lunes, 18 de agosto de 2025

domingo, 25 de mayo de 2025

miércoles, 14 de mayo de 2025

Todas las mañanas piso una mina



Yo todavía no me doy cuenta pero un soldado del Ejército Peruano me está observando.

Es el mediodía de un lunes y hay poca gente en la Estación del Metropolitano. El soldado me observa y piensa cómo abordarme. Yo estoy muy distraído porque casi nunca salgo sin la bici. Y esta otra velocidad de quien camina, me deja observar a otro ritmo mi ciudad: el Estadio Nacional a mi izquierda y el mural de homenaje a Akira Toriyama a mi derecha. Veo a Gokú sobre su nube, a ShenLong el dragón, a Bulma, a Vegeta y no veo sin embargo al soldado que me mira fijamente. ¿Qué es lo que me delata? me preguntaré esa tarde. ¿Por qué algunas personas me ven y sienten que pueden contarme su historia? ¿Creen que voy a guardarles el secreto? ¿O presienten acaso lo contrario: que un día voy a sentarme a escribirla? Tal vez esa misma tarde.

―¿Tú eres artista?― me pregunta por fin el soldado. Es más joven que yo, pero el uniforme le aumenta la edad. O tal vez no sea el uniforme sino lo que ha tenido que vivir usándolo.

―No―, le respondo, aunque mi viejo a veces me dice que soy el doble de Mauricio Mesones. Jajaja. Él también se ríe y esa risa nos aproxima. Te pareces un poco, sí, pero no, no es por eso que me ha abordado. ¿Sabes algo de diseño de revistas? pregunta. ¿Revistas? Mmm hace años las diseñaba, le digo. ¿Por qué? ¿Quieres hacer una revista? No sé. Creo que quiero hacer un libro, me dice. Y un gesto que se debate entre la humildad y el orgullo asoma en su mirada. ¿Un libro sobre qué? Me mira en silencio nuevamente. ¿Debe compartir su historia conmigo? Un metro de la Línea A se aproxima al andén. ―En este tengo que subirme―, le advierto. Casi sin dudar responde ―Vamos, yo también voy hacia el sur―.

Cuando las puertas del Metropolitano se abren yo siento un poco de aprensión, incluso de miedo. He aprendido a desconfiar de los policías y de los militares. El gobierno me ha enseñado a temerles. ¿Cómo puedo confiar en alguien que ha sido entrenado para seguir órdenes a ciegas y no para cuestionarlas cuando las dan líderes de sangre fría, sicarios de oficina?

―Soy Justo―, dice como si percibiera mis miedos y con su nombre pudiera conjurarlos. JUSTO. Y no siempre fui soldado. Estudiaba en la Escuela de Bellas Artes pero tuve que dejarla para trabajar. ¿Quieres ver mis dibujos? Mientras el Metropolitano avanza por la Vía Expresa, Justo saca su celular y busca entre su galería de imágenes. Me muestra acuarelas de la vida militar y un retrato de Grau. Otro de Cáceres. No están nada mal. ¿Y sobre qué quieres escribir un libro, Justo? Quiero contar lo que me pasó cuando fui desminador en la frontera, después del conflicto con Ecuador. La frase de Justo me devuelve con un rugido a mi adolescencia. Vuelvo a escuchar el ensordecedor estruendo de los aviones de guerra sobrevolando mi casa.

En el 95 yo ya vivía en Lima con mamá, pero pasaba los veranos en Talara para ver a mi papá. En Talara no solo estaba la base FAP más cercana a la frontera del conflicto.  Sino también la refinería. Talara tiene sus venas llenas de petróleo y por eso es un punto estratégico para atacar en caso de guerra. Por las noches hacíamos simulacros en los que Talara entera quedaba en tinieblas. Los aviones de nuestra Fuerza Aérea la sobrevolaban rugiendo. A mí me daba miedo. Los aviones pasaban muy bajito. De día, ese temor no se iba del todo porque yo tenía la edad justa para que los camiones de la leva, que pasaban cargados de soldaditos, cargaran también conmigo. No era muy probable, pero tampoco imposible que hubiese terminado en esa frontera con un rifle entre las manos. Le pasó a otros.


“Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos”  -Ray Bradbury-

 

No fui a esa guerra. La vi por las noticias. Tampoco fue Justo, que también era muy chico y acababa de descubrir que le gustaba dibujar. Y lo intentó. Tal vez nunca ha dejado de intentarlo y por eso me ha abordado esa mañana. ¿Será muy tarde para retomarlo?

Justo fue a la frontera algunos años después. Le enseñaron a ubicar, desenterrar y desarmar esas minas que no habían hecho volar nadie en pedazos, pero que todavía latían bajo la tierra húmeda de Tiwinza, como esas palabras que nos quedan doliendo después de una pelea.

Había que desarmarlas.

Me cuenta que los soldados peruanos no hicieron el trabajo solos. Los del Ejército Ecuatoriano también ayudaron. Y ahí, entre la posibilidad de saltar en pedazos por los aires, se conocieron. Por las tardes, luego de acabar la misión, jugaban partidos de fútbol, se tomaban algo y se contaban chistes. Con el tiempo se hicieron amigos. Peruanos y ecuatorianos. Recuerda Justo que un día escuchó por la radio una entrevista que le hicieron a un amigo suyo del otro ejército. ―¿Y qué pasaría ―le preguntaba el locutor― si estuviéramos otra vez en guerra y un día tú te encontraras con tu rifle delante de un soldado peruano… con tu amigo por ejemplo, el que hoy jugaba fútbol contigo?

Justo está escuchando esto por la radio y se hace la misma pregunta que el locutor le hace al soldado ecuatoriano. Se imagina a sí mismo en la selva del Alto Cenepa, pero no tiene una pelota de fútbol entre las piernas y un rival tapándole el arco. Tiene un rifle entre las manos, el dedo en el gatillo y un hombre que viste un uniforme diferente al suyo.

De pronto se escucha un disparo en Tiwinza.

Los pájaros vuelan sobre los árboles de la frontera.

Y vuelan también aquí en Lima, las palomas, entre los edificios y el smog.

El metropolitano pasa bajo el puente de la Avenida Angamos y yo miro hacia afuera.

Justo presiente que pronto tendré que bajarme y me mira como preguntándome si en lo que me ha contado hay una historia.

Solo entonces le revelo que yo también escribo, que no se ha equivocado. Que artista es una palabra muy rara. Pero que al igual que él, todas las mañanas me despierto y me pregunto si en lo que me pasa hay una historia.

―Entonces es como buscar minas ¿no?― me pregunta.

―Eso, Justo, es como buscar minas. Uno escribe para que todo aquello que puede destrozar a un hombre en pedazos, no lo destroce.

Le doy mi teléfono y apunto el suyo. Tengo un taller de historias, le cuento, si te animas, eres mi invitado. Creo que tu historia es importante. No dejes de contarla.

Dice que me va a escribir.

Cuando el Metropolitano se detiene en mi estación, nos estrechamos la mano y Justo me sonríe y me hace una última pregunta.

―¿Quieres saber qué respondió mi amigo en la radio?

Yo lo miro y asiento en silencio.

Las puertas del metro se abren.

―Al aire― dijo ―Dispararía al aire. Y le diría a mi amigo que se escape.





miércoles, 22 de enero de 2025

Pajes y doncellas

 


La niña que toma mi mano en esa foto iba a ser mi esposa. No solo en la obra sino en la vida real. Eso fue lo que me advirtió su mamá tras bambalinas. No se lo dijo a ella, que era su hija. Me lo dijo a mí, justo antes de que saliéramos a escena.


¿Cuántos años tengo? ¿5 o 6? ¿Por qué me lo dijo? A lo mejor era una broma o quería decirme algo lindo, pero lo sentí como una amenaza. Recuerdo que me angustié mucho. Me estoy mordiendo un labio y parece que no miro nada de lo que tengo delante. Esto fue en el Teatro Municipal de Trujillo ante decenas, tal vez cientos de madres y padres de familia, incluyendo los míos. Pero no estoy asustado por la multitud. Estoy asustado porque una señora acaba de anunciarme que me voy a casar con su hija. No dijo que sería pronto, dijo: “Cuando sean grandes”. Pero yo le creí. Y yo no quería casarme con ella. Mi favorita era otra niña del nido Ciro Alegría. Porque incluso a los 6 años tienes personas favoritas. No podrías decir que las amas o que te gustan, pero sabes que quieres que tu carpeta esté más cerca de la suya, prestarles tu plastilina, que sonrían por algo que dijiste.


Pobre niña de morado. Era simpática, pero no era mi chica. Ella tampoco tenía la culpa de llevar ese horrendo vestido ni de que los adultos quisieran teatralizar versiones en miniatura de su ridículo circo de reyes, pajes y doncellas. Tal vez hasta ahora tiene que sufrir a una madre que le pregunta cuándo se va a casar. O, quién sabe, a lo mejor sí se casó y fue feliz por un tiempo. Ojalá que sí.


A veces, cuando miro esta foto, me pregunto si ella también tiene la suya. Si alguna vez la mira como yo. Si se pregunta qué fue de ese niño que -un poco asustado- la lleva de la mano a ningún lugar.



viernes, 17 de enero de 2025

Lacapidarcomeyjuega

Les pedí que escribieran sus dos palabras favoritas. Eran niñas y niños de 7, 8, 9 años pero sabían cosas.

Exoesqueleto, dijo Leonardo, que había estado dibujando insectos. Branco escribió que le gustaba la palabra paz pero también la palabra sangre porque era roja. La palabra favorita de Mía era Chévere, aunque la escribió chiquita en una esquina. La de Cayetana: Cariño.

Lucy escribió una oración como si fuera una sola palabra: Lacapibaracomeyjuega. En realidad escribió: Lacapidarcomeyjuega, pero como también había dibujado un bicho peludo y gordito bajo un arcoiris, entendí. A los niños hay que leerles un poco el pensamiento. Van adelantados a nuestro tiempo.

Se armó un debate sobre si nos gustaba más la palabra Capibara o Ronsoco. Les tengo malas noticias.

Pero lo mejor para mí fue cuando Max escribió: monosílaba y odontología. Porque luego dijo: “No sé qué significan, pero me gustan.” Tamare, este va ser escritor, pensé. ¿Dónde viste la palabra odontología? le pregunté. En un hospital, dijo Max. ¿Alguien sabe qué significa ODONTOLOGÍA? les pregunté a los demás. No podían explicarse pero dos niñas empezaron a tocarse los dientes. Es es… esss decían, mientras señalaban sus pequeños y afilados caninos.

Algún día a Max se le picará un diente y tendrá que visitar a un odontólogo. Entonces, cuando escuche el motorcito del taladro, no querrá volver a ver esa palabra en un buen rato. Algún día Branco sangrará y verá su palabra favorita mancharle la piel y la ropa. Y en unos años Cayetana descubrirá que el cariño a veces no cabe en 6 letras y se desborda y también se diluye. Pero por lo pronto, ya tiene algo en lo que creer.


Hay algo maravilloso en una palabra que precede a su significado. Algo que está en su sonido, ese chicle globo que saboreamos y rumiamos sin preocupación.

Tal vez ser niño es la feliz aceptación de la ignorancia. La alegría de saber que desconocemos tantas cosas y aun así, podemos disfrutarlas, sin intentar comprenderlas. O darles un único sentido, como hacemos los adultos.




viernes, 10 de enero de 2025

Calavera no llora

 Estoy leyendo un libro sobre la historia de los boleros. Tanto el libro, que se llama Sabor a mí, como cada capítulo, lleva el nombre de uno. El que abro hoy viernes se titula: Esta noche la paso contigo, por el tema de Los Ángeles Negros. La frase me hace pensar en que esta noche de viernes yo la voy a pasar con mi teclado. Es un fenómeno que no me sucedía hace meses. Porque cuando la vida va bien, a los cuadernos y a los lapiceros y las negras teclas de una laptop les empieza a crecer musgo y después flores y al final uno se olvida para qué sirven las palabras. Y cuando la vida va pal carajo, tampoco hay forma, porque los cuadernos se llenan de charcos y las teclas se nos escapan de las manos como escarabajos. Hay que encontrar el punto justo de la angustia. Que duela, pero que no mate. Como ese macerado de pisco y rocoto que te reinició el alma. O como esa canción de Chavela Vargas a la que sabes que no debes darle play.

Ahora, tampoco es que esta noche me falte posibilidad de peligro. Tengo un batallón de amigos borrachos que me acechan como hienas. “Ya estás con tu cara de medio like y la cago” me dicen riendo como demonios. Y yo les devuelvo la carcajada. Lo que pasa -como dijo Manolito- es que somos pocos y nos conocemos mucho.

Pero nada. Que esta noche la paso contigo. O sea con esta hoja blanco que se va llenando como un vaso de cerveza. Ese que me voy a tomar cuando ponga el punto final a esto. O como el que nos hemos prometido. Donde sea.

Yo antes pasaba las noches así, escribiendo, porque no había otra posibilidad. Este era mi puente con el mundo. Yo no quería escribir cuentos, solo quería… Ahora tengo la bicicleta, los libros y a mis amigos. Pero hoy he renunciado a todo eso, para recordar cómo se sentía no tener nada.

Me cuenta mi amiga Luna que una de las mejores alumnas de su taller de poesía es una niña de 11 años. No es raro, pienso. Para ella ese nuevo orden de las palabras, como para otros niños los mangas o bailar k-pop el sábado en un parque, es su único refugio. Ese lugar donde nadie los cuestiona y donde pueden sentir el sabor de su propia sangre. Tal como yo estoy saboreando el de la mía, ahora que he vuelto a escribir los viernes.