Cuando yo era niño, mi padre se paseaba en sus calzoncillos de bikini blanco por toda la casa. Se paseaba como un gran oso polar delante de mi mamá, de sus hijos y hasta de Mechita y Juanita, las sorprendidas hermanas que nos cocinaban y cuidaban. En defensa suya debo decir que Talara es una ciudad que quema como poto de mototaxista. Por eso además de la calatería mi padre había abierto una heladería que al principio se llamó Chupetes Pierre, luego Chupetes Venecia, luego Tío Rico y al final Cremoladas Yum Yum. Mi amigo Hiro que vio el logo a través de un espejo dijo que mi viejo vendía cremoladas de muy-muy. Pero esa es otra historia.
La chupetería quedaba junto a nuestra casa del parque 5-17, de modo que bastaba cruzar una puerta en el patio para entrar al ronronear de las batidoras y congeladoras, a los frasquitos de vainilla apilados, a las cajas de maní y pasas que coronaban los chupetes, a las cáscaras de tamarindo recién pelado y al adictivo olor que brotaba de una gran pila de bolsas de leche enci listas para ser batidas y congeladas. Mi padre cruzaba ese umbral todo el día y siempre lo hacía en calzoncillos. Recibía a sus 20 o 30 heladeros en calzoncillos, en calzoncillos anotaba el número de helados que habían vendido, en calzoncillos les pagaba, en calzoncillos se acercaba a mi tío Fernando que tostaba manís en una paila o a Segundo que parchaba la llanta de una carreta averiada, en calzoncillos se paraba junto al portón de su chupetería a mirar el barrio, en calzoncillos se comía un chupete, en calzoncillos contaba un chiste y en calzoncillos volvía a casa.
Todos los heladeros (al menos a mí me lo parecía a mis 8 años) lo trataban con cariñoso respeto y le decían ¡hasta mañana, Don Raúl! Tal vez por eso yo crecí convencido de que el respeto era algo que no tenía que ver con la ropa, pues si mi viejo podía conservarlo aun en calzones, entonces era evidente que la corbata y los zapatos no tenían nada que ver. Es un poco extraño porque cuando mi viejo no estaba calato, cuando usaba terno por ejemplo, era muy prolijo y cuidadoso. Siempre llevaba los botones bien puestos, un pañuelo limpio y nunca dejaba que nos fuéramos al colegio con los zapatos sin lustrar.
Cuando a los 13 años dejé de vivir con él para venir a Lima y tuvo que ver cómo yo me dejaba crecer el pelo y usaba jeans viejos y zapatillas cada vez más rotas, se volvió un poco loco. Hasta hace un par de años todavía me llevaba al peluquero cada vez que nos veíamos. "Ya vamos para que te saquen un poco de lana" me decía. Yo accedía más por verlo feliz que por otra cosa. Pero mientras el peluquero me esquilaba pensaba en que todos los intentos que mi viejo hizo para que yo me viera como un tipo decente, nada podían contra esa primera lección que me dio al andar calato por la vida. Yo era un niño de ocho años pero entendí bien el mensaje: Lo primero era estar cómodo con quien tú eras. Tal vez si tú te aceptabas el resto te imitaría. Y el respeto era algo que duraba más si se construía con la forma en la que tratabas a los demás y con el empeño que le ponías a tus helados que con pantalones y corbatas.
Leía ayer en el Diario de un libertino de Rubem Fonseca que la única respuesta inteligente a ¿por qué te hiciste escritor? es la de un tal Montalbán que dijo: "me hice escritor para volverme alto y bonito". O como decía Cesar Calvo: "Se escribe un poema... para poder comer con la mano en los salones si nos viene en gana". Mi viejo preparaba los mejores chupetes de Talara para poder andar por la vida en calzoncillos. Y yo me hice escritor para poder tomarme selfies calato con un libro de Sartre en la mano como una adolescente cachera y ponerme a escribir cuatro horas de pura pichulada para justificarlo. Como quien mata la tarde, así por joder.
Salud, viejo.
Escribir es mi pasearme en calzoncillos por el mundo.
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