martes, 24 de marzo de 2020

Volátiles

Son las 7:59 de la noche cuando empiezan a escucharse en mi calle los primeros acordes de Contigo Perú. No sé cuál de mis vecinos es el dueño de los alto-parlantes. Tienen buena definición y alcance. A veces estiro el pescuezo e intento rastrear el sonido del cajón, la voz del Zambo Cavero, la guitarra de Óscar Avilés. Parece que es en la otra cuadra, por donde venden alitas bróster. De todas formas, no importa mucho de dónde viene la alegría cuando es contagiosa como un virus. La gente empieza a asomarse a las ventanas, se encienden las luces, nos miramos las cabezas despeinadas. Van 8 días de cuarentena y contando. Cada vez son menos los que se asoman a aplaudir. Todavía menos los que se animan a cantar. Esta noche yo estoy leyendo echado en el mueble de mi sala y decido que ya basta. Que ya no quiero asomarme. Que prefiero seguir leyendo. Me paro a bajar las persianas y entonces lo veo. Está justo en el edificio del frente. Es un niño pequeño, mirando la calle desde su balcón. Está solo. Sus papás no han salido esta noche con él. Supongo que, al igual que yo, ya se aburrieron del protocolo y están adentro viendo una peli. No es un niño tan chiquito, tiene 7 u 8 años, es probable que ya entienda que algo grave está pasando. No aplaude, se sostiene con ambas manos de la baranda y observa. Tiene una expresión de incertidumbre, como una euforia con el freno puesto. Voltea la cabeza hacia ambos lados de la calle y finalmente su mirada se cruza con la mía. Yo tengo en las manos el cordel de la persiana que está lista para caer y devolverme a mi libro de Arthur C. Clarke. En la historia que he dejado a medias, un astronauta estudia -en un planeta lejano- los restos de una civilización aniquilada en unos segundos por una supernova. El astronauta descubre sobrecogido, así como yo también lo comprendí alguna vez, lo minúsculos y volátiles que somos dentro del Cosmos. Podemos desaparecer en un segundo, como las pelusas de un diente de león. Ya le ha pasado a otras especies ¿Por qué no podría pasarnos a nosotros? Algún día ese niño estudiará, leerá, se hará preguntas y –si no se vuelve un lector de Coelho y se compra eso de que el Universo conspira a nuestro favor- también lo descubrirá y perderá sus certezas. Tal vez dejará también de tener ganas de aplaudir. Pero eso no va a suceder esta noche. Nadie debería descubrirlo a los 7 años. Así que enrollo mi mano en el cordel y tiro con fuerza hacia abajo. La persiana sube, abro toda la ventana y mis manos corren una hacia la otra repetidas veces. El niño se anima y también empieza a chocar sus pequeñas palmas. Nos quedamos ahí un rato, mirando la calle, la ciudad, el mundo que compartimos. Al rato ambos nos giramos y volvemos a casa, un poco menos minúsculos, un poco menos volátiles.




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