jueves, 9 de enero de 2025

Libre

Recuerdo que iba en bici por Pueblo Libre. Llevaba meses sin escribir. Pero ese día se me iba a ocurrir el cuento por el que ese año me darían el Premio Copé. Ocurrir es un verbo terrible. Los cuentos no se te ocurren. Detonan. Y detonan porque hay una mina sembrada. Una mina de una guerra que a lo mejor ya habías olvidado. Eso que Rafo Ráez llamó el Campo minado de corazones. Bradbury también lo sabía: “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos.”

Yo no sabía que iba a pisar una mina mientras pedaleaba por Sucre. Como uno no sabe que un auto está a punto de salirse de su carril para entrar al tuyo. O que te van a romper el corazón un domingo cualquiera, en tu propia cama, mientras ves una película. Pero están ahí. Las minas. Si seguimos recorriendo el campo con osadía, casi con insolencia, es porque también está lleno de flores. Y uno va, como escribió Eielson: “Dispuesto a morir por una rosa pero un campo minado / Con ametralladoras y cañones de verdad”.

Esa vez la mina que yo pisé fue una canción. Una canción que todos hemos oído y cantado. Una canción de nuestra infancia. Por eso, cuando un mes después terminé de escribir el cuento y tuve que escoger un seudónimo, no lo dudé: sería Nino Bravo.

Al igual que la mayoría de ustedes, yo había escuchado Libre muchas veces en la radio. Pero hacía pocos días una amiga me había revelado algo nuevo. Ella había leído que Libre contaba la historia de Peter Fechter, un chico de 18 años que había sido el primero en intentar burlar el Muro de Berlín en 1962. Peter había avanzado un buen tramo porque el guardia de Alemania Oriental estaba distraído, pero al subir a la empalizada fue descubierto y dispararon contra él. Lo terrible es que Peter no murió inmediatamente. Al pie del muro, estuvo gritando y desangrándose largo rato. La gente se amontonó y pidió ayuda, pero nadie se acercó por miedo a recibir un tiro. Los soldados de Alemania Occidental solo pudieron lanzarle un botiquín y al cabo de una hora ese chico de 20 años murió.

Esa tarde en mi bici yo iba oyendo la canción, y cuando llegué a la parte que dice “Y tendido en el suelo se quedó, sonriendo y sin hablar / Sobre su pecho flores carmesí brotaban sin cesar” me di cuenta, por primera vez en mis 33 años, que esa imagen describía la sangre que salía de su cuerpo. Recuerdo que tuve que detener la bici porque de repente la vista se me nubló. Eso fue en el 2012. Cincuenta años, un océano y un par de continentes me separaban de su muerte. ¿Por qué podía sentirla en carne propia? No lo sé, pero si no fuera por eso, yo no estaría aquí intentando contarles esta historia. Toda la mecánica de la literatura se apoya en la confianza de que hay un ser humano capaz de sentir con tus palabras, algo que él no ha vivido directamente, ya sea un historia de amor o una ráfaga de metal en el pecho.

Esa fue la primera mina, pero hubo una segunda y una tercera. Porque, así como le pasa al Chavo cuando empieza por tumbar algo y termina desbaratando toda la mesa, cuando uno se desbarranca, tiene que caer hasta el fondo del acantilado.

Ahí detenido al borde de la pista, mientras la canción seguía sonando en mis audífonos, recordé que cuando tenía 24, yo volvía desde Brasil a Perú en un barquito que subía por el río Amazonas. En ese barquito conocí a otro peruano porque -como dice Bryce- ¿Por qué conoce un peruano en el extranjero a otro peruano? Pues porque son peruanos.

Una tarde este chico peruano vio mi discman y me preguntó si podía prestárselo. Se lo di y también le extendí uno de esos estuches llenos de discos grabados con música variada que todos teníamos en el 2000. No, me dijo, solo dame este que dice Nino Bravo. Cuando vino a devolverme el discman, media hora después, tenía los ojos llorosos. Hace 20 años que no escuchaba esas canciones, me dijo. Y luego me explicó por qué.

Al igual que yo, él también volvía Perú, pero a diferencia mía que solo había pasado fuera un año y medio, él llevaba fuera 20, casi desde que era un niño. Y, además, no estaba seguro de poder cruzar la frontera peruana porque no tenía documentos. Pero quería ver a su familia. Quería VOLVER. Iba a intentarlo, como el joven alemán.

Yo que llevaba apenas año y medio fuera estaba loco de alegría por el regreso. A través de los altos árboles del Amazonas, me parecía ya ver mi casa de Talara, a papá, a mamá, a mis amigos. Me sobrecogía pensar lo que sentiría alguien que hacía eso mismo después de 20 años. Y la sola posibilidad de que alguien pudiera impedirle el ingreso a su casa, el retorno a su infancia y al abrazo de su familia, me embarcó en la aventura que narro en ese cuento llamado El río.

Dice Italo Calvino que todas las historias se reducen a dos grandes premisas: La inevitabilidad de la muerte y la continuidad de la vida. Y a mí siempre me pareció una frase maravillosa. Pero al volver de ese recuerdo del barquito en el Amazonas a mi bici en la avenida Sucre, a la voz de Nino Bravo cantando Libre y a las ganas de llorar, sentí que las historias narraban otra cosa que también era importante y universal: la lucha de los hombres contra las fronteras. Siempre había alguien intentando llegar a casa. O tratando de hacer de cierto espacio, un lugar donde vivir, como la familia de pescadores en Al pie del acantilado o como mi pequeño Domingo, llegando a la Monstruociudad.

Esa era la historia que yo tenía que escribir.

Un tiempo después leí que Pablo Herrero, uno de los compositores de Libre, había dicho que la canción en realidad no se había inspirado en el chico alemán, sino en la propia realidad de España que vivía la dictadura de Franco. “No hay que mirar tan lejos para ver la falta de libertad” dijo. Esa declaración no hizo sino constatar que la historia Peter desangrándose al pie de una frontera es universal y por eso nos conmueve.

Cuando seis meses después mi cuento ganó el premio de plata y mamá y papá vinieron desde Talara hasta Lima para verme recibir el trofeo, recordé que nosotros también veníamos de otra parte, y que esa noche estábamos celebrando nuestro derecho a cruzar las fronteras.

Años después también fui hasta Berlín a ver el Muro, ahora sí, hecho pedazos. Solo se mantienen en pie algunos bloques llenos de ingeniosos grafitis, collages antifascistas y pintas de artistas de todo el mundo. Junto al muro hay un río lindo, el Spree, y hay músicos tocando canciones pop y gente riendo y pasándola bien. Recuerdo que yo me alejé un poco, apoyé mi cel contra una piedra y me recosté sobre el muro para hacerme un selfie. De pronto un chico y una chica muy jovencitos y enamorados se me acercaron.

¿Te podemos hacer la foto nosotros? preguntaron. Les pasé mi cel y fui nuevamente a recostarme contra el muro.

But why so saaad? dijo ella al verme con expresión trascendental. Do something funny! Estaba tan contenta. Le expliqué que no podía tomarme una foto divertida en un lugar tan triste. Entonces ella se acercó y poniéndose seria me dijo: Era un lugar triste, pero mira ahora. Entonces vi nuevamente a todas esas personas cantando, riendo y besándose junto al Spree. Le sonreí, asentí y accedí a tomarme una foto menos solemne.

Yo tampoco soy de aquí, me dijo ella cuando me devolvió mi cel. Vengo de Italia, estoy aquí por mi chico que es alemán. Su chico sonrió. ¿Y tú, de dónde eres? Yo soy de Perú, les dije. Wowww! So farrr. Nos quedamos observándonos en idiomas diferentes. Hay que darnos un abrazo, dijeron ellos por fin. Y entonces ahí, junto a los restos del muro, muy cerca de donde hace 50 años un chico había estado desangrándose hasta la muerte, nos abrazamos.






miércoles, 8 de enero de 2025

ELVIS: THE TOP TEN HITS




Me daba un poco de vergüenza tener ese cassette. Elvis sale demasiado guapo en la portada. Y lo sabe. Por eso sonríe con esos dientes que parecen estar pidiendo que le invites un chicle. Lleva, además, el primer botón de la camisa desabotonado. O no. Me traiciona el subconsciente. Ahora me doy cuenta de que la foto se recorta antes que se vea el botón. Pero es que todo era muy puto en ese cassette. Empezado por su color fucsia, que es la versión glamorosa y orgullosa-de-sí-misma del rosado. Mamá tenía un vestido de noche color fucsia y se veía linda, por eso yo aprendí a pronunciar esa palabra antes que a gritar un gol.

A mis 8 años no quería que nadie -excepto mi mamá que me lo había comprado- me sorprendiese con ese cassette de Elvis en las manos. Era casi como si me sorprendieran mirándome la pija.

También tenía mis cassettes de los Beatles pero ellos no parecían tan interesados en verse guapos. Sus portadas eran divertidas, casuales, a lo mucho raras. A Elvis la Iglesia Católica lo había denunciado ante el FBI con una carta que decía: “El señor Presley es un peligro para la seguridad de los EEUU porque sus acciones y movimientos buscan avivar las pasiones sexuales de los adolescentes”.

En casa lo habíamos visto bailar El Rock de la Cárcel un sábado en la tele. Jailhouse Rock fue el primer videoclip de la historia, grabado en 1957 como parte de una película. Pero para la pequeña provincia que me vio crecer, en 1987, o sea 30 años después, aquello todavía parecía una novedad. Yo lo vi bailar en blanco y negro, agitándose entre las rejas vestido de presidiario y pensé que el rock’n’roll acababa de inventarse.

Luego me mandaron a dormir. Pero al día siguiente, como todos los domingos después de misa, fuimos a Disco Centro. Y ese domingo yo renuncié a mis audiolibros de cuentos y pedí un cassette de Elvis, el único que tenían en la única tienda de música de Talara: THE TOP TEN HITS. Después de oír unas cinco veces El rock de la cárcel, descubrí que sus otras canciones -las lentas- me gustaban todavía más.

Los nombres de los temas eran incluso más cursis que el cassette fucsia o que la foto de Elvis. Tal vez en inglés no suenen tan mal, así que los voy a poner en castellano, que es como aparecían escritos en el cassette: Hotel Rompecorazones; No seas cruel; (Déjame ser tu) Osito Teddy; No puedo evitar enamorarme; Te quiero, te necesito, te amo; Ámame y Ámame tiernamente. Csmre, oe.

Fue probablemente mi cassette favorito hasta que tuve 10 años. Pero siempre lo oí con culpa, como si no estuviera bien amar tan desesperadamente, o ser tan guapo y saberlo.

De pronto pasan 30 años.

Un amigo me recomienda una peli. El guion es de Quentin Tarantino pero la dirige Tony Scott, el hermano de Ridley. A pesar de que la peli se llama True Romance, estoy preparado para ver una película de acción. En la primera escena aparece un chico en la barra de un bar. Junto a él hay una rubia linda tipo Marylin y él le habla, aunque parece estar más bien hablando para sí mismo. Elvis era muy guapo, le dice a la rubia, era más guapo que muchas mujeres. De hecho, si alguien me obligara a tirarme a un tipo, yo me tiraría a Elvis. La rubia le dice que ella también se lo tiraría. ¿En serio? pregunta él. Bueno, cuando estaba vivo, agrega ella sonriendo, no ahora. Y Clarence, que así es como se llama este chico, le dice: ¿Ya ves? Ya tenemos algo en común, los dos nos tiraríamos a Elvis.

Al rato la rubia lo deja tirando cintura en el bar porque este chico -que como ya habrán notado tiene las habilidades de gileo de Kevin Arnold- la invita al cine a ver tres películas de Kung Fu con Sony Chiba. La chica se va. Esa misma noche, Clarence conoce al amor de su vida en las butacas del cine, precisamente mientras ve una peli de Kung Fu. La última línea de diálogo de True Romance la dice esta chica que se llama Alabama. Y es una de mis líneas favoritas al final de una película. Es ingeniosa, tierna y te dan ganas de estar enamorado. No se la voy a decir para que la vean, pero la última palabra de esa línea es: ELVIS.

No sé qué habrá pasado con mi cassette de los Top Ten Hits, pero esas canciones: Let me be your Teddy Bear, Hound Dog, Can’t help falling in love siguen sonando en el stereo de mi alma. Me veo de 9 años apretando el botón de play para que vuelva a sonar Love me tender, esperando que nadie en casa se diera cuenta de que más que escuchar música le estaba haciendo una paja a mi corazón. Me acuerdo de mi mamá con su vestido color fucsia, de la pequeña tienda de música del pueblo en el que crecí. Me acuerdo de mi corazón intacto y palpitante siendo formateado con canciones de amor.

Y aunque luego el estúpido mundo me dijo que era mejor ser tipo duro, como el Sailor de Nicolas Cage en Wild at Heart, con su chaqueta de piel de serpiente y sus lentes negros y sus ganas de reventar el mundo a patadas. Recuerdo que también en esa peli Sailor canta para Lula una canción de Elvis, trepado sobre un carro y completamente doblegado por su amor. Recuerdo la mirada enamorada de Lula en esa escena, la mirada enamorada de Alabama en True Romance. Y me alegro de haber tenido ese cassette de Elvis, de que mamá me lo comprara, de haberlo escuchado compulsivamente, de haber sido medio puto. Porque creo que al final no me fue nada mal las chicas. Tal vez hay pocas cosas tan sensuales como la ternura.


lunes, 6 de enero de 2025

La noche en que le regalé un moño a Irvine Welsh


Ahora escasean ambas cosas en mi morral. Pero en esos días, ejemplares de mis libros y marihuana eran lo que yo tenía de sobra. Por eso a menudo los regalaba. Si coincidías conmigo una noche y había de por medio una chela, una conversación paja o una mirada peligrosa, tú llegabas a tu casa con un libro nuevo o con un musgo misterioso. Encontrarte conmigo era como sacar el joker verde de la baraja. Así que cuando supe que Irvine Welsh estaría en el Británico de Miraflores, pensé en él como uno de estos afortunados amigos de la noche. Arranqué un moño del baobab que crecía bajo mi cama, cogí un ejemplar de mi 2do libro y me fui por Shell rumbo a Balta. 


Tal vez te preguntes ahora quién chucha es Irvine Welsh.

Irvine es el tipo por el que los chibolos de los 90’s caminamos como drogadictos a punto de redimir su vida. Cuando un chico de los 90’s corre, Iggy Pop se saca la camiseta. Y cuando hemos pasado el día con una chica linda que dice cosas lindas, nos vamos a dormir cantando Perfect Day de Lou Reed. Claro que todas esas canciones las puso Danny Boyle cuando hizo la peli en 1996, pero esa peli no existiría sin el libro, y ESE LIBRO que también es una sobredosis de extravío, lo escribió Irvine en 1993. Él también sale en la peli. Es el dealer que le da a Renton los dos supositorios de opio que Mark se mete al culo y que luego se caen al inodoro del peor baño de Escocia. La que sigue es una de las más asquerosas y memorables escenas del cine de los 90’s. 

Cuando el conversatorio terminó, fuimos a otra sala para que Irvine se tomara fotos con sus fans. Yo ya no tenía Trainspotting porque el que leí se lo afané a mi amiga K y luego alguien más me lo robó a mí xD Llevé Acid House, su primer libro de cuentos, lo que pareció sorprenderlo gratamente. Hasta que le pasé la weed envuelta en un papelito y eso lo sorPRENDIÓ más gratamente.  Mi amiga Ale Velez nos sacó las fotos. Yo le di mi libro y él me firmó el suyo.

A veces me siento medio huevón por haberle dado un libro mío que sin duda él no iba a leer. Pero cuando recuerdo esa portada que yo mismo dibujé, pienso que al menos ahora Irvine ya sabe cómo es el mapa del Perú. Y a qué sabe nuestra rica marihuana.



Un gran ventanal



Yo había mandado mi carta de renuncia.

Pero no me iban a dejar ir fácilmente. La gerenta quería hablar conmigo. Crucé por última vez la pista que separaba las mazmorras de la casa matriz. Ella tenía una de esas enormes oficinas de paredes blancas con un gran ventanal, como en las películas. Me invitó a sentarme. Había trofeos: Effies, Ojos de Iberoamérica, un León de Oro de Cannes. La nuestra era una agencia ganadora.
―¿Por qué quieres irte justo ahora que te hemos ascendido
―Quiero escribir otras historias
―¿Qué historias?
―Historias que no sirven para vender cosas.
―¿Y no podrías escribirlas mientras escribes estas?
―Una vez que has empezado a decir la verdad, cuesta mucho decir mentiras.
Nos quedamos en silencio.
De pronto me di cuenta de algo: En esa oficina no había libros. Miré por todas partes. Nada. Una agenda abierta sobre su escritorio. Había gente que vivía así, pensé. Gente que no necesitaba otra vida que esta, gente que tenía calendarios y hacía planes para almorzar ASAP. Y esa era la gente que tenía las oficinas con grandes ventanales. A ese mundo iba a salir yo a contar mi historia. Fue mi primera gran lección: Yo era un payaso.
Podría haberme acobardado. Podría haber vuelto a las mazmorras. ―¿Cuánto quieres ganar? me preguntó al fin.
Eso me dio valor. Le sonreí con todas las muelas.
―Me tengo que ir, le dije y me puse de pie.
De pronto me pareció tan chiquita en su gran cárcel sin libros. En ese momento no lo sabía pero cada vez habría más gente como ella. Yo entraría a otras oficinas sin libros, a casas sin libros, dictaría clases en salones sin libros, vería cómo mis amigos escritores se irían quedando sin empleo, los idiotas empezarían a gobernar el mundo y la gente querría ser parte del absurdo. Las víctimas de un viejo holocausto serían los asesinos del nuevo y cada mañana los adolescentes tendrían miedo de abrir los ojos porque no tendrían otra vida que esta. Así que yo me sentaría a escribir una historia. Una historia que alguien pudiera abrir como un gran ventanal en un día de verano.
Yo sé que hay gente que puede decir mentiras un día y al otro decir verdades. Es solo que a mí me cuesta un poco.







jueves, 22 de febrero de 2024

sábado, 17 de febrero de 2024

viernes, 16 de febrero de 2024

Word Perfect 5.1

 



Escribí mis primeras historias en un viejo programa llamado Word Perfect 5.1. Corría 1995 y por las noches cubríamos las computadoras con una sábana de plástico. Mi abuela hacía lo mismo con sus pajaritos, no se fueran a resfriar. La computadora era algo tan nuevo en los hogares que no sabíamos si tratarla como a un artefacto, a una mascota o como los Supersónicos trataban a Robotina. Los mouses tenían su larga cola de alambre y dentro una bolita que había que sacar y limpiar de vez en cuando. Era como limpiarle el ombligo a tu PC. En 1995, Word Perfect todavía compartía el 50% del mercado con Microsoft Word. La pantalla era azul. Las letras grises. No recuerdo haberme preguntado por qué la hoja no era blanca como en la vida real. Ya era bastante tener un monitor a colores VGA. Cuando aprendí a jugar Prince of Persia lo hice en un monitor monocromático y nunca supe cuál era la poción revitalizante y cuál el veneno porque los dos humitos se veían del mismo color. Yo aseguraba que podía distinguir dos tonos diferentes de gris, pero a veces fallaba y me moría. Cuando terminaba de escribir una historia la guardaba en un diskette como cuando grababa canciones de la radio. Teníamos impresora pero hacía tanto ruido que solo se podía imprimir de día o despertabas a todo el vecindario. Algunas de esas cosas que escribí en los 90’s sobrevivieron al naufragio del tiempo. Mamá guardó las hojas impresas con su grapa oxidada en una esquina. Creo que ella pensaba que esas primeras eran mis historias más bonitas. Tal vez porque me escuchaba teclearlas desde su habitación o porque yo todavía escribía como su niño. Las tenía dentro de un fólder y me las dio muy contenta una de las últimas veces que la vi. Esto eras tú, parecía decirme, así empezaste a escribir. A veces echo de menos la pantalla azul del Word Perfect y los diskettes de 1.44 mb. Extraño tratar de distinguir la poción correcta en el Prince of Persia. Extraño terminar de escribir una historia y sentir que valía la pena despertar a todo el vecindario solo para que ella pudiera leerla.



jueves, 15 de febrero de 2024

Una postal para mi abuela



Acabo de encontrar una postal que debí enviarle a mi abuela hace 20 años. Se la escribí desde un barquito que navegaba a contracorriente por el río Amazonas. Entonces yo tenía 24 años y volvía a Perú después de un largo viaje por Latinoamérica. Me había crecido el pelo y el alma. Antes de partir, mi abuela me escribió un poema en el que me decía: “Crecerán los anhelos / como el agua de los ríos que mirarás al pasar / Serán bellísimos / me imagino / como la vertiente de tus sueños / Como las cataratas del Iguazú donde te contemplarás. / No estarás / Pero estarás como un paisaje en mi alma / pintado con los recuerdos de tu infancia / Ve pues, nieto querido / sacia tu sed de manantial”.

No sé si entonces me conmovió tanto su poema como lo ha hecho esta mañana. Ahora tengo 44 y la idea de ser un paisaje en el alma de mi abuela me impulsa a estirarme como un sol. No le envié la postal aquella vez porque tenía las monedas contadas así que pensé que se la daría al volver. Pero tampoco se la di entonces. Supongo que a los 24 uno cree que el tiempo va a durarnos para siempre. Me acabo de grabar leyendo la postal y le he mandado el vídeo por WhatsApp. Mi abuela vive en Sullana junto al río Chira y ahorita debe estar comiendo su almuerzo, acalorada. Si tuviera la postal, al menos podría abanicarse con ella. Pero en todo caso, me alegra tener una abuela que sabe usar WhatsApp. Le he leído también su poema. Aquel que escribió para su nieto que se iba lejos. No sé por qué. Supongo que a veces uno no se da cuenta de lo que ha escrito hasta que alguien más lo lee por ti.



 

miércoles, 14 de febrero de 2024

Garza nocturna

 



En el estanque del Parque El Olivar vive una garza nocturna corona negra. A diferencia de las garzas blancas, esta es rechoncha y sin cuello. Aunque sí tiene patas largas y flacas como sus comadres. Se parece un poco a la versión de El Pingüino de Danny Devito en Batman Returns. De día no se le ve mucho. Pero de noche baja de su árbol en busca de pequeños peces que comer. “Pequeños” es un decir porque también la he visto levantar en peso un pez del que salía fácil un ceviche para dos. Lo sostuvo un buen rato en el pico, trepada sobre su alta rama. Aquella vez me pareció que no sabía bien qué hacer con él. Era evidente que no podía pasárselo de un bocado. Pero imagino que le daba miedo bajar a comérselo entre las rocas y que una tortuga viniera a arrebatárselo. Ayer por la noche la observaba desde una de las banquitas junto al estanque donde me siento a escribir. Ese “a escribir” también es un decir. En realidad voy al Olivar porque en casa llevo horas frente al teclado sin pescar una línea que valga la pena. Probablemente la garza nocturna también se siente un poco defraudada levantando breves pescaditos que no dan ni para medio sánguche de pejerrrey. Imagino que su afilado pico verdinegro recuerda que alguna vez levantó un gran pez. Pero al menos esta noche no pasará hambre. Yo también recuerdo que una vez escribí un libro de 300 páginas. Lo sostuve orgulloso en mi pico, sin saber bien qué hacer con él. Esta mañana sin embargo no puedo sino pescar unas breves y escurridizas oraciones. Oraciones anchoveta, oraciones renacuajo, cola de tortuga, arañita de manantial. Pero igual bajo hacia el gran estanque de la hoja en blanco. Con mi cuerpo rechoncho y mi cuello encogido por el hambre, atravieso la profunda oscuridad del día con mis ojos rojos. Estiro mi pico con cuidado. Y levanto esta palabra.



jueves, 24 de agosto de 2023

martes, 18 de enero de 2022

Tolaca

Este verano doy clases al mediodía. Como me han programado insufribles bloques de 4 horas justo cuando el sol recuesta su candente culo sobre la ciudad, les doy a mis alumnos 3 breaks de 12 minutos, para que no mueran ni me odien como se odia esa hora que le sobra a Scarface, a Lawrence de Arabia y a Encuentros Cercanos del 3er tipo. Sé que la mayoría de mis alumnos hace cualquier otra pichulada mientras yo hablo de cine, porque el único huevonazo que prende la cámara soy yo. Al cabo de una hora de interpretar escenas de Rocky, de Terminator, de Náufrago, termino también como un sobreviviente, empapado en mi propia desesperación salada. Apenas anuncio el break y apago la cámara, me arranco toda la ropa y recorro con los brazos abiertos mi depa. Un rollizo hombre de Vitruvio intentando ventilarse. Preparo té helado, pongo música, a veces barro un poco. Cuando faltan unos segundos, corro a enjuagarme, me hago el moño, vuelvo a abotonarme la camisa y prendo la cámara. Ellos no intuyen detrás de su profe al hombre de crogmanon que un minuto atrás se rascaba los sobacos. ¡Qué rápido se pasan los 12 minutos! ¡Qué poco espacio para estirar el alma! A veces al volver a mi silla tengo la impresión de que olvidé algo. El moño, los lentes, me puse la camisa pero sigo en calzoncillos, he olvidado apagar la música y todavía se oye a Daniel F cantar que solo quiere un poco de pastel. Me siento como Mrs. Doubtfire con una teta fuera de lugar. En el primer break no es tan grave. Transito con cierta elegancia entre mi papel de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Pero al cabo de 3 horas, cuando sobre las sillas ya tengo tres camisetas empapadas y cada vez menos alumnos me siguen el ritmo, abandono las ganas de ocultarles que no es té helado sino chela. Que yo también estoy agotado. Que preferiría estar viendo una película que hablando de películas. Y mientras me suelto el prehistórico moño y me abanico las tetas con mi 4to polo empapado, concluimos la clase con lo único que vale la pena saber sobre las historias: La vida es ese Sol maravilloso e hijueputa que brilla afuera mientras dentro de las cuatro paredes del antagonismo, soñamos que al salir todavía alcance un último rayo para nosotros.