martes, 24 de septiembre de 2019

azular el alma

Mientras de mis parlantes sale la hermosa voz de Isabel Pantoja cantando Hoy quiero confesar, me pregunto por qué por las tardes me gusta escribir mis historias oyendo esas terribles canciones de la hora del lonchecito: Emmanuel, Jeanette, Sandro, Rocío Durcal. 

Hay un capítulo de Los detectives salvajes, la mítica novela de Roberto Bolaño, en que uno de los personajes clasifica a los escritores entre maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos (fileno como Borges que de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual). No era una clasificación ni despectiva ni sexual. Servía para diferenciar a aquellos escritores que en su obra priorizan o bien la ética (maricón) o la estética (marica, mariquita o loca -según la intensidad-).
 
Por ejemplo, dice el personaje: "Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas / Y en Latinoamérica, ¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar? Vallejo y Martín Adán. Punto y aparte. / Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa"

¿Y yo, csm? me pregunto mientras le doy play a mi playlist de spotify titulado "Corazón de poeta". ¿Qué diría Bolaño de mí? Putamadre, yo ya hasta me salí del espectro. Yo soy Señora declarada. O como diría Casciari: Señora Gorda. 

Y creo que por ahí va la razón por la que oigo esta música tan pendeja por las tardes. Estas eran las canciones que mis queridas y añoradas Meche y Juanita oían en casa cuando planchaban nuestra ropa.
Planchar, al igual que escribir cuentos, es una tarea inútil pero minuciosa. Uno puede perfectamente pasarse la vida con la ropa arrugada, lo mismo que se puede vivir sin haber leído un solo libro de Verne o de Italo Calvino. Yo no he vuelto a planchar una sola prenda desde que salí de casa de mis padres. Sin embargo, reconozco que hay algo maravilloso en estirar el brazo dentro de una camisa tibia y recién planchada. Uno siente, como diría Vallejo, que le han planchado el caos, que le han azulado el alma.

De todas las tareas domésticas, planchar es la más solitaria. Al cocinero lo acompañan y le llena la copa de vino. Le das un beso a quien te ayuda a tender la cama. Pero nadie quiere estar junto al burrito de planchar, ni verse envuelto en esa esfera de vapor denso como si un elefante te estuviera respirando en la oreja. Y por eso quien plancha, debe aferrarse a una canción y, si es posible, cantarla, para que que como la cometa de un niño, lo eleve unos centímetros por encima de la gravedad de la rutina.
Ahora tú me dirás, bien compare, entiendo lo de la música. Pero por qué tienes que escoger música de señora setentera?

Bukowski escribía oyendo a Brahms y a Beethoven, le encantaba la música clásica. Stephen King escucha Metallica, Judas Priest y Anthrax. Weón, hasta la flaca de la saga de Crepúsculo, Stephenie Meyer, escucha Muse. ¡Paulo Coelho (dice que) escucha Mozart! Y tú ctm, escuchando Teorema de Bosé y Como yo te amo de Raphael. 

A ratos me da roche porque de pronto uno de mis hermanos entra al depa y me encuentra con esta música a todo volumen y con los ojos húmedos. Hoy por ejemplo ha sido mi hermana, que solo me ve cada 6 meses y al encontrarme entre Montaner y Paloma San Basilio me ha mirado con cara de ¿Este wéon está enamorado o se está volviendo cabro? 

Supongo que ahora que casi siempre escribo mis historias para Facebook, me cuesta recordar que escribir es un acto solitario como planchar la ropa. Pero lo es. Y siempre debería serlo, porque es en esa pesada esfera de vapor, mientras intentamos quitar las arrugas de nuestra historia, que nos encontramos sin máscaras con nosotros mismos. Y a mí, esa música, tal vez porque la escuché en mi infancia, me lo recuerda.

Me recuerda también que como escritor no debería aspirar todo el tiempo a ser ese cocinero que quiere dejar contentos a todos sus comensales. Sino que como el que plancha una prenda para un ser querido, me debe alcanzar con que una sola persona meta su bracito por la manga tibia de mis palabras y sienta que le han planchado un poquito el caos, que le han azulado el alma.