sábado, 11 de enero de 2020

La maravillosa historia de Canchita y Roberta Planta

Tengo un amigo que tiene la cabeza como una olla de popcorn recién hecho. Le decimos Canchita. Si viviéramos en Brasil le diríamos Pipoca y Cabeza’e’cotufas si fuésemos chamos venezolanos. También podríamos haberle puesto Pochoclo, Poporopo, Poporocho o Pororó, porque el maíz reventado a fuerza de calor es uno de esos productos mágicos que cada pueblo americano quiso renombrar a su manera. Pero como nosotros nacimos en Perú, le pusimos Canchita, que suena más cariñoso y le hace justicia. Porque la verdad es que Canchita se hace querer, es un buen muchacho, esmirriado como una lagartija del desierto, solo come hojas de lechuga, recorre Lima en bicicleta y siempre te sonríe, si no con la boca, con el alma. Me hace recordar eso que dijo el negro Fontanarrosa cuando le preguntaron qué soñaba para su hijo: “Que sus amigos sonrían al verlo llegar” dijo. La huevada es que Canchita, además de tener el corazón noble y la cabellera como una olla de maíz reventado, también tiene el cerebro en pleno proceso de combustión, por toda la hierba que se fuma. Una vez, en medio de una fiesta en mi casa, desapareció y al rato lo encontré en mi cuarto a oscuras. Estaba sentado en el vértice que formaban las dos mamparas y miraba desde el piso 11 hacia la noche de Lima. Edificios luminosos y carros que atravesaban la Vía Expresa a todo dar. ¿Qué haces, Canchita? le pregunté. Estoy manejando tu edificio por el espacio sideral, me dijo. Su tórax se mecía suavemente y sus manos se aferraban a un timón imaginario. Viéndolo yo también empecé a sentir que mi departamentito de Diez Canseco era el Halcón Milenario, así que me fui del cuarto. Si uno se queda mucho rato junto a Canchita termina por contagiarte la ingravidez. Conversar con él es como tener un ácido en la lengua. Eventualmente todo empieza a ponerse extraño y maravilloso. Y hacía tiempo que yo no veía a Canchita. (Qué loco, escribí "Canchita" y el Facebook me sugirió que etiquetara su nombre real. ¿Cómo sabe Facebook que es a él a quien me refiero?) Bueno, la vaina es que he pasado meses sin verlo y de pronto me suena el teléfono. Es él. Aló, Pierre, estás en tu jato? Csm. Me cuenta que está en Barranco, a un par de cuadras de mi nuevo hogar porque acaba de salir de un Taller. ¿Un taller de qué? Acá en Barranco solo puede ser una de esas pendejadas para estafar tías recién divorciadas: Taller para alinear los chakras, Taller para bailar como la Rosalía, Taller para dibujar como Cherman, Taller para decirle a tus amigas que eres escritora. Pero no, no es nada de eso. Es un Taller para el Autocultivo de Cannabis, porque Canchita será pastrulo pero también emprendedor. O sea que prende y emprende. Solo que hay un problema, me dice. ¿Qué pasa? No puedo llevarme las plantas hasta mi jato pe’. Canchita vive del otro lado del Rímac. Se van a maltratar con el viaje en combi ¿Puedes cuidármelas tú? Y aquí entra el segundo CSM de la historia. Ven, le digo, ven y acá vemos. A los 5 minutos llega Cancha con una gran sonrisa y 2 vasitos de tecnopor llenos de tierra húmeda. Un minúsculo brotecito verde asoma de cada vaso. Parece el niño que vuelve del Nido con su embrión de tomate recién germinado y se lo da a su mamá para que lo ponga junto a la ventana. Siéntate, le digo. Le preparo un té de manzanilla y mientras tanto Canchita me explica cada cuánto hay que echarles agua (reposada previamente 24 horas) y cuánta luz debe caerle a los vasitos. Si puedes, les pones música de Air Supply para que se relajen. Adopción responsable pe’. Mira, aquí las voy a poner, le digo y coloco los vasitos en la banquita de madera junto a la ventana. Aquí van a estar contentas. Canchita me abraza y se va. Quién sabe cuándo volveré a ver a mi amigo. Al día siguiente despierto y me asomo a verlas. Bienvenidas a mi hogar, les digo antes de sentarme a escribir. Y desde entonces, cada dos días les echo un chorrito de agua reposada. A veces saco la guitarra y les canto canciones dulces como Puff the magic dragon o Bird on the wire. Realmente quiero que sobrevivan porque esta es la 3ra vez que tengo cannabis a mi cuidado y siempre he fracasado. La primera vez que lo intenté tenía 20 años. Vivía solo en mi cuartito de estudiante universitario y acababa de perder a mi primer amor. ¿Qué mejor momento para dedicarme a la horticultura? Puse la maceta en la cornisa de la ventana y le tiré las pepas que había guardado de mi primera vez. Y empezó a crecer, maravillosa gobernaba los altos cielos de Los Álamos de Monterrico. Al poco tiempo una paloma puso sus huevitos encima de los brotes y después apoyó su emplumado culo encima de la maceta. Shuu Shuuu, palomitaa ¿Pero con qué cara podía desalojar a una futura madre en nombre del tetrahidracanabinol? La dejé nomás y me resigné, no sin cierta alegría, porque en esa época ya había yo empezado a comprender que me estaba convirtiendo en uno de esos hombres que cuando siembran marihuana cosechan pichones de paloma. Una amiga le apodó La paloma CEDRO en honor a su lucha contra la drogadicción y ahí quedó la historia. La segunda vez que lo intenté, años después, realmente lo intenté. Tenía unas pepas maravillosas porque entonces ya mi empleo me daba para sacar producto de calidad. Nada de roja ni ponzoña. Puro scan scannercaligrafilisticopialidoso. Fui hasta SODIMAC y compré una jardinera de 60 cm, tierra preparada, pulverizador de agua y toda la vaina. Entonces me ganó la soberbia. Todo orgulloso puse la jardinera en el pasadizo de la quinta como una vieja que saca sus helechos para poner piconas a las vecinas. La vaina es que no solo se pusieron piconas sino paranoicas y me las asesinaron. Así que ahora, esta vez, realmente quiero ver a estas crecer y florecer. Y crecen, causa. Por algo se llama hierba. Le basta que la dejes tranquila con un poco de agua y luz. Ya lo decía La Raza: Pongo, pongo, pongo la semillita / Cada día con agua riego la hierbita / Crece sola y es natural / Por qué chucha me dicen que es ilegal // Después de dos meses, una de las plantitas se ha marchitado y ha muerto, pero la otra, su hermana, alza sus hojas como una alta palmera y le da sombra a mi pequeña pantera de plástico. Al cabo de 3 meses, le han crecido 4 juegos de ramitas verdes como jóvenes iguanas. Y entonces, justo entonces, mi viejo me fonea desde Talara y anuncia que va a venir de visita a Lima. La CSMMM. A ver, mi viejo sabe. Claro que sabe, porque ha leído mis cuentos. Sobre todo ese que le dediqué y que se llama: Mi viejo en Facebook y un kilo de mandarinas. Pero una cosa es que sepa que de vez en cuando me fumo un troncho (en la inexacta precisión de ese “de vez en cuando” se apoya nuestro tratado de paz) y otra cosa, es que vea un sembradío de macoña al llegar al depa de su primogénito. Así que digo: ni cagando, se va a loquear y va a tirar su calzoncillo al techo, como dice él. Déjala ahí, me dice un amigo, acaso tu viejo la va a reconocer? Weón, mi viejo es Raúl Castro, ex presidente de Cuba, me va a estatizar la planta, tssss. Mi viejo ha dicho que llega el domingo. Así que el sábado por la mañana, un sábado como hoy, decido sacar la plantita del hogar. Sé a quién se la voy a heredar, por supuesto, tengo –además de Canchita- decenas de amigos drogadictos a los que quiero mucho. El único problema es que no sé cómo llevármela. A estas alturas del partido la plantita ya mide 50 centímetros de alto. No es poca cosa. Además tiene un olor potente y seductor como el último perfume de Paco Rabanne. Es una misión delicada, como cuando Miyagi y Daniel San trasplantan el bonsái al acantilado. Si pido un Beat el taxista va a olerla, se va a paltear y va a desviarse hasta la comisaría más cercana. Tengo que ir en mi bici, no hay de otra. Con mucho cuidado meto la maceta a un morral y me lo ato al cogote. Es importante que no se maltrate, que llegue radiante. Apoyo el morral contra mi pecho, el último brote de hojas asoma fuera y me hace cosquillas en el cuello. Tranquila, bandida, le digo, vas a estar bien. Put your head on my shoulder. Bajo por las escaleras para no cruzarme con mis vecinos hipsters, saco la bici del sótano y salgo pedaleando de Barranco. Nunca hasta ese sábado de mi puta vida me había dado cuenta de la cantidad de patrulleros y serenazgos que recorren las calles de Miraflores. Barrio pa’ pendejo este. Me cruzo a una Pati en Reducto, a dos en Larco y al último serenazgo en el Parque Kennedy. He logrado sortearlos a todos como en una misión de Grand Theft Auto. Finalmente, la maravillosa avenida Pardo me protege bajo la fresca sombra de sus ficus. Recuerdo el nombre de una hermosa película iraní de Abbas Kiarostami: ¿Dónde está la casa de mi amigo? Y es eso lo que me voy repitiendo mientras pedaleo el resto del camino. ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde está la casa de mi amigo? Mi amigo vive con su novia en el Barrio de Ribeyro, entre el mar y la Huaca Juliana. Al llegar, ato mi bici a un poste y subo por las escaleras. Toco el timbre y me abren la puerta. Les he traído un regalo, les digo. Y entonces, como quien devela un monumento maravilloso, saco la planta del morral. La cara que ponen es todo mi premio. Es la cara del niño que ve por primera vez un avión en el aire. O para ser más preciso, la de Leo di Caprio en aquella escena de La playa cuando se encuentran con el sembradío infinito: “Csmre, eso es lo que yo llamo un montón de marihuana” Qué Papá Noel ni qué huevada. Esta es la prueba definitiva de la amistad. ¡Ya se me ocurrió hasta un nombre para ponerle! me dice mi pata que además es DJ: En honor al rock la vamos a llamar Roberta Planta. ¡Dámela, drogadicto! me dice ella y la coloca junto a una ventana donde tiene al resto de sus plantitas no alucinógenas. Después nos ponemos a beber y a reír a carcajadas hasta que cae la noche. Al dormirme, sueño que la planta florece y nos conversa. En mi sueño la planta tiene la cara de mi pata Canchita que maneja mi edificio por el espacio sideral. ¿Qué haces, Canchita? le pregunto. Y entonces Canchita se voltea hacia mí y me dice: hago que mis amigos sonrían al verme llegar.



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