En 1939, a puertas de la Segunda Guerra Mundial, el pintor bielorruso Marc Chagall, que en aquel entonces residía en Francia, creó una de las pinturas más bellas de la historia del surrealismo: Los recién casados de La Torre Eiffel. En ella vemos al propio Chagall vestido de morado y a Bella, el amor de su vida, escapando hacia la felicidad montados sobre un hermoso gallo blanco. Algunos dicen que el gallo representa la esperanza y la fertilidad. Otros dicen que representa la Francia de la que Chagall escapa ante la invasión nazi y que el intenso rojo de su cresta es el horror de la guerra. A mí siempre me han parecido un poco absurdos estos sobre-análisis del arte. Yo solo veo a una pareja junto a un hermoso gallo blanco y con eso me alcanza. Además me trae a la memoria otro heroico gallo gigante: aquel en el que Hans el erizo escapaba de su hogar en El narrador de cuentos. Descubrí también una tira de Inodoro Pereyra en la que Serafín -el sobrino vegetariano- llega al rancho cabalgando una gallina de dos metros y le dice a su tío: “hay que ver hasta donde crecen estos bichos cuando uno no se los come”. Claro que es una tira cómica, pero igual ya me pareció mucha coincidencia tanta mitología alrededor de las aves de corral y me pregunté: Carajo, realmente ¿hasta dónde puede crecer una gallina si uno no se la sancocha? A lo mejor los avestruces eran como las gallinas solo que aprendieron a decir patitas pa’ que te quiero y quién los ve ahora. A ver échate a coger un avestruz, intenta robarle su huevo. Eso ya lo vimos en Los dioses deben estar locos. No es buen negocio. Pensaba en esto porque justo después de Navidad, vino a visitarme mi amigo el humorista gráfico Carlos Lavida y me contó la historia de su pavo navideño. Me dijo que le habían dado un vale en su trabajo y que al ir a reclamarlo descubrió que el pavo lo entregaban vivo. Te lo daban atado a una pita y tenías que hacer otra fila para que lo sacrificaran. La fila era larguísima y tenías tiempo de sobra para acompañar a tu pavo en sus últimos minutos de vida. Carlitos me contó que mientras esperaba su turno trató de evitar establecer contacto visual con el bicho, pero que de todas formas podía sentir su miedo reptando por la pita hasta él. Al rato no resistió, se salió de la fila y se llevó el pavo a casa. Decidió que esa Navidad la pasaría comiendo panetón y ensalada. Cuando imagino a Carlitos cruzando las calles de Lima con su pavo vivo atado a una pita, me parece algo tan mágico como un cuadro de Chagall. Y cuando escucho a alguien decir que el arte copia a la vida pienso que felizmente a veces también es la vida la que copia al arte.
Aparecido en la Revista h, ed.85
marzo 2019
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