jueves, 9 de enero de 2025

Libre

Recuerdo que iba en bici por Pueblo Libre. Llevaba meses sin escribir. Pero ese día se me iba a ocurrir el cuento por el que ese año me darían el Premio Copé. Ocurrir es un verbo terrible. Los cuentos no se te ocurren. Detonan. Y detonan porque hay una mina sembrada. Una mina de una guerra que a lo mejor ya habías olvidado. Eso que Rafo Ráez llamó el Campo minado de corazones. Bradbury también lo sabía: “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos.”

Yo no sabía que iba a pisar una mina mientras pedaleaba por Sucre. Como uno no sabe que un auto está a punto de salirse de su carril para entrar al tuyo. O que te van a romper el corazón un domingo cualquiera, en tu propia cama, mientras ves una película. Pero están ahí. Las minas. Si seguimos recorriendo el campo con osadía, casi con insolencia, es porque también está lleno de flores. Y uno va, como escribió Eielson: “Dispuesto a morir por una rosa pero un campo minado / Con ametralladoras y cañones de verdad”.

Esa vez la mina que yo pisé fue una canción. Una canción que todos hemos oído y cantado. Una canción de nuestra infancia. Por eso, cuando un mes después terminé de escribir el cuento y tuve que escoger un seudónimo, no lo dudé: sería Nino Bravo.

Al igual que la mayoría de ustedes, yo había escuchado Libre muchas veces en la radio. Pero hacía pocos días una amiga me había revelado algo nuevo. Ella había leído que Libre contaba la historia de Peter Fechter, un chico de 18 años que había sido el primero en intentar burlar el Muro de Berlín en 1962. Peter había avanzado un buen tramo porque el guardia de Alemania Oriental estaba distraído, pero al subir a la empalizada fue descubierto y dispararon contra él. Lo terrible es que Peter no murió inmediatamente. Al pie del muro, estuvo gritando y desangrándose largo rato. La gente se amontonó y pidió ayuda, pero nadie se acercó por miedo a recibir un tiro. Los soldados de Alemania Occidental solo pudieron lanzarle un botiquín y al cabo de una hora ese chico de 20 años murió.

Esa tarde en mi bici yo iba oyendo la canción, y cuando llegué a la parte que dice “Y tendido en el suelo se quedó, sonriendo y sin hablar / Sobre su pecho flores carmesí brotaban sin cesar” me di cuenta, por primera vez en mis 33 años, que esa imagen describía la sangre que salía de su cuerpo. Recuerdo que tuve que detener la bici porque de repente la vista se me nubló. Eso fue en el 2012. Cincuenta años, un océano y un par de continentes me separaban de su muerte. ¿Por qué podía sentirla en carne propia? No lo sé, pero si no fuera por eso, yo no estaría aquí intentando contarles esta historia. Toda la mecánica de la literatura se apoya en la confianza de que hay un ser humano capaz de sentir con tus palabras, algo que él no ha vivido directamente, ya sea un historia de amor o una ráfaga de metal en el pecho.

Esa fue la primera mina, pero hubo una segunda y una tercera. Porque, así como le pasa al Chavo cuando empieza por tumbar algo y termina desbaratando toda la mesa, cuando uno se desbarranca, tiene que caer hasta el fondo del acantilado.

Ahí detenido al borde de la pista, mientras la canción seguía sonando en mis audífonos, recordé que cuando tenía 24, yo volvía desde Brasil a Perú en un barquito que subía por el río Amazonas. En ese barquito conocí a otro peruano porque -como dice Bryce- ¿Por qué conoce un peruano en el extranjero a otro peruano? Pues porque son peruanos.

Una tarde este chico peruano vio mi discman y me preguntó si podía prestárselo. Se lo di y también le extendí uno de esos estuches llenos de discos grabados con música variada que todos teníamos en el 2000. No, me dijo, solo dame este que dice Nino Bravo. Cuando vino a devolverme el discman, media hora después, tenía los ojos llorosos. Hace 20 años que no escuchaba esas canciones, me dijo. Y luego me explicó por qué.

Al igual que yo, él también volvía Perú, pero a diferencia mía que solo había pasado fuera un año y medio, él llevaba fuera 20, casi desde que era un niño. Y, además, no estaba seguro de poder cruzar la frontera peruana porque no tenía documentos. Pero quería ver a su familia. Quería VOLVER. Iba a intentarlo, como el joven alemán.

Yo que llevaba apenas año y medio fuera estaba loco de alegría por el regreso. A través de los altos árboles del Amazonas, me parecía ya ver mi casa de Talara, a papá, a mamá, a mis amigos. Me sobrecogía pensar lo que sentiría alguien que hacía eso mismo después de 20 años. Y la sola posibilidad de que alguien pudiera impedirle el ingreso a su casa, el retorno a su infancia y al abrazo de su familia, me embarcó en la aventura que narro en ese cuento llamado El río.

Dice Italo Calvino que todas las historias se reducen a dos grandes premisas: La inevitabilidad de la muerte y la continuidad de la vida. Y a mí siempre me pareció una frase maravillosa. Pero al volver de ese recuerdo del barquito en el Amazonas a mi bici en la avenida Sucre, a la voz de Nino Bravo cantando Libre y a las ganas de llorar, sentí que las historias narraban otra cosa que también era importante y universal: la lucha de los hombres contra las fronteras. Siempre había alguien intentando llegar a casa. O tratando de hacer de cierto espacio, un lugar donde vivir, como la familia de pescadores en Al pie del acantilado o como mi pequeño Domingo, llegando a la Monstruociudad.

Esa era la historia que yo tenía que escribir.

Un tiempo después leí que Pablo Herrero, uno de los compositores de Libre, había dicho que la canción en realidad no se había inspirado en el chico alemán, sino en la propia realidad de España que vivía la dictadura de Franco. “No hay que mirar tan lejos para ver la falta de libertad” dijo. Esa declaración no hizo sino constatar que la historia Peter desangrándose al pie de una frontera es universal y por eso nos conmueve.

Cuando seis meses después mi cuento ganó el premio de plata y mamá y papá vinieron desde Talara hasta Lima para verme recibir el trofeo, recordé que nosotros también veníamos de otra parte, y que esa noche estábamos celebrando nuestro derecho a cruzar las fronteras.

Años después también fui hasta Berlín a ver el Muro, ahora sí, hecho pedazos. Solo se mantienen en pie algunos bloques llenos de ingeniosos grafitis, collages antifascistas y pintas de artistas de todo el mundo. Junto al muro hay un río lindo, el Spree, y hay músicos tocando canciones pop y gente riendo y pasándola bien. Recuerdo que yo me alejé un poco, apoyé mi cel contra una piedra y me recosté sobre el muro para hacerme un selfie. De pronto un chico y una chica muy jovencitos y enamorados se me acercaron.

¿Te podemos hacer la foto nosotros? preguntaron. Les pasé mi cel y fui nuevamente a recostarme contra el muro.

But why so saaad? dijo ella al verme con expresión trascendental. Do something funny! Estaba tan contenta. Le expliqué que no podía tomarme una foto divertida en un lugar tan triste. Entonces ella se acercó y poniéndose seria me dijo: Era un lugar triste, pero mira ahora. Entonces vi nuevamente a todas esas personas cantando, riendo y besándose junto al Spree. Le sonreí, asentí y accedí a tomarme una foto menos solemne.

Yo tampoco soy de aquí, me dijo ella cuando me devolvió mi cel. Vengo de Italia, estoy aquí por mi chico que es alemán. Su chico sonrió. ¿Y tú, de dónde eres? Yo soy de Perú, les dije. Wowww! So farrr. Nos quedamos observándonos en idiomas diferentes. Hay que darnos un abrazo, dijeron ellos por fin. Y entonces ahí, junto a los restos del muro, muy cerca de donde hace 50 años un chico había estado desangrándose hasta la muerte, nos abrazamos.






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