viernes, 27 de septiembre de 2013

Bajo un árbol de moras

Cuando era chiquito me partieron la cabeza bajo un árbol de moras. Cuando ya era grande, besé a una chica bajo un árbol de moras. Entre ambas historias, pasaron más de veinte años humanos. A ratos sin embargo me parece que fueran veinte minutos. Me partieron la cabeza cuando tenía 8. Estaba en el patio del colegio esperando a que la movilidad viniera por mi. Mientras tanto, tirábamos piedras a un árbol de moras. Éramos muy pequeños pero lanzábamos las piedras con una euforia y puntería digna de los primeros cazadores de mamuts. Después, en otros colegios, he bajado a pedradas ácidos tamarindos y esponjosas guabas, pero las moras fueron mi primer alimento silvestre. La cabeza se me rompió porque cuando escuché el claxon de mi movilidad, fui corriendo por mi mochila que estaba al pie del árbol y alguien lanzó un tardío pedazo de loseta. Cuando el monolito cayó sobre mi cráneo y la sangre me empezó a resbalar por las sienes, todos mis amiguitos me rodearon como apóstoles. ¡ES SANGRE! decían. El niño que había lanzado la piedra dijo ¡NO! ¡ES EL JUGO DE LAS MORASSS! pero nadie, salvo yo, quiso creerle. Entre todos me llevaron al lavatorio y bajo el caño vi como corrían mis pobres leucocitos hacia el desagüe. Luego vinieron las monjas y me llevaron a un hospital que estaba cruzando la pista. Ahí me parcharon la cabeza. Cuando llegué a casa con la vincha de esparadrapo, mi vieja pensó que era una broma de mi tío que era médico y vivía en el piso de abajo. Pero no era una broma. Mi tío revisó la herida y dijo que como era pequeña podían coserme o podía dejar que se cerrara sola. Como yo le tenía miedo a las agujas, decidí que se cerrara sola. Hasta hace unos años todavía podía tocarme la cicatriz con los dedos, pero como ya después el pelo me ha crecido como un incendio, ya no la he buscado.

El árbol bajo el que besé a la chica era pequeñito y nos cubría con un sereno confort de choza. Antes de llegar al árbol yo sabía que tenía que besarla. De hecho, antes de llegar a la calle del árbol, yo sabía que tenía que besarla. Vamos, lo sabía desde que la había visto por primera vez en mi vida, pero no me atrevía. Cuando estuvimos bajo el árbol, uno de los dos se agachó a recoger una mora y luego vino el beso. Entonces fue que sentí la piedra y algo que corría como fuego por mis sienes. Quise creer que era el jugo de las moras, como había dicho mi amigo. Pero no era. Cuando el beso terminó, ella me hizo adiós y entró a su casa diciendo que nos veríamos pronto. Yo crucé la pista y sentí como me crecía la vincha de esparadrapo alrededor de la cabeza. Cuando llegué a mi cuarto quise creer que todo era una broma como había dicho mi vieja. Pero no era. Ya no le tenía miedo a las agujas, pero igual decidí dejar la herida abierta y ver qué pasaba. Entre ambas historias pasaron más de veinte años, pero a veces siento que fueran veinte minutos, bueno no ¿qué hora es ya? digamos un par de horas.



jueves, 26 de septiembre de 2013

música en clase

1.
Una de las cosas que me gusta hacer en clase, es poner música antigua cuando les pido a mis alumnos que escriban un cuento. Ellos tiene la cabeza metida en la hoja, pero yo les suelto bajito a Nina Simone, a Bobby Vinton, a Del Shannon, a las Shirelles. Ahorita está sonando That's life de Sinatra. Ellos siguen escribiendo, pero de pronto mueven el pie o la cabeza. Sí, pendejos -les digo mentalmente- esto es música, primero aprendan de la vida, luego podemos aprender a escribir.


2.
Y en eso de poner música en clase estamos cuando les suelto Pink Floyd. ¿Qué disco es ese, profe? El Dark side of the moon, les digo, uno de los mejores discos de la historia. Y luego, como ya he ido agarrando confianza, agrego: "Además, ayer lo vi en una lista de los 20 mejores discos para fumar". Se ríen. Entonces uno de ellos se mete la mano al bolsillo y dice: "Profe, justo acá tengo un..." y saca un pequeño objeto envuelto en maskingtape. Mentalmente todo el salón grita GUARRRRRDAAAAA!!! Él ve nuestra cara de palteados y dice: NOOO!!! ES MI USB!!!, acá tengo ese mismo disco pero en versión DUB! xD Ufffff. Lo ponemos. Suena chévere

domingo, 22 de septiembre de 2013

El Inmortal

Mi tío, a quien llamaremos “El Inmortal” para proteger su identidad, ha pasado los últimos seis meses chupando y durmiendo en las calles. Fue este un invierno cruel ¿verdad? En casa tiritábamos aún cobijados bajo los tigres de la frazada. Cerrábamos las cortinas y tomábamos cocoa caliente agitando nuestro puño contra el viento. Mientras tanto, mi tío, perdido en algún rincón de Lima, recibía la llovizna en el pellejo con la misma cuarteada firmeza del asfalto. Su juerga empezó el día de su cumpleaños, en febrero. Terminó hace dos semanas, en agosto. Mi tío El Inmortal dice: “Cuando se trabaja, se trabaja, pero cuando se chupa, se chupa”. Suelta la frase contento y orgulloso, con el mismo tono que otra gente utiliza para decir “estoy haciendo un máster en negocios”.

Nunca me ha contado cómo ni en qué momento decide que la fiesta ya terminó. A lo mejor es un poco como cuando Forrest deja de correr. Simplemente sucede: amanece en un parque, enjuaga sus legañas con el agua de los charcos, deja la botella y viene a vernos. Siempre llega escuálido y desorbitado como una rana disecada. Nuestra casa le sirve de centro de re-encauchamiento y así lo recibimos. No hacemos muchas preguntas porque a nosotros tampoco nos gustan las preguntas. Dejamos que él nos hable mientras prepara un almuerzo reparador.

No voy a contar toda la historia de mi tío El Inmortal porque, la última vez que escribí un cuento sobre él, se puso un poco loco y me dijo que vaya a escribir cuentos sobre mi abuela (su vieja). No voy a contar del carro que lo ha chancado (a mi tío El Inmortal los carros le pasan por encima sin magullarlo como a Marv en Sin City), ni tampoco voy a contar que acaba de conocer al primer nieto que le ha dado el cachero de su hijo, mi primo. Pero lo que sí quería contar (porque escribir, al igual que beber, es una extraña forma de acceder al conocimiento) es algo que no termino de comprender en su forma de ser y que me maravilla por su parecido con los hábitos de algún bicho que seguro recordaré cuando termine de contar la historia.

Ahí vamos.

 Cada vez que esto de la fiesta perpetua sucede, mi tío pierde todas sus cosas. Es decir, antes de empezar el desmadre, él tiene un cuarto y un trabajo. El cuartito es alquilado y el trabajo va de chofer de combi a guachimán. En su cuarto tiene una cama, algunos pares de zapatos, chompas, un perfume, cepillo de dientes y tal vez hasta una Kolinos en el baño. Pero cuando empieza a beber, se olvida de su trabajo, del cuarto y de sus cosas. Si algún día lo recuerda, no tiene dinero para pagar la renta, así que, antes de ganarse una puteada de la casera, decide abandonar la cama y el cepillo y seguir bailando. Cuando viene a vernos, ha empeñado hasta los dientes. Con suerte, lo que todavía le queda es su dni y una férrea voluntad de no volver a probar alcohol, parecida a la que los mortales experimentamos el domingo por la mañana.

Entonces comienza su proceso de reconstrucción, que bien podríamos musicalizar con una de esas canciones de Survivor que ponen cuando Rocky Balboa entrena.

Se levanta todos los días a las 7am, se lava la cara y prepara una olla de avena quaker con algarrobina. Cuando está lista, nos llama a desayunar. Al ver que no le hacemos caso y seguimos durmiendo, se para en la puerta y nos grita: levántense prostitutos! Finalmente se rinde y también duerme otro rato más. Al mediodía cocina el almuerzo mientras nosotros trabajamos y cantamos canciones como “El hombre que casi conoció a Michi Panero”. A veces le cambiamos la letra y cantamos “lo he pasado bien y casi conocí en una ocasión a mi tío Inmortal ♫”. Él grita: oe no sean pendejos, y sigue picando cebolla. Después del almuerzo se va. El primer día no sabíamos a donde pero cuando lo vimos regresar con un saco en la espalda mismo Don Ramón cuando chambea de ropavejero, tuvimos que preguntar. El Inmortal no responde nada, solo vacía el saco en la sala y nos deja ver lo que trae: tres pares de zapatos viejos, un celular, un reloj y una casaca.

Una vez que todo está en el piso, toma uno de los objetos, digamos el reloj, y mientras nos lo muestra, hace su pregunta favorita: “¿Cuánto creen?” No sé, le digo, diez soles tal vez. No huevón, me dice, tres soles. ¿Dónde? pregunto. En la Cachina. Miro el reloj. Es un reloj de metal, pesado pero tan feo que preferiría pasar la vida preguntando la hora a desconocidos. El celular, que más parece un jabón de glicerina con botones: ocho soles. Los zapatos (dos pares negros y uno blanco como para irse a tonear con Pedro Navaja): quince soles. ¿Y la casaca? 1 sol le digo por joderlo y él asiente. Efectivamente, le ha costado 1 sol. Y es un Puma original, me muestra la etiqueta.

Cada día llega con más cosas y las va acumulando en nuestro pasadizo: celulares de distintos modelos, más pares de zapatos usados, polos, casacas, un destapador, una vieja billetera Lacoste, un anillo de acero y ayer: un estéreo con radio, reproductor de casetes y cds: 18 soles. Estaba palteado porque no se lo habían probado. Puse un disco y escuchamos la voz de Silvio salir de los parlantes: En el borde del camino hay una silla. Funcionaba.

Pero la ceremonia no acaba en la compra. Pues una vez que nos ha mostrado la merca, se pasa el resto de la tarde lustrando los tres pares de zapatos con más cariño, técnica y ahínco que el de las abejas cuando construyen las celdas de su panal. Luego le saca brillo al reloj, le limpia el óxido al destapador y al anillo, encera su estéreo y presiona las teclas de los celulares tratando de descubrir si un aparato de ocho soles puede tener acceso a tv o a facebook.

Ayer lo hemos embarcado en un taxi con todas sus cosas. El re-encauchamiento ha terminado. Ya recuperó su peso y no parece más una rana disecada sino un sapo maduro. Ha encontrado un cuarto en Santa Anita y un trabajo como guardia nocturno de una discoteca. En apenas dos semanas viviendo aquí en casa, ha acumulado tantos bultos que el station wagon se ha ido tan lleno como el trineo de Santa Claus. Le hacemos adiós desde la puerta.

Esto es lo que pienso mientras veo al taxi alejarse de mi calle:

Todas esas cosas volverán a perderse un día. Una a una, regresarán a la Cachina cuando El Inmortal decida que ya es hora de una nueva fiesta de seis meses. Es como ver a Sísifo empujando la piedra hasta la cima de la colina para verla caer de nuevo, o como pensar en Prometeo atado a la roca del Cáucaso esperando que el águila de Zeus venga a devorarle el hígado que todas las noches le vuelve a crecer.

Pero lo más extraño, oh demonios, es que estoy seguro que mi tío también lo sabe. Sabe que lo que lleva a cuestas lo acompañará solo una parte del camino. Y sin embargo, esa noción de que todo perece o escapa de nuestras manos (de las suyas incluso con mucho más velocidad), no detiene su emoción al buscarlas, encontrarlas y tratarlas con cariño mientras las lleva consigo.

Le decía el otro día a unos amigos mientras chupábamos al borde de mi biblioteca: Miren todos estos libros viejos. Cada uno me recuerda a alguien, la historia de dónde lo compré, quién me lo regaló o dónde lo leí. Y sin embargo, el día que yo me vaya, alguien los venderá al peso y volverán a Amazonas donde otro chico como yo y otra chica como tú los encontrarán emocionados.

Puteamos al destino, nos reímos y seguimos chupando en silencio. No sé si mis amigos están pensando en esto mientras le dan un trago a su cerveza, pero yo recuerdo a las personas que he perdido. También son como libros, zapatos blancos, relojes feos, casacas de un sol, estéreos de los que brotan canciones maravillosas. Llegan, los cuidamos y un día los perdemos.

Es una idea terrible. Trato de desahuevarme y fluir como mi tío El inmortal. Intento convencerme de que la piedra de Sísifo no es aquella carga imposible que se nos escapa de las manos. Trato, en cambio, de recordar el mito que cuenta que aquella piedra es el Sol y que necesariamente debe irse para volver más tarde a sentarse en mi ventana. Pienso en nuestros hígados y nuestros corazones regenerándose sin miedo al águila de Zeus. Pienso en el invierno, en las calles de Lima, en la llovizna, pienso en los sapos y las ranas, pienso en la Cachina como una gran metáfora del mundo. Y pienso en mi tío El inmortal. Pienso sobre todo en él, como un río que todo lo recibe y todo lo deja ir. Veo su taxi alejarse e intento contagiarme un poco de su vida. Sé que si no lo consigo, voy a quebrarme, voy a partirme en dos, justo ahorita, mientras mi corazón recuerda todo aquello que alguna vez encontré maravillado, aquello que durante un tiempo sostuve con fuerza entre mis brazos y que luego tuve que abandonar en alguna habitación a la que no pude volver más.


lunes, 2 de septiembre de 2013

colegios chinos

Así que estoy en el cumpleaños del Equis. A ratos me quedo solo porque he llegado temprano y al único que conozco es al Equis y a su novia. Pico pasas con maní. Reviso su colección de vinilos. De pronto llega este chico que me cuenta cosas. Dice que me conoce de antes y yo también lo reconozco pero no tenemos ni puta idea de dónde. Pero eso no es lo importante. Lo importante es lo que me cuenta. Me cuenta, por ejemplo, que estudió en un colegio chino. Según él hay tres colegios chinos en Lima: el de los ricos, el de los menos ricos y el suyo. Él no es chino pero de chibolo era berraco y dice que una vecina le dijo a sus viejos que en ese colegio no creían en Willie Colón ni en eso de "árbol que nace doblao jamás su tronco endereza", así que lo metieron de cresta. Me cuenta que todos sus compañeros eran chinitos pero se llamaban Pedro, Andrés, Jorge. Dice que él les decía "Oe, tú eres chino, has nacido en China, tu viejo es chino, tu vieja es china, no me jodas con que te llamas Pedro, ya, suelta la cachanga". Entonces sus amiguitos les decían sus nombres de verdad: Chen, Liu, Feng, Chinji, Naruto. En el propio colegio les habían sugerido que usen otros nombres para que les sea más fácil socializar. ¿Qué carajo? Por ejemplo ¿tú cómo te llamas? Chun Li. A la mierda, ahora te llamas Carmen. No contaban con Nintendo y Capcom. Si yo hubiese conocido a una niña llamada Chun Li, no me hubiese sido difícil socializar con ella. Probablemente hasta me hubiese enamorado. Chun Li significa Bella Primavera y su nombre me recuerda, además de mi infancia, un agudo grito y patadas giratorias de cabeza. ¿Por qué habría de llamarla de otra forma?