jueves, 31 de enero de 2019

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Corregir los textos de mis alumnos con este calor es mi pago adelantado al Infierno. Con estas horas empuñando el pilot rojo de tinta líquida ya puedo convalidar como las webas la primera temporada de fuego y latigazos. Señor Satanás ¿cuánto por esta historia a la que le faltan 54 tildes? Ya ya, pasa dos pecados veniales. ¿Y por este infame que ha impreso su trabajo en Arial 9 con interlineado simple para que le entre todo en una hoja? Ptmre, ya ya, pasa al purgatorio nomás. Cerrao.
Yo sé que a veces da la impresión de que llego a mi salón con lanzallamas, pero la verdad es que a mis alumnos siempre los trato con cariño. Es feo gritarle a un adolescente, es como gritarle a un perrito, pero además como si el perrito fuera quien paga tu sueldo. No se hace. Sin embargo, aquí en la privacidad de mi hogar, la historia es otra. A sus trabajos impresos sí les digo de todo. Con sus exámenes se me sale el Ricardo Darín que todos llevamos dentro.
Agarro la hoja bond de ambas orillas como si la estuviera cogiendo de las orejas y le susurro: oye por la concha pelirroja de tu tía la Jacinta ¿en qué academia te han entrenao tan feo? ¿cómo vas a escribir "ah" en vez de "ha" ¿Pa eso te HA parido tu vieja, AH? He escuchado reguetones con líneas argumentales mejor logradas. Ya ya arranca arranca. Luego le clavo la punta del lapicero como quien cogotea al examen y le hago sangrar el cero, pa que no se olvide nunca de este callejón sintáctico.
Al día siguiente llego al salón tranquilazo, los saludo con una sonrisa sincera y les devuelvo sus textos preguntándoles cómo han pasado el fin de semana. Sin embargo yo imagino que algo de estática maligna se contagia al papel bond porque cuando desde lejos ven que su examen llega más marcado que Jesucristo en la versión de Mel Gibson, les empiezan a temblar las manos y el puchero.
Oe, pero yo no venía a contar esto. Disculpen que me haya distraído, la furia es un animal escurridizo. La verdad es que yo venía a contar otra cosa mucho más bonita sobre la que ha escrito una alumna. Algo que me ha hecho tener una epifanía y pensar que TAL VEZ la razón no la tengo yo ni mi lapicero rojo sino mis alumnos.
Pero miren, les voy dejando esta parte porque ya se está haciendo de noche y no sé si consiga terminar. Si llegamos a 300 reacciones posteo el desenlace

 
Ok. Esta es la segunda parte. No es de risa como la primera. Pero si han vivido la vida y no han dejado que la vida los viva como dice la tía Susy, sabrán que también hay otras emociones que vale la pena experimentar. La risa es la pose del misionero de las emociones. Aprendamos también a gozar con la tristeza, el desconcierto, el extravío, la furia, el desencanto, la resignación y la ausencia.
Bueno, ahí voy.
Estoy leyendo la crónica de una alumna. Una alumna que además ha faltado a las 2 primeras semanas de clases y que llega toda locaza con su parcial a preguntarme si creo que aún puede salvar el ciclo. Todo es posible, le digo.
Les pedí que escribieran una crónica de 2 mil palabras, una historia de la que fueran observadores privilegiados. Una historia que además los emocione porque soy un convencido que no se puede contar bien lo que no te patea el buche. No me importa -les dije- si lo que les emociona es jugar dota, recoger gatitos callejeros o conversar con los taxistas. Escriban la mejor crónica del dota, de los gatos o una nueva versión del taxista que va seduciendo a la vida.
Esta chica ha escogido narrar el nacimiento de su primera hermanita. Probablemente la peor apuesta, considerando lo poco que a su profesor le emociona la reproducción de la especie humana y lo difícil que va a ser convencerlo de que el mundo necesita más gente. Ella, por supuesto, no lo sabe. Para ella, que su hermanita llegue al mundo es una historia única.
Lo paja de la crónica, debo decir, es que su madre, que ya está en la clínica con 5 de dilatación, la sigue llamando por teléfono para decirle que se despierte, que no se olvide de llevar a su hermano al colegio, que le ponga su sánguche de queso en la lonchera, que remoje las arvejas y que no se olvide de bajar el pollo del freezer. Eso le agrega una buena tensión a la crónica porque tú te imaginas a la vieja partiéndose en dos como el Mar Rojo sin dejar de poner orden en su jato.
El resto de la crónica simplemente es un itinerario de cómo mi alumna corre a cumplir todas las tareas encomendadas. Lo hace lo más rápido posible porque se muere por ir a conocer a su nueva hermanita, la hermanita por la que esperó 23 años.
Lleva a su hermano al colegio, pone a remojar las arvejas, baja el pollo del congelador, se viste, corre a buscar a su tía, buscan un taxi juntas y salen disparadas hacia la clínica.
La crónica está muy mal escrita. Sobre todo porque la emoción hace que mis alumnos se olviden no solo de su lector, sino de los puntos seguidos y las comas. Y mi alumna narra sin frenos, como si su corazón se hubiese montado sobre un chancho en día de feria. Tipea mal las palabras, se caga en las figuras literarias, no termina las oraciones y destroza el ritmo de la historia.
Sin embargo, a pesar de todo este maremoto emocional (o quién sabe, a lo mejor gracias a él), logra filtrar algo tras las compuertas de mi indiferencia. Creo que es esta imagen:
Cuando van en el taxi, ella le pide al conductor que se detenga. Ha visto a unos metros un puesto de flores. Quiere correr a comprarle un ramo a su vieja. ¡Estás loca! le dice su tía ¿cómo te vas a bajar aquí? ya después le compramos. Sí, señorita, le suplica el taxista, si me paro en esta cuadra me van a incendiar el carro. Pero ella salta. Salta y al taxista le salta el culo del asiento y a su tía le saltan los ojos de las órbitas y mi corazón que va leyendo, también salta de su cueva.
A mí no solo no me emocionan los bebés o las salas de parto, o los globos de It's a girl, sino que tampoco me gusta regalar flores, mucho menos me gusta detener el tráfico. Pero comprendo inmediatamente lo valioso de aquel impulso. Es un momento en el que puedo ver "la vida". La alegría de querer correr a comprarle flores a tu vieja, porque está a punto de traer al mundo a tu hermanita, una niña a la que vas a tener que mostrarle los árboles, las piscinas, los bebecrece con gorrito, las galletas, los días de sol y los de lluvia, las cajitas musicales, los perros y las tortugas.
Yo hago esta enumeración que mi alumna no ha hecho en su crónica. Porque yo necesito que esto esté bien escrito para que me emocione. Necesito haber puesto los puntos en el sitio correcto porque como dijo Balzac: nada golpea tan fuerte el corazón humano como un punto bien puesto. Ella no. Para ella, este día de su vida es tan intenso que no le hace falta el ritmo ni las figuras literarias para conmoverse y que se le suba el estómago hasta la garganta. Eso es algo que le puedo recriminar como futura comunicadora. Pero es algo que le envidio terriblemente como ser humano.
Tal vez ser joven, se me ocurre, es como tener un cronista brillante en el corazón. Un mago de las palabras que convierte todo lo que te pasa en una crónica inolvidable. Un fabulador que transforma tu cursi historia de amor en una novela de las que leemos bajo las colchas, y tu patética tristeza de niño emo, en la desesperada historia de un tipo que despierta convertido en insecto.
Es un cliché tan falso decir que los artistas somos tipos más sensibles. Todo el mundo es sensible, loco. Porque la vida hinca, raspa, gotea, lame, aprieta, hunde, acaricia, te asusta y te despierta. La vida te dice que remojes las arvejas, te pide que bajes el pollo, la vida te da una mamá, luego te da una hermana.
Mi alumna va a jalar esta tarea. Va a jalarla porque en el silabo me piden que evalúe sus habilidades narrativas y no su capacidad para emocionarse. Pero el día que le devuelva la crónica, le voy a preguntar por su hermanita y por su vieja. Y cuando ella me sonría y me cuente algo estúpido y ñoño, como que la bebé ya está aprendiendo a gatear, o que le gusta más el puré de plátano que el de manzanas, yo voy a espiarle a ese cronista que le sopla las historias. Voy a recordar que también alguna vez yo tuve uno que me contaba que todo era sorprendente. Eran épocas en que no necesitaba buscar una metáfora para explicarlo, ni quedarme hasta la una de la mañana buscando la frase correcta para acabar la historia. Porque la vida y solo la vida sin ser contada me parecía maravillosa.
Quién sabe, tal vez todavía lo sea.

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