martes, 23 de abril de 2019

el reconfortante peso de un libro en la mano


A veces pienso que más que un lector apasionado yo soy un yonqui de los ácaros. Y bueno, esos bichitos no anidan en los libros electrónicos sino en los de papel. Tengo asma desde los quince y, sin duda, un libro electrónico me ahorraría varias asfixias; pero aquella aburrida salud arrasaría con la sensación de que los libros son para mí una adicción y no un inmaculado e inodoro producto que consigo por internet.

No reacciono ante los ebooks porque nuestro tacto es insensible a la textura de los kilobytes y porque el diminuto taller óseo de mi oído se agita cuando la cascada es de papel y no de clics.

Un libro electrónico ha perdido todos sus privilegios de objeto; y por tanto, nunca podrá encarnar su rol de asiento, de paraguas, de máscara, de abanico, de escondite, de fetiche o de almohada. Y, dado que no puedes prestarlo, no tienes disponible la excusa de recuperarlo para reencontrarte con alguien.

No me gustan los libros electrónicos porque se consiguen googleándolos o revisando catálogos virtuales. Es decir, yendo directamente hacia ellos, como en esas falsas rutas de los libros de autoayuda. No te permiten la sorpresa de encontrarlos por azar. Y sin aquel azar, dejaría de existir para siempre nuestra cara de sorpresa, cada vez que -en la excursión anual a los libreros de Amazonas- encontramos una primera edición de los cuentos de Ribeyro o de Cortázar.

Además, yo leo para desconectarme, leo para que ustedes dejen de existir por un rato, y eso no es posible si sostengo entre las manos cualquier objeto electrónico, aquellas brutales anclas que me atan a esta época veloz y que no me dejan huir a las tibias calles con olor a plátano de Macondo.

Tal vez se deba a que trabajo en una computadora pero, para mí, leer literatura en una pantalla que brilla es algo tan terrible como caerle a una chica por chat. No me gustan los libros electrónicos porque, aunque cumplen el objetivo principal, han eliminado el ritual y leerlos es como tirar con ropa, como un viaje al cine sin olor a canchita ni trailers, o como lanzar sin desmoñar ni reírte de huevadas. Me gusta que cuando subo al Metropolitano una chica estire el cuello para averiguar lo que estoy leyendo. Me dan pena en cambio los libros electrónicos encerrados en su cárcel de chips, pues yo mismo tengo una carpeta con más de doscientos pdfs que no he leído ni leeré.

Mi biblioteca, por el contrario, es un lugar vivo, una ciudad abierta dentro de mi casa donde veo caminar a todos los personajes que alguna vez leí. En aquellos estantes de madera Bukowski es vecino de barrio de Vallejo y El eternauta pone su basura junto a la del Psicópata Americano.

No sé, pero frente a un libro electrónico me siento como otro mono desnudo en el mundo, un chango frente al monolito de Odisea en el Espacio. En cambio, frente a mi biblioteca, siento la infinita euforia de las posibilidades que otros hombres experimentan al entrar a un aeropuerto.



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