jueves, 1 de marzo de 2018
QWRT
Por primera vez en 22 años de escribir historias he desarmado mi teclado. Con una regla metálica le he ido saltando las teclas una por una. Por ahí salieron volando la R, la E, la T. El backspace se fue la mierda con todas las palabras que se tragó. El printscreen, otro huevonazo. El Ctrl estaba roto. No es la voz escribir Stone, ni Rolling Stone, pero intentaré seguir con esto porque lo considero importante. Y porque a propósito de desarmar teclados, esta mañana leía una crónica de Leila Guerriero. O más bien un texto en el que ella intenta explicar cómo se escribe una buena crónica. Leila reconoce no tener muchas certezas sobre el método del milagro. Además le da miedo hurgar en la maquinaria pues teme que si la mira con mucha intensidad terminará por romperla, así como yo he reventado mi teclado pensando que hallaría algo. Pero nada. Sus 107 botones han quedado regados sobre mi escritorio como un puñado de escarabajos muertos. 85 soles me ha costado comprarme uno nuevo. Pero me resisto a conectarlo todavía. No quiero deshacerme del viejo. Me quedo mirando los agujeros de las letras, llenos de migas de pan y de pelusas y de un pegajoso polvo verde parecido al tetrahidracanabinol. Pero no es THC porque yo no lanzo cuando escribo. Ayer por drogadicto me quedé dormido después de la cuarta línea y he tenido que continuar hoy. No tendría por qué aclarar esto pero una amiga me ha dicho que hago demasiada apología a las drogas y que puedo confundir a los niños. Yo le dije que el más confundido era yo y que por eso he decidido no tener hijos para que ningún pequeño conchesumare me vea como su modelo a seguir. Pero en todo caso, si hay alguien que me lee y le gusta escribir, le tengo noticias: la hierba no escribe por ti. Coincido en cambio con Leila en esto, ella dice que le rompe el corazón tener que decírnoslo pero esta es la única fórmula que conoce: encerrarse en un departamento de 36 metros cuadrados en jornadas de 16 horas y concentración de monje budista. He ahí el secreto. Yo no estoy tan loco. Jamás he escrito 16 horas seguidas y mucho menos como monje budista. Yo tengo que pararme a ponerle repeat a esa canción de Morrissey, tengo que bajar al mercado por tu fruta favorita, y tengo que conversar con Frances, la chica maniquí de ojos azules que vive conmigo. Pero entre todo eso escribo, y por eso mi teclado está lleno de pan y de pelo. Ninguna mujer, por mucho que yo la haya deseado, ha tenido tanto tiempo mis dedos sobre sus botones. He tocado muchas más veces la mugrienta G de este teclado que la huidiza G de una mujer. Sé que cuando machuco la A aparecerá la A. Las personas no son tan simples. A mi teclado le debe haber caído agua porque hace unos días empezó a comportarse como un ser humano. Cuando apretaba la R aparecía también la T y cuando apretaba la A aparecía la N o se cerraba una ventana. Así que lo he desarmado como quien le pregunta ¿qué chucha te pasa? La única respuesta que he obtenido son 107 pedacitos inertes que ya no podrán escribir ninguna historia. Y a propósito de historias, viene una amiga y me regala un póster de Reservoir dogs y tomamos café y hablamos de cuentos. Y en medio de todo eso me pregunta ¿No te pasa a ti que a veces te da vergüenza lo que escribes? ¿Que si no me pasa? Casi la abrazo. ¡Me pasa todo el tiempo! Me da vergüenza todo lo que he escrito en mi vida, todo lo que he publicado, y en tardes como esta, cuando Tom Jobim canta Desafinado en mi sala vacía, me da vergüenza hasta todo el amor que he dado. Pero de eso se trata ¿no? De decir las cosas que te da vergüenza decir. De decirlas todos los días mientras comes pan y se te cae el pelo. Mientras compras fruta que nadie se comerá y mientras te gastas los primeros soles de tu sueldo en un reluciente teclado inalámbrico con mouse incluido. Ahora mis alumnos del taller están por llegar y yo no he impreso ningún cuento para leerles. Y no tengo ninguna clase preparada. Estoy en calzoncillos y hecho mierda al medio de mi sala intentando terminar de escribir esto. Y al primero que llegue le abriré la puerta así, de brazos abiertos y desnudo y le diré: este es mi único consejo, muchacho, ahora vete a tu casa. Escribe, desarma tu teclado, pregúntale ¿Qué chucha te pasa? Y cuando se niegue a contestarte, reviéntalo, aporrea las teclas toda la tarde hasta que te diga la verdad, hasta que cante la maldita canción que tú necesitas escuchar.
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