenos baldíos simplemente porque mis piernas llevan 25 años pedaleando y ahora lo hacen por sí solas. Si me distraigo de ellas, como cuando estoy furioso o triste, me voy de avance. Me he sorprendido pedaleando de noche junto al Cementerio de San Juan de Miraflores y he llegado sin saber cómo hasta La Herradura o los Pantanos de Villa.

Pero tal vez el ejemplo más funesto es el de mi vida como publicista.

Antes de decidir que debía dedicarle la mayor parte de mi tiempo a escribir cuentos, trabajé en una agencia. Todas las mañanas iba y diseñaba -durante 10 o 12 horas- un catálogo de productos para el hogar: roperos, sillas, persianas. Nunca me pregunté si los productos que yo ayudaba a vender eran buenos. O si la gente los necesitaba para sentirse feliz, como los sonrientes modelos que fotografiábamos. Yo diseñaba porque tenía una Mac para hacerlo, sabía manejar el Illustrator y necesitaba el dinero a fin de mes. Punto. De noche llegaba a casa y escribía mis cuentos. Ese era mi pago para librarme de la culpa que sentía por ser una meretriz del confort el resto del día. Al poco tiempo renuncié a la agencia.

Tal vez por eso, porque la literatura fue el lugar verdadero al que llegué tras abandonar lo que yo consideraba mundano, nunca sospeché que también algún día podría trivializarla. Que llegado cierto momento me sería tan fácil contar cualquier historia, que no me importaría qué contaba sino el cómo lo hacía, o peor aún, qué lograba con ello.

¿Era esa la historia que querías contar?
No

Hace un par de días, dos amigas me regalaron libretas para escribir y dibujar. Una de ellas incluso la había cosido a mano. Es un regalo que siempre me conmueve porque me recuerda esa anécdota de Ribeyro en la que un grupo de alumnas de un colegio estatal le entregan una bolsa de plástico. “Esto es un obsequio… para que pueda seguir escribiendo” le dijeron. Al abrir la bolsa, Julio Ramón encontró lapiceros y una docena de cintas de máquina de escribir.

La gente que disfruta de nuestras historias no nos hace estos regalos porque le parezca que nuestras historias son ingeniosas o porque estén “bien escritas”. Lo hacen porque sienten que la razón que las impulsa es algo que su corazón también comprende. La anécdota no es lo más importante.

El cuento “Por las azoteas” de Julio Ramón Ribeyro no es un cuento sobre un niño que anda haciendo desmadres en la azotea de su casa y conoce a un viejo pastrulo que le cuenta historias. “Por las azoteas” es la historia de todos los chibolos que hemos creado un reino privado a salvo del mundo de los grandes y hemos descubierto en él, algo que nadie más nos quiso revelar. “E.T.” no es la historia de un niño norteamericano que descubre un pequeño extraterrestre en el jardín de su casa. Cualquier niño que haya encontrado un gatito en la calle y lo haya metido de contrabando a su habitación se ha tenido que sentir tremendamente identificado con la peli de Spielberg.

Una buena historia siempre tiene un río que fluye debajo de ella. Esa es la razón por la que un día agarramos un lápiz 6B, un teclado o una caja de óleos pastel. Sabíamos algo que queríamos compartir con el mundo. Como esa niña que dibujó a Dios. Y cuando el profesor le dijo que nadie sabía cómo era Dios ella le dijo: “Pues ahora lo van a saber”.

Ah, por supuesto que uno puede aprender a contar buenas anécdotas. De hecho, es imprescindible hacerlo para que el lector JAMÁS se dé cuenta de que estás infiltrando tu visión del mundo en el chisme que lo ha llevado a leer tu libro. Pero bueno, para contar buenas anécdotas hay decenas de decálogos, trucos, fórmulas, estructuras narrativas que se pueden modificar ad infinitum. Sin embargo, creo que uno de los mayores retos para un creador es que, en medio de todo ese aprendizaje de la arquitectura de las historias, no pierda el cable a tierra que conecta la anécdota con la verdad profunda que la impulsa.

Es decir, si los cuentos, además de divertirnos con historias alucinantes, son capaces de despertarnos de la mentira, de hacernos comprender a otro ser vivo, de darnos lucidez dentro del caos o paz en la tormenta… entonces ¿por qué no vamos a intentar escribir una así? Si además de maravillar a un niño con la historia de un extraterrestre que hace volar su bicicleta, podemos hacerle comprender que uno puede hacer un amigo aunque no luzca igual a ti, aunque no hable como tú y aunque no venga del mismo lugar ¿por qué carajo no vamos a intentarlo?

jueves, 20 de febrero de 2020

miserable existencia

Un alumno de Guion aprende más de diálogos y tensión narrativa mientras implora por un puntito más en el trabajo final. Ahí por fin entienden la importancia de la intriga: "Profe, no me va a creer lo que le pasó anoche a mi impresora". Entienden que para que me crea que llegaron tarde por la supuesta muerte de un abuelo, deben ponerle un nombre verosímil, como Glicerio, Ruperto o Froilán. Nombres que no se pueden inventar, así que tienen que ser verdad. Todo el ciclo me maté explicándoles que los personajes tienen que manifestar sus emociones con acciones y movimientos corporales ¡Por eso los enamorados siempre corren como huevones al final de las películas románticas! -les dije- de otro modo, es imposible que el público entienda qué tan desesperados están. Pero no lo comprenden hasta que ellos mismos fingen que llegan arrastrándose al salón y me enseñan el raspón que se hicieron bajando de la combi. Profe, casi me he muerto por traerle el guion, acéptemelo, no sea malo. Si mis alumnos comprendieran que todos los días crean maravillosos guiones para justificar su miserable existencia, este curso ni siquiera sería necesario. Como dijo Alberto Chimal: "el pretexto es uno de los grandes géneros narrativos que todos practicamos".

domingo, 26 de enero de 2020

Días de Elecciones

En mi cola de votación, justo antes que yo, está un chibolo con su mamá. El chibolo viste bermudas, polo blanco y un gorrito de jockey. Tiene el rostro terso de los niños y la expresión de que ha dejado el playstation prendido a mitad de un partido. Se me ocurre que su mami lo ha traído para que la acompañe y a él no le ha quedado de otra. Pero en realidad es al revés, es ella la que lo acompaña a dar su primer voto. El chibolo ya tiene 18. Ese fenómeno se vuelve cada vez más común en mi vida. Decirle chibolo a alguien que ya puede votar, manejar un carro, ser mi jefe.

La señora entra con él al aula 106 del colegio Juana Alarco, él entrega su DNI a los miembros de mesa (que a mis ojos también parecen los Salsa Kids) y pasa a la mesa de votación. Al salir, le indican que debe doblar el papelito antes de meterlo al ánfora. Él hace como le indican y, entonces, le devuelven su dni con su primer sticker de platino, la primera figurita de su álbum electoral Contigo Perú. Más tarde descubrirá que el álbum en realidad se debería llamar (Me hundiré en la tierra) Contigo Perú. Pero ahorita mismo, el muchacho parece tener fe, le sonríe a su vieja y se van. Probablemente, esta tarde, esté un poquito más atento a la tele cuando empiecen a dar los resultados. Ahora él es parte de la decisión y de la incertidumbre. Tal vez de la alegría.

Yo también voto y salgo caminando como Peter Parker en Spiderman 3. Me monto a la bici y, antes de empujar los pedales, sintonizo mi playlist tonero, porque ha salido el sol y porque esa huevada de llamarle "Fiesta electoral" a las elecciones, hace que a uno le den ganas de destapar una chela, de ver el flash con los amigos y de bailarse un pinche cumbión bien loco viendo los memes de Meche Araóz con su nuevo peinado de Ayuwoki.

La canción que me salta primero es El día de mi suerte de Lavoe. Y por primera vez en 40 años, esa canción que tanto he cantado, bailado y gozado, me suena diferente. Me viene la imagen de un mapa del Perú toneando borracho y cantando en una esquina: ♫ Sé que antes de mi muerte, seguro que mi suerte cambiará ♫

¿Será que la suerte del Perú cambiará?

Recuerdo que cuando llegué a vivir a Lima en el 92, me estaba paseando por la recepción del que iba a ser mi colegio mientras mi mamá separaba mi matrícula. Protegida por una urna transparente, había una maqueta del colegio junto al auditorio y yo me quedé mirándola. La maqueta prometía muchas cosas lindas como piscinas y canchas deportivas para seducir a los padres incautos. Unos exalumnos que andaban por ahí se me acercaron y me dijeron esto: Chibolo, ¿ves esa piscina de la maqueta? Esa huevada está en planes desde que nosotros teníamos tu edad. Y te apuesto que cuando te vayas, todavía no va a estar lista. Luego se fueron cagaos de risa. Yo era un niño y su broma me pareció exagerada, pensé que a lo mejor se tardarían unos meses pero al final la piscina estaría lista. Vamos, había una jodida maqueta ahí que lo prometía. Pero la verdad es que cuando me fui del colegio, efectivamente la piscina no estaba terminada. Era un charco verde y mohoso. Y a nadie del cole le parecía extraño ver ese hueco inútil en un rincón del patio.

Hoy el chibolo de mi fila me recordó al que miraba la maqueta de una piscina olímpica en la que algún día podría nadar. Cuántas elecciones faltarán, me pregunto, para que se le diluya esa sensación de que las promesas se cumplen y venga a votar con cara de: yaaaa qué chucha. ¿Cuándo tenga 30? ¿Cuando tenga 40 como yo? Ojalá que no tan pronto. A mí, al menos, todavía me agarran de cojudo cada vez que hay elecciones.

A las 5 de la tarde veo los primeros resultados. El APRA que nunca muere ha muerto. Tampoco ha pasado la valla la inmundicia de Solidaridad Nacional. Asusta que casi el 9% del electorado haya escogido a un partido liderado por un señor que dijo que iba a resucitar pero ay siguió muriendo. Y preocupa que la banda criminal de Fuerza Popular no termine de extinguirse, pero de todas formas, uno nota cierto cambio. Cierto asco.

Mi colegio ahora tiene piscina. No sé cuándo chucha la construyeron, pero ahí está. A mi colegio lo compraron otros dueños, sacaron a los corruptos y me han dateado que ahora es un colegio de gente decente, no como en mis épocas. Tal vez no sucedió cuando yo estaba ahí, pero sucedió.

Quién sabe y ya no le toque a mi generación ver al país sano. Tal vez, cada vez que vaya a votar, yo todavía tenga que imaginar que el Perú es un pobre tipo que canta borracho de esperanza que pronto llegará el día de su suerte. Pero con fe, la generación de ese chibolo ya no tendrá que decir: yaaa qué chucha al acercarse a un ánfora. Ratas en la política siempre va a haber, nuevas y mejoradas. Pero creeeo, me pareeece (si no me estoy pasando nuevamente de huevón) que estamos aprendiendo a reconocerlas.

miércoles, 22 de enero de 2020

Se te va a parar el clítoris

Dicen que ahora la gente ya no conoce ni a sus vecinos. Pero esas son mentiras del capitalismo para vendernos porteros eléctricos y drones asesinos. En mi edificio al menos, nos conocemos bien. Y no es porque seamos locashos barranquinashos que se juntan en la bioferia del domingo a intercambiar recetas de quinoto. Es por algo tan sencillo como esto: la ventana de nuestros baños da a un tragaluz común que nos une a todos en un cague colectivo. Se oye todo. De modo que si a veces olvido el celular cuando ya tengo las nalgas puestas sobre el inodoro, puedo entretenerme escuchando esas conversaciones, que son como mi facebook vecinal. Y no es poca cosa, eh. Por ese tragaluz me enteré que venía de nuevo Kevin Johansen, que Vizcarra cerraba el Congreso (de la alegría hasta se me relajaron las tripas) y que Jennifer Aniston se había abierto un instagram y la red había colapsado. Como ese día sí tenía mi celular en la mano, le di follow al toque. Rachel siempre fue mi favorita. Lo único que falta para que todo sea perfecto es un sistema de botones que te permita sintonizar a tu vecino predilecto: el músico, el analista político, la chismosa. A los que yo más nítidamente oigo es a los nuevos del piso de abajo, una pareja de jóvenes latinoamericanos que acaba de mudarse. Por las voces, me parece que él es argentino y ella colombiana. Son re-divertidos. Hace poco estaba rasurándome con la puerta del baño abierta. Nicole leía echada en el mueble de la sala. De pronto los escuché conversar. Con la mano izquierda le hice una seña a Nicole para que se acercara de puntillas ¡¿Pero no la has visto, loca? preguntó el argentino. ¡Tenés que verla! Estaban hablando de una película. ¡Se te va a parar el clítoris! le dijo. Ella soltó una risita. ¿De qué trata, amor? preguntó interesada. Mira che, no te la voy a spoilear, pero hay una frase, una frase que dice la mujer de la peli. Es tan brutal que le destruye la vida a su ex con dos palabras. ¡Te digo que se te va a parar el clítoris! A este punto de la conversación lo único que Nicole y yo esperábamos era que el argentino soltara el jodido título de la película. Nosotros también queríamos que se nos parase el clítoris. ¡El velo pintado! dijo él finalmente. Ni yo ni Nicole la conocíamos. Pero como justo ese día teníamos pensado ir al Centro, pasamos por el Pasaje 18 de Polvos Azules para comprarla en el stand de la Holy. Esa noche la vimos. Estuvo buena, aunque tampoco tanto. Le dimos 3.6/5 en el nuevo ranking de clítoris erectos. Tal vez mis vecinos tengan mayor facilidad para el orgasmo cinematográfico. Porque bueno, todavía no les conté esto, pero es que además de cinéfilos, son recontra cacheros. Y performáticos además. Les gusta coger bajo la fresca cascada de la ducha. De modo que de cuando en cuando los oímos a través del tragaluz. A mí me parece sano que la gente cache y que haga ruido si quiere. Pero a mis vecinos no les hizo mucho chiste. Mandaron un email a la Junta de Vecinos pidiendo mesura con los "ruidos molestos" a mitad del día. Decía Ribeyro que las únicas veces en que la desnudez de los animales nos molesta es cuando sus actos se asemejan a los nuestros, por ejemplo cuando hacen el amor. Tal vez escuchar a una joven pareja culear a mitad del día, les recordó lo poco que ellos lo hacen ahora, que ya se les está gastando la pilita erótica del amor. Me dio vergüenza ajena aquel email. ¿Cómo le vas a explicar a un par de jóvenes y candentes latinos que no pueden coger cuando se les antoja? A la mañana siguiente el argentino respondió gramputeando respetuosamente a todo la Junta. Dijo que no entendía por qué en el Perú la gente no se ocupaba de sus asuntos y dejaba al resto en paz. ¡Nunca he inclumplido una norma! dijo, solo quiero vivir mi vida, y lo mismo deberían hacer ustedes. Puta, yo terminé de leer su correo y me puse a aplaudir. Me paré de mi silla y me paseé por todo mi depa levantando los brazos y diciendo: bieeeen, csmre, bien, carajo. La vaina es que de todas formas los ruidos eróticos cesaron, y de paso las recomendaciones cinematográficas. Tal vez a ella sí le dio un poco de pudor aquel infame correo. Imagino que ahora ya solo cogen en su cama y con las cortinas cerradas, como cualquier par de aburridos limeños. A veces por las mañanas mientras me rasuro o me echo una cagadita, me asomo al tragaluz y los extraño en silencio. Ellos nos recordaban a todos ese par de cosas que compartimos las personas felices: cachar y ver películas. Dos viejas costumbres que hacen que de vez en cuando se nos pare el clítoris. Y que dejemos de joder tanto a los demás.



martes, 14 de enero de 2020

Hakuna Matata

No es mi culpa, en serio. Es imposible pronunciar bien el nombre de todos mis alumnos el primer día de clase. Me pongo a pasar lista y siempre, csm, siempre hay uno con el que la cago. Esta vez ha sido un muchacho llamado Ray. No debería haberme dado problemas ese nombre tan chiquito. Pero dos de mis escritores favoritos se llaman Ray y son norteamericanos: Ray Bradbury y Raymond Carver. Así que, por costumbre, yo Ray lo pronuncio en inglés: Rey. Hasta ahí tampoco debería haber mucha palta. La vaina es que mi alumno se apellida León. Rey León. Apenas termino de pronunciar su nombre escucho los timbales africanos y hasta el Hakuna Matata dentro del salón. Lo peor de todo es que Ray León es uno de esos chicos que se sientan al fondo y que no quieren llamar la atención. Nadie voltea a mirarlo, pero todos aprietan la risa y los ojos. Mueren de ganas de torcer el cuello pa'trás. Creen que al voltear van a ver a Rafiki elevando a Simba hacia el sol. Lo primero que hago es pedirle disculpas y llamarlo Ray, Ray León, presente, disculpa Ray. Pero eso no hace sino empeorarlo todo. Eventualmente la clase continúa y la paz vuelve al aula. Pero yo sigo sintiendo la mirada felina del Rey desde el fondo del salón. Antes de terminar esa primera clase de Guion, les digo que hay tarea. Es una tarea que pido todos los ciclos. Deben hacer un análisis de una película que haya sido estrenada el año en que nacieron. Y entonces miro a Ray y me pongo a rogar que no haya nacido en 1994. Porque ahí, ahí sí va a venir y me va a sacar la csmre.

sábado, 11 de enero de 2020

La maravillosa historia de Canchita y Roberta Planta

Tengo un amigo que tiene la cabeza como una olla de popcorn recién hecho. Le decimos Canchita. Si viviéramos en Brasil le diríamos Pipoca y Cabeza’e’cotufas si fuésemos chamos venezolanos. También podríamos haberle puesto Pochoclo, Poporopo, Poporocho o Pororó, porque el maíz reventado a fuerza de calor es uno de esos productos mágicos que cada pueblo americano quiso renombrar a su manera. Pero como nosotros nacimos en Perú, le pusimos Canchita, que suena más cariñoso y le hace justicia. Porque la verdad es que Canchita se hace querer, es un buen muchacho, esmirriado como una lagartija del desierto, solo come hojas de lechuga, recorre Lima en bicicleta y siempre te sonríe, si no con la boca, con el alma. Me hace recordar eso que dijo el negro Fontanarrosa cuando le preguntaron qué soñaba para su hijo: “Que sus amigos sonrían al verlo llegar” dijo. La huevada es que Canchita, además de tener el corazón noble y la cabellera como una olla de maíz reventado, también tiene el cerebro en pleno proceso de combustión, por toda la hierba que se fuma. Una vez, en medio de una fiesta en mi casa, desapareció y al rato lo encontré en mi cuarto a oscuras. Estaba sentado en el vértice que formaban las dos mamparas y miraba desde el piso 11 hacia la noche de Lima. Edificios luminosos y carros que atravesaban la Vía Expresa a todo dar. ¿Qué haces, Canchita? le pregunté. Estoy manejando tu edificio por el espacio sideral, me dijo. Su tórax se mecía suavemente y sus manos se aferraban a un timón imaginario. Viéndolo yo también empecé a sentir que mi departamentito de Diez Canseco era el Halcón Milenario, así que me fui del cuarto. Si uno se queda mucho rato junto a Canchita termina por contagiarte la ingravidez. Conversar con él es como tener un ácido en la lengua. Eventualmente todo empieza a ponerse extraño y maravilloso. Y hacía tiempo que yo no veía a Canchita. (Qué loco, escribí "Canchita" y el Facebook me sugirió que etiquetara su nombre real. ¿Cómo sabe Facebook que es a él a quien me refiero?) Bueno, la vaina es que he pasado meses sin verlo y de pronto me suena el teléfono. Es él. Aló, Pierre, estás en tu jato? Csm. Me cuenta que está en Barranco, a un par de cuadras de mi nuevo hogar porque acaba de salir de un Taller. ¿Un taller de qué? Acá en Barranco solo puede ser una de esas pendejadas para estafar tías recién divorciadas: Taller para alinear los chakras, Taller para bailar como la Rosalía, Taller para dibujar como Cherman, Taller para decirle a tus amigas que eres escritora. Pero no, no es nada de eso. Es un Taller para el Autocultivo de Cannabis, porque Canchita será pastrulo pero también emprendedor. O sea que prende y emprende. Solo que hay un problema, me dice. ¿Qué pasa? No puedo llevarme las plantas hasta mi jato pe’. Canchita vive del otro lado del Rímac. Se van a maltratar con el viaje en combi ¿Puedes cuidármelas tú? Y aquí entra el segundo CSM de la historia. Ven, le digo, ven y acá vemos. A los 5 minutos llega Cancha con una gran sonrisa y 2 vasitos de tecnopor llenos de tierra húmeda. Un minúsculo brotecito verde asoma de cada vaso. Parece el niño que vuelve del Nido con su embrión de tomate recién germinado y se lo da a su mamá para que lo ponga junto a la ventana. Siéntate, le digo. Le preparo un té de manzanilla y mientras tanto Canchita me explica cada cuánto hay que echarles agua (reposada previamente 24 horas) y cuánta luz debe caerle a los vasitos. Si puedes, les pones música de Air Supply para que se relajen. Adopción responsable pe’. Mira, aquí las voy a poner, le digo y coloco los vasitos en la banquita de madera junto a la ventana. Aquí van a estar contentas. Canchita me abraza y se va. Quién sabe cuándo volveré a ver a mi amigo. Al día siguiente despierto y me asomo a verlas. Bienvenidas a mi hogar, les digo antes de sentarme a escribir. Y desde entonces, cada dos días les echo un chorrito de agua reposada. A veces saco la guitarra y les canto canciones dulces como Puff the magic dragon o Bird on the wire. Realmente quiero que sobrevivan porque esta es la 3ra vez que tengo cannabis a mi cuidado y siempre he fracasado. La primera vez que lo intenté tenía 20 años. Vivía solo en mi cuartito de estudiante universitario y acababa de perder a mi primer amor. ¿Qué mejor momento para dedicarme a la horticultura? Puse la maceta en la cornisa de la ventana y le tiré las pepas que había guardado de mi primera vez. Y empezó a crecer, maravillosa gobernaba los altos cielos de Los Álamos de Monterrico. Al poco tiempo una paloma puso sus huevitos encima de los brotes y después apoyó su emplumado culo encima de la maceta. Shuu Shuuu, palomitaa ¿Pero con qué cara podía desalojar a una futura madre en nombre del tetrahidracanabinol? La dejé nomás y me resigné, no sin cierta alegría, porque en esa época ya había yo empezado a comprender que me estaba convirtiendo en uno de esos hombres que cuando siembran marihuana cosechan pichones de paloma. Una amiga le apodó La paloma CEDRO en honor a su lucha contra la drogadicción y ahí quedó la historia. La segunda vez que lo intenté, años después, realmente lo intenté. Tenía unas pepas maravillosas porque entonces ya mi empleo me daba para sacar producto de calidad. Nada de roja ni ponzoña. Puro scan scannercaligrafilisticopialidoso. Fui hasta SODIMAC y compré una jardinera de 60 cm, tierra preparada, pulverizador de agua y toda la vaina. Entonces me ganó la soberbia. Todo orgulloso puse la jardinera en el pasadizo de la quinta como una vieja que saca sus helechos para poner piconas a las vecinas. La vaina es que no solo se pusieron piconas sino paranoicas y me las asesinaron. Así que ahora, esta vez, realmente quiero ver a estas crecer y florecer. Y crecen, causa. Por algo se llama hierba. Le basta que la dejes tranquila con un poco de agua y luz. Ya lo decía La Raza: Pongo, pongo, pongo la semillita / Cada día con agua riego la hierbita / Crece sola y es natural / Por qué chucha me dicen que es ilegal // Después de dos meses, una de las plantitas se ha marchitado y ha muerto, pero la otra, su hermana, alza sus hojas como una alta palmera y le da sombra a mi pequeña pantera de plástico. Al cabo de 3 meses, le han crecido 4 juegos de ramitas verdes como jóvenes iguanas. Y entonces, justo entonces, mi viejo me fonea desde Talara y anuncia que va a venir de visita a Lima. La CSMMM. A ver, mi viejo sabe. Claro que sabe, porque ha leído mis cuentos. Sobre todo ese que le dediqué y que se llama: Mi viejo en Facebook y un kilo de mandarinas. Pero una cosa es que sepa que de vez en cuando me fumo un troncho (en la inexacta precisión de ese “de vez en cuando” se apoya nuestro tratado de paz) y otra cosa, es que vea un sembradío de macoña al llegar al depa de su primogénito. Así que digo: ni cagando, se va a loquear y va a tirar su calzoncillo al techo, como dice él. Déjala ahí, me dice un amigo, acaso tu viejo la va a reconocer? Weón, mi viejo es Raúl Castro, ex presidente de Cuba, me va a estatizar la planta, tssss. Mi viejo ha dicho que llega el domingo. Así que el sábado por la mañana, un sábado como hoy, decido sacar la plantita del hogar. Sé a quién se la voy a heredar, por supuesto, tengo –además de Canchita- decenas de amigos drogadictos a los que quiero mucho. El único problema es que no sé cómo llevármela. A estas alturas del partido la plantita ya mide 50 centímetros de alto. No es poca cosa. Además tiene un olor potente y seductor como el último perfume de Paco Rabanne. Es una misión delicada, como cuando Miyagi y Daniel San trasplantan el bonsái al acantilado. Si pido un Beat el taxista va a olerla, se va a paltear y va a desviarse hasta la comisaría más cercana. Tengo que ir en mi bici, no hay de otra. Con mucho cuidado meto la maceta a un morral y me lo ato al cogote. Es importante que no se maltrate, que llegue radiante. Apoyo el morral contra mi pecho, el último brote de hojas asoma fuera y me hace cosquillas en el cuello. Tranquila, bandida, le digo, vas a estar bien. Put your head on my shoulder. Bajo por las escaleras para no cruzarme con mis vecinos hipsters, saco la bici del sótano y salgo pedaleando de Barranco. Nunca hasta ese sábado de mi puta vida me había dado cuenta de la cantidad de patrulleros y serenazgos que recorren las calles de Miraflores. Barrio pa’ pendejo este. Me cruzo a una Pati en Reducto, a dos en Larco y al último serenazgo en el Parque Kennedy. He logrado sortearlos a todos como en una misión de Grand Theft Auto. Finalmente, la maravillosa avenida Pardo me protege bajo la fresca sombra de sus ficus. Recuerdo el nombre de una hermosa película iraní de Abbas Kiarostami: ¿Dónde está la casa de mi amigo? Y es eso lo que me voy repitiendo mientras pedaleo el resto del camino. ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde está la casa de mi amigo? Mi amigo vive con su novia en el Barrio de Ribeyro, entre el mar y la Huaca Juliana. Al llegar, ato mi bici a un poste y subo por las escaleras. Toco el timbre y me abren la puerta. Les he traído un regalo, les digo. Y entonces, como quien devela un monumento maravilloso, saco la planta del morral. La cara que ponen es todo mi premio. Es la cara del niño que ve por primera vez un avión en el aire. O para ser más preciso, la de Leo di Caprio en aquella escena de La playa cuando se encuentran con el sembradío infinito: “Csmre, eso es lo que yo llamo un montón de marihuana” Qué Papá Noel ni qué huevada. Esta es la prueba definitiva de la amistad. ¡Ya se me ocurrió hasta un nombre para ponerle! me dice mi pata que además es DJ: En honor al rock la vamos a llamar Roberta Planta. ¡Dámela, drogadicto! me dice ella y la coloca junto a una ventana donde tiene al resto de sus plantitas no alucinógenas. Después nos ponemos a beber y a reír a carcajadas hasta que cae la noche. Al dormirme, sueño que la planta florece y nos conversa. En mi sueño la planta tiene la cara de mi pata Canchita que maneja mi edificio por el espacio sideral. ¿Qué haces, Canchita? le pregunto. Y entonces Canchita se voltea hacia mí y me dice: hago que mis amigos sonrían al verme llegar.