jueves, 27 de febrero de 2020

Un viejito loco

Ayer iba montando mi bici por la berma central de la avenida Pardo cuando se me ocurrió grabarle un vídeo a mi mamá. Saqué el cel, abrí la cámara y puse REC. Empecé por el edificio de la esquina de Elías Aguirre, donde nos hospedamos cuando llegamos a Lima en el '93. Pasé luego por el busto de Julio Ramón Ribeyro y, finalmente, enfoqué la calle donde vivía mi profesor de piano, justo en el último óvalo antes del malecón. Mi mamá me matriculó a esas clases cuando yo tenía 14 años. Mi mamá quería que yo fuera el próximo Richard Clayderman. Mientras le grababa el vídeo y pedaleaba, iba confesándole que un par de veces me escapé de las sonatas y los nocturnos para ir a mirar el mar. Me escapaba porque a mis 14 años mi profesor de piano me asustaba un poco. En el vídeo le digo a mi mamá: "El profe era un viejito loco, un ermitaño que vivía encerrado tocando su piano, era un gran profe, pero estaba medio quemao".


Ahora que escucho el audio y recuerdo a mi profe de piano, me pongo a pensar que he llamado "viejito" a alguien que en el '93 era -de hecho- más joven de lo que yo soy ahora, tal vez él parecía mayor por su bigote y sus pulóveres. Lo llamo ermitaño porque su hogar era una de esas antiguas casonas miraflorinas, protegidas por rejas y grandes matas de buganvilias. Antes de entrar a la clase yo me cruzaba con el alumno anterior, que se iba con cara de que acababan de azotarle el alma. Adentro, además del inmaculado piano (uno tenía que correr a lavarse las manos antes de osar ponerle un dedo encima), había muchos libros, esculturas, plantas y una pecera llena de los goldfishs más majestuosos que vi en mi vida. Era una casa que parecía diseñada para aislarse del mundo. Una casa como la del joven manos de tijera, como la de Nosferatu. O como la mía, llena de tantos libros por leer que yo podría afrontar feliz un apocalipsis zombi.

En unos días comienza la matrícula para el curso que dicto. Y pienso que cuando los nuevos alumnos le pregunten a los que ya me conocen qué tan buen profe soy, ellos van a responder lo mismo que yo dije de mi profe de piano: "Ahh el profe Pierre es un viejito loco, un ermitaño que vive encerrado escribiendo sus cuentos. A veces su clase te azota el alma. Es buen profe, pero está medio quemao"

martes, 25 de febrero de 2020

El corazón de una historia

Voy a compartir con ustedes uno de los mejores consejos de escritura que recibí en la vida. Tal vez no sea tan bueno, pero a mí me gusta. Me refiero a que hay decenas de decálogos de diferentes escritores sobre cómo se escribe una historia y una toma lo que logra encajar con las propias ¿no? Qué chucha le voy a hacer caso a Bolaño que dice que hay que abordar los cuentos de quince en quince si yo a las justas puedo con 1 o 2. Bueno, este consejo me lo dieron hace más de 10 años. Yo todavía no había publicado mi primer libro, pero tenía ya algunas decenas de cuentos escritos y sabía -o pensaba que sabía- cuando una historia estaba más o menos bien contada.

Una noche por semana iba a un taller literario que un amigo escritor daba en la sala de su casa. Sucedió ahí. Éramos un grupo pequeño y nos reuníamos a leer y a comentar nuestros cuentos. Una noche me tocó el turno. Leí una historia de 2 páginas que había escrito el 31 de diciembre, encerrado en mi casa mientras todo el mundo celebraba el Año Nuevo.

Acababan de terminar conmigo. Por eso estaba solo en Año Nuevo y por eso el cuento nacía de la furia y el despecho, dos emociones que tantas canciones huachafas han inspirado. Eso debió darme una señal, pero cuando uno tiene el corazón partío, se pasa las alertas del ridículo por el culo.

Recuerdo que terminé de escribirlo a la una de la madrugada del 1ro de enero. Todavía estallaban bengalas en el cielo de Lima. Yo imprimí el cuento, me lo metí al bolsillo trasero del jean y salí a caminar. Alguien me había regalado un lapicero láser y jugué a proyectar el rayo rojo contra los árboles, las casas y los grupos de amigos que caminaban por San Borja. Cargar un cuento fresco en el bolsillo es una sensación maravillosa.

No pasó mucho tiempo hasta que lo llevé al taller para ponerlo a prueba. Cuando acabé de leerlo, la gente hizo comentarios acerca de los personajes, de las referencias que había utilizado y del desenlace. Pero el escritor que dirigía el taller, que siempre veía un poco más allá de lo evidente, me dijo esto:

“Pierre, tú empezaste a escribir cuentos por una razón. No sé si la recuerdas, pero parece que la has extraviado. Técnicamente tu cuento no está mal, funciona. Pero ¿es esta la historia que querías contar?”

¿Era esa la historia que quería contar?
No. No lo era.

Era un cuento que dejaba una sensación horrible.
Yo empecé a escribir cuentos porque era la vida la que me dejaba sensaciones horribles.
La literatura encontraba la forma de ordenar ese caos y me daba un peñón al que aferrarme. De esa forma podía vivir la tormenta sin ser destrozado por ella.

¿Por qué entonces había escrito una historia que en el fondo no quería contar?

La respuesta era simple:
Porque podía.

De tanto escribir, mis dedos se estaban acostumbrado a galopar con facilidad sobre el teclado y podían hacerlo incluso cuando ningún jinete los guiaba.

Con la bicicleta tuve una experiencia similar.
He llegado a calles siniestras o a terrenos baldíos simplemente porque mis piernas llevan 25 años pedaleando y ahora lo hacen por sí solas. Si me distraigo de ellas, como cuando estoy furioso o triste, me voy de avance. Me he sorprendido pedaleando de noche junto al Cementerio de San Juan de Miraflores y he llegado sin saber cómo hasta La Herradura o los Pantanos de Villa.

Pero tal vez el ejemplo más funesto es el de mi vida como publicista.

Antes de decidir que debía dedicarle la mayor parte de mi tiempo a escribir cuentos, trabajé en una agencia. Todas las mañanas iba y diseñaba -durante 10 o 12 horas- un catálogo de productos para el hogar: roperos, sillas, persianas. Nunca me pregunté si los productos que yo ayudaba a vender eran buenos. O si la gente los necesitaba para sentirse feliz, como los sonrientes modelos que fotografiábamos. Yo diseñaba porque tenía una Mac para hacerlo, sabía manejar el Illustrator y necesitaba el dinero a fin de mes. Punto. De noche llegaba a casa y escribía mis cuentos. Ese era mi pago para librarme de la culpa que sentía por ser una meretriz del confort el resto del día. Al poco tiempo renuncié a la agencia.

Tal vez por eso, porque la literatura fue el lugar verdadero al que llegué tras abandonar lo que yo consideraba mundano, nunca sospeché que también algún día podría trivializarla. Que llegado cierto momento me sería tan fácil contar cualquier historia, que no me importaría qué contaba sino el cómo lo hacía, o peor aún, qué lograba con ello.

¿Era esa la historia que querías contar?
No

Hace un par de días, dos amigas me regalaron libretas para escribir y dibujar. Una de ellas incluso la había cosido a mano. Es un regalo que siempre me conmueve porque me recuerda esa anécdota de Ribeyro en la que un grupo de alumnas de un colegio estatal le entregan una bolsa de plástico. “Esto es un obsequio… para que pueda seguir escribiendo” le dijeron. Al abrir la bolsa, Julio Ramón encontró lapiceros y una docena de cintas de máquina de escribir.

La gente que disfruta de nuestras historias no nos hace estos regalos porque le parezca que nuestras historias son ingeniosas o porque estén “bien escritas”. Lo hacen porque sienten que la razón que las impulsa es algo que su corazón también comprende. La anécdota no es lo más importante.

El cuento “Por las azoteas” de Julio Ramón Ribeyro no es un cuento sobre un niño que anda haciendo desmadres en la azotea de su casa y conoce a un viejo pastrulo que le cuenta historias. “Por las azoteas” es la historia de todos los chibolos que hemos creado un reino privado a salvo del mundo de los grandes y hemos descubierto en él, algo que nadie más nos quiso revelar. “E.T.” no es la historia de un niño norteamericano que descubre un pequeño extraterrestre en el jardín de su casa. Cualquier niño que haya encontrado un gatito en la calle y lo haya metido de contrabando a su habitación se ha tenido que sentir tremendamente identificado con la peli de Spielberg.

Una buena historia siempre tiene un río que fluye debajo de ella. Esa es la razón por la que un día agarramos un lápiz 6B, un teclado o una caja de óleos pastel. Sabíamos algo que queríamos compartir con el mundo. Como esa niña que dibujó a Dios. Y cuando el profesor le dijo que nadie sabía cómo era Dios ella le dijo: “Pues ahora lo van a saber”.

Ah, por supuesto que uno puede aprender a contar buenas anécdotas. De hecho, es imprescindible hacerlo para que el lector JAMÁS se dé cuenta de que estás infiltrando tu visión del mundo en el chisme que lo ha llevado a leer tu libro. Pero bueno, para contar buenas anécdotas hay decenas de decálogos, trucos, fórmulas, estructuras narrativas que se pueden modificar ad infinitum. Sin embargo, creo que uno de los mayores retos para un creador es que, en medio de todo ese aprendizaje de la arquitectura de las historias, no pierda el cable a tierra que conecta la anécdota con la verdad profunda que la impulsa.

Es decir, si los cuentos, además de divertirnos con historias alucinantes, son capaces de despertarnos de la mentira, de hacernos comprender a otro ser vivo, de darnos lucidez dentro del caos o paz en la tormenta… entonces ¿por qué no vamos a intentar escribir una así? Si además de maravillar a un niño con la historia de un extraterrestre que hace volar su bicicleta, podemos hacerle comprender que uno puede hacer un amigo aunque no luzca igual a ti, aunque no hable como tú y aunque no venga del mismo lugar ¿por qué carajo no vamos a intentarlo?

jueves, 20 de febrero de 2020

miserable existencia

Un alumno de Guion aprende más de diálogos y tensión narrativa mientras implora por un puntito más en el trabajo final. Ahí por fin entienden la importancia de la intriga: "Profe, no me va a creer lo que le pasó anoche a mi impresora". Entienden que para que me crea que llegaron tarde por la supuesta muerte de un abuelo, deben ponerle un nombre verosímil, como Glicerio, Ruperto o Froilán. Nombres que no se pueden inventar, así que tienen que ser verdad. Todo el ciclo me maté explicándoles que los personajes tienen que manifestar sus emociones con acciones y movimientos corporales ¡Por eso los enamorados siempre corren como huevones al final de las películas románticas! -les dije- de otro modo, es imposible que el público entienda qué tan desesperados están. Pero no lo comprenden hasta que ellos mismos fingen que llegan arrastrándose al salón y me enseñan el raspón que se hicieron bajando de la combi. Profe, casi me he muerto por traerle el guion, acéptemelo, no sea malo. Si mis alumnos comprendieran que todos los días crean maravillosos guiones para justificar su miserable existencia, este curso ni siquiera sería necesario. Como dijo Alberto Chimal: "el pretexto es uno de los grandes géneros narrativos que todos practicamos".