miércoles, 14 de mayo de 2025

Todas las mañanas piso una mina



Yo todavía no me doy cuenta pero un soldado del Ejército Peruano me está observando.

Es el mediodía de un lunes y hay poca gente en la Estación del Metropolitano. El soldado me observa y piensa cómo abordarme. Yo estoy muy distraído porque casi nunca salgo sin la bici. Y esta otra velocidad de quien camina, me deja observar a otro ritmo mi ciudad: el Estadio Nacional a mi izquierda y el mural de homenaje a Akira Toriyama a mi derecha. Veo a Gokú sobre su nube, a ShenLong el dragón, a Bulma, a Vegeta y no veo sin embargo al soldado que me mira fijamente. ¿Qué es lo que me delata? me preguntaré esa tarde. ¿Por qué algunas personas me ven y sienten que pueden contarme su historia? ¿Creen que voy a guardarles el secreto? ¿O presienten acaso lo contrario: que un día voy a sentarme a escribirla? Tal vez esa misma tarde.

―¿Tú eres artista?― me pregunta por fin el soldado. Es más joven que yo, pero el uniforme le aumenta la edad. O tal vez no sea el uniforme sino lo que ha tenido que vivir usándolo.

―No―, le respondo, aunque mi viejo a veces me dice que soy el doble de Mauricio Mesones. Jajaja. Él también se ríe y esa risa nos aproxima. Te pareces un poco, sí, pero no, no es por eso que me ha abordado. ¿Sabes algo de diseño de revistas? pregunta. ¿Revistas? Mmm hace años las diseñaba, le digo. ¿Por qué? ¿Quieres hacer una revista? No sé. Creo que quiero hacer un libro, me dice. Y un gesto que se debate entre la humildad y el orgullo asoma en su mirada. ¿Un libro sobre qué? Me mira en silencio nuevamente. ¿Debe compartir su historia conmigo? Un metro de la Línea A se aproxima al andén. ―En este tengo que subirme―, le advierto. Casi sin dudar responde ―Vamos, yo también voy hacia el sur―.

Cuando las puertas del Metropolitano se abren yo siento un poco de aprensión, incluso de miedo. He aprendido a desconfiar de los policías y de los militares. El gobierno me ha enseñado a temerles. ¿Cómo puedo confiar en alguien que ha sido entrenado para seguir órdenes a ciegas y no para cuestionarlas cuando las dan líderes de sangre fría, sicarios de oficina?

―Soy Justo―, dice como si percibiera mis miedos y con su nombre pudiera conjurarlos. JUSTO. Y no siempre fui soldado. Estudiaba en la Escuela de Bellas Artes pero tuve que dejarla para trabajar. ¿Quieres ver mis dibujos? Mientras el Metropolitano avanza por la Vía Expresa, Justo saca su celular y busca entre su galería de imágenes. Me muestra acuarelas de la vida militar y un retrato de Grau. Otro de Cáceres. No están nada mal. ¿Y sobre qué quieres escribir un libro, Justo? Quiero contar lo que me pasó cuando fui desminador en la frontera, después del conflicto con Ecuador. La frase de Justo me devuelve con un rugido a mi adolescencia. Vuelvo a escuchar el ensordecedor estruendo de los aviones de guerra sobrevolando mi casa.

En el 95 yo ya vivía en Lima con mamá, pero pasaba los veranos en Talara para ver a mi papá. En Talara no solo estaba la base FAP más cercana a la frontera del conflicto.  Sino también la refinería. Talara tiene sus venas llenas de petróleo y por eso es un punto estratégico para atacar en caso de guerra. Por las noches hacíamos simulacros en los que Talara entera quedaba en tinieblas. Los aviones de nuestra Fuerza Aérea la sobrevolaban rugiendo. A mí me daba miedo. Los aviones pasaban muy bajito. De día, ese temor no se iba del todo porque yo tenía la edad justa para que los camiones de la leva, que pasaban cargados de soldaditos, cargaran también conmigo. No era muy probable, pero tampoco imposible que hubiese terminado en esa frontera con un rifle entre las manos. Le pasó a otros.

“Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos”  -Ray Bradbury-

No fui a esa guerra. La vi por las noticias. Tampoco fue Justo, que también era muy chico y acababa de descubrir que le gustaba dibujar. Y lo intentó. Tal vez nunca ha dejado de intentarlo y por eso me ha abordado esa mañana. ¿Será muy tarde para retomarlo?

Justo fue a la frontera algunos años después. Le enseñaron a ubicar, desenterrar y desarmar esas minas que no habían hecho volar nadie en pedazos, pero que todavía latían bajo la tierra húmeda de Tiwinza, como esas palabras que nos quedan doliendo después de una pelea.

Había que desarmarlas.

Me cuenta que los soldados peruanos no hicieron el trabajo solos. Los del Ejército Ecuatoriano también ayudaron. Y ahí, entre la posibilidad de saltar en pedazos por los aires, se conocieron. Por las tardes, luego de acabar la misión, jugaban partidos de fútbol, se tomaban algo y se contaban chistes. Con el tiempo se hicieron amigos. Peruanos y ecuatorianos. Recuerda Justo que un día escuchó por la radio una entrevista que le hicieron a un amigo suyo del otro ejército. ―¿Y qué pasaría ―le preguntaba el locutor― si estuviéramos otra vez en guerra y un día tú te encontraras con tu rifle delante de un soldado peruano… con tu amigo por ejemplo, el que hoy jugaba fútbol contigo?

Justo está escuchando esto por la radio y se hace la misma pregunta que el locutor le hace al soldado ecuatoriano. Se imagina a sí mismo en la selva del Alto Cenepa, pero no tiene una pelota de fútbol entre las piernas y un rival tapándole el arco. Tiene un rifle entre las manos, el dedo en el gatillo y un hombre que viste un uniforme diferente al suyo.

De pronto se escucha un disparo en Tiwinza.

Los pájaros vuelan sobre los árboles de la frontera.

Y vuelan también aquí en Lima, las palomas, entre los edificios y el smog.

El metropolitano pasa bajo el puente de la Avenida Angamos y yo miro hacia afuera.

Justo presiente que pronto tendré que bajarme y me mira como preguntándome si en lo que me ha contado hay una historia.

Solo entonces le revelo que yo también escribo, que no se ha equivocado. Que artista es una palabra muy rara. Pero que al igual que él, todas las mañanas me despierto y me pregunto si en lo que me pasa hay una historia.

―Entonces es como buscar minas ¿no?― me pregunta.

―Eso, Justo, es como buscar minas. Uno escribe para que todo aquello que puede destrozar a un hombre en pedazos, no lo destroce.

Le doy mi teléfono y apunto el suyo. Tengo un taller de historias, le cuento, si te animas, eres mi invitado. Creo que tu historia es importante. No dejes de contarla.

Dice que me va a escribir.

Cuando el Metropolitano se detiene en mi estación, nos estrechamos la mano y Justo me sonríe y me hace una última pregunta.

―¿Quieres saber qué respondió mi amigo en la radio?

Yo lo miro y asiento en silencio.

Las puertas del metro se abren.

―Al aire― dijo ―Dispararía al aire. Y le diría a mi amigo que se escape.


miércoles, 22 de enero de 2025

Pajes y doncellas

 


La niña que toma mi mano en esa foto iba a ser mi esposa. No solo en la obra sino en la vida real. Eso fue lo que me advirtió su mamá tras bambalinas. No se lo dijo a ella, que era su hija. Me lo dijo a mí, justo antes de que saliéramos a escena.


¿Cuántos años tengo? ¿5 o 6? ¿Por qué me lo dijo? A lo mejor era una broma o quería decirme algo lindo, pero lo sentí como una amenaza. Recuerdo que me angustié mucho. Me estoy mordiendo un labio y parece que no miro nada de lo que tengo delante. Esto fue en el Teatro Municipal de Trujillo ante decenas, tal vez cientos de madres y padres de familia, incluyendo los míos. Pero no estoy asustado por la multitud. Estoy asustado porque una señora acaba de anunciarme que me voy a casar con su hija. No dijo que sería pronto, dijo: “Cuando sean grandes”. Pero yo le creí. Y yo no quería casarme con ella. Mi favorita era otra niña del nido Ciro Alegría. Porque incluso a los 6 años tienes personas favoritas. No podrías decir que las amas o que te gustan, pero sabes que quieres que tu carpeta esté más cerca de la suya, prestarles tu plastilina, que sonrían por algo que dijiste.


Pobre niña de morado. Era simpática, pero no era mi chica. Ella tampoco tenía la culpa de llevar ese horrendo vestido ni de que los adultos quisieran teatralizar versiones en miniatura de su ridículo circo de reyes, pajes y doncellas. Tal vez hasta ahora tiene que sufrir a una madre que le pregunta cuándo se va a casar. O, quién sabe, a lo mejor sí se casó y fue feliz por un tiempo. Ojalá que sí.


A veces, cuando miro esta foto, me pregunto si ella también tiene la suya. Si alguna vez la mira como yo. Si se pregunta qué fue de ese niño que -un poco asustado- la lleva de la mano a ningún lugar.



viernes, 17 de enero de 2025

Lacapidarcomeyjuega

Les pedí que escribieran sus dos palabras favoritas. Eran niñas y niños de 7, 8, 9 años pero sabían cosas.

Exoesqueleto, dijo Leonardo, que había estado dibujando insectos. Branco escribió que le gustaba la palabra paz pero también la palabra sangre porque era roja. La palabra favorita de Mía era Chévere, aunque la escribió chiquita en una esquina. La de Cayetana: Cariño.

Lucy escribió una oración como si fuera una sola palabra: Lacapibaracomeyjuega. En realidad escribió: Lacapidarcomeyjuega, pero como también había dibujado un bicho peludo y gordito bajo un arcoiris, entendí. A los niños hay que leerles un poco el pensamiento. Van adelantados a nuestro tiempo.

Se armó un debate sobre si nos gustaba más la palabra Capibara o Ronsoco. Les tengo malas noticias.

Pero lo mejor para mí fue cuando Max escribió: monosílaba y odontología. Porque luego dijo: “No sé qué significan, pero me gustan.” Tamare, este va ser escritor, pensé. ¿Dónde viste la palabra odontología? le pregunté. En un hospital, dijo Max. ¿Alguien sabe qué significa ODONTOLOGÍA? les pregunté a los demás. No podían explicarse pero dos niñas empezaron a tocarse los dientes. Es es… esss decían, mientras señalaban sus pequeños y afilados caninos.

Algún día a Max se le picará un diente y tendrá que visitar a un odontólogo. Entonces, cuando escuche el motorcito del taladro, no querrá volver a ver esa palabra en un buen rato. Algún día Branco sangrará y verá su palabra favorita mancharle la piel y la ropa. Y en unos años Cayetana descubrirá que el cariño a veces no cabe en 6 letras y se desborda y también se diluye. Pero por lo pronto, ya tiene algo en lo que creer.


Hay algo maravilloso en una palabra que precede a su significado. Algo que está en su sonido, ese chicle globo que saboreamos y rumiamos sin preocupación.

Tal vez ser niño es la feliz aceptación de la ignorancia. La alegría de saber que desconocemos tantas cosas y aun así, podemos disfrutarlas, sin intentar comprenderlas. O darles un único sentido, como hacemos los adultos.




viernes, 10 de enero de 2025

Calavera no llora

 Estoy leyendo un libro sobre la historia de los boleros. Tanto el libro, que se llama Sabor a mí, como cada capítulo, lleva el nombre de uno. El que abro hoy viernes se titula: Esta noche la paso contigo, por el tema de Los Ángeles Negros. La frase me hace pensar en que esta noche de viernes yo la voy a pasar con mi teclado. Es un fenómeno que no me sucedía hace meses. Porque cuando la vida va bien, a los cuadernos y a los lapiceros y las negras teclas de una laptop les empieza a crecer musgo y después flores y al final uno se olvida para qué sirven las palabras. Y cuando la vida va pal carajo, tampoco hay forma, porque los cuadernos se llenan de charcos y las teclas se nos escapan de las manos como escarabajos. Hay que encontrar el punto justo de la angustia. Que duela, pero que no mate. Como ese macerado de pisco y rocoto que te reinició el alma. O como esa canción de Chavela Vargas a la que sabes que no debes darle play.

Ahora, tampoco es que esta noche me falte posibilidad de peligro. Tengo un batallón de amigos borrachos que me acechan como hienas. “Ya estás con tu cara de medio like y la cago” me dicen riendo como demonios. Y yo les devuelvo la carcajada. Lo que pasa -como dijo Manolito- es que somos pocos y nos conocemos mucho.

Pero nada. Que esta noche la paso contigo. O sea con esta hoja blanco que se va llenando como un vaso de cerveza. Ese que me voy a tomar cuando ponga el punto final a esto. O como el que nos hemos prometido. Donde sea.

Yo antes pasaba las noches así, escribiendo, porque no había otra posibilidad. Este era mi puente con el mundo. Yo no quería escribir cuentos, solo quería… Ahora tengo la bicicleta, los libros y a mis amigos. Pero hoy he renunciado a todo eso, para recordar cómo se sentía no tener nada.

Me cuenta mi amiga Luna que una de las mejores alumnas de su taller de poesía es una niña de 11 años. No es raro, pienso. Para ella ese nuevo orden de las palabras, como para otros niños los mangas o bailar k-pop el sábado en un parque, es su único refugio. Ese lugar donde nadie los cuestiona y donde pueden sentir el sabor de su propia sangre. Tal como yo estoy saboreando el de la mía, ahora que he vuelto a escribir los viernes.



jueves, 9 de enero de 2025

Libre

Recuerdo que iba en bici por Pueblo Libre. Llevaba meses sin escribir. Pero ese día se me iba a ocurrir el cuento por el que ese año me darían el Premio Copé. Ocurrir es un verbo terrible. Los cuentos no se te ocurren. Detonan. Y detonan porque hay una mina sembrada. Una mina de una guerra que a lo mejor ya habías olvidado. Eso que Rafo Ráez llamó el Campo minado de corazones. Bradbury también lo sabía: “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos.”

Yo no sabía que iba a pisar una mina mientras pedaleaba por Sucre. Como uno no sabe que un auto está a punto de salirse de su carril para entrar al tuyo. O que te van a romper el corazón un domingo cualquiera, en tu propia cama, mientras ves una película. Pero están ahí. Las minas. Si seguimos recorriendo el campo con osadía, casi con insolencia, es porque también está lleno de flores. Y uno va, como escribió Eielson: “Dispuesto a morir por una rosa pero un campo minado / Con ametralladoras y cañones de verdad”.

Esa vez la mina que yo pisé fue una canción. Una canción que todos hemos oído y cantado. Una canción de nuestra infancia. Por eso, cuando un mes después terminé de escribir el cuento y tuve que escoger un seudónimo, no lo dudé: sería Nino Bravo.

Al igual que la mayoría de ustedes, yo había escuchado Libre muchas veces en la radio. Pero hacía pocos días una amiga me había revelado algo nuevo. Ella había leído que Libre contaba la historia de Peter Fechter, un chico de 18 años que había sido el primero en intentar burlar el Muro de Berlín en 1962. Peter había avanzado un buen tramo porque el guardia de Alemania Oriental estaba distraído, pero al subir a la empalizada fue descubierto y dispararon contra él. Lo terrible es que Peter no murió inmediatamente. Al pie del muro, estuvo gritando y desangrándose largo rato. La gente se amontonó y pidió ayuda, pero nadie se acercó por miedo a recibir un tiro. Los soldados de Alemania Occidental solo pudieron lanzarle un botiquín y al cabo de una hora ese chico de 20 años murió.

Esa tarde en mi bici yo iba oyendo la canción, y cuando llegué a la parte que dice “Y tendido en el suelo se quedó, sonriendo y sin hablar / Sobre su pecho flores carmesí brotaban sin cesar” me di cuenta, por primera vez en mis 33 años, que esa imagen describía la sangre que salía de su cuerpo. Recuerdo que tuve que detener la bici porque de repente la vista se me nubló. Eso fue en el 2012. Cincuenta años, un océano y un par de continentes me separaban de su muerte. ¿Por qué podía sentirla en carne propia? No lo sé, pero si no fuera por eso, yo no estaría aquí intentando contarles esta historia. Toda la mecánica de la literatura se apoya en la confianza de que hay un ser humano capaz de sentir con tus palabras, algo que él no ha vivido directamente, ya sea un historia de amor o una ráfaga de metal en el pecho.

Esa fue la primera mina, pero hubo una segunda y una tercera. Porque, así como le pasa al Chavo cuando empieza por tumbar algo y termina desbaratando toda la mesa, cuando uno se desbarranca, tiene que caer hasta el fondo del acantilado.

Ahí detenido al borde de la pista, mientras la canción seguía sonando en mis audífonos, recordé que cuando tenía 24, yo volvía desde Brasil a Perú en un barquito que subía por el río Amazonas. En ese barquito conocí a otro peruano porque -como dice Bryce- ¿Por qué conoce un peruano en el extranjero a otro peruano? Pues porque son peruanos.

Una tarde este chico peruano vio mi discman y me preguntó si podía prestárselo. Se lo di y también le extendí uno de esos estuches llenos de discos grabados con música variada que todos teníamos en el 2000. No, me dijo, solo dame este que dice Nino Bravo. Cuando vino a devolverme el discman, media hora después, tenía los ojos llorosos. Hace 20 años que no escuchaba esas canciones, me dijo. Y luego me explicó por qué.

Al igual que yo, él también volvía Perú, pero a diferencia mía que solo había pasado fuera un año y medio, él llevaba fuera 20, casi desde que era un niño. Y, además, no estaba seguro de poder cruzar la frontera peruana porque no tenía documentos. Pero quería ver a su familia. Quería VOLVER. Iba a intentarlo, como el joven alemán.

Yo que llevaba apenas año y medio fuera estaba loco de alegría por el regreso. A través de los altos árboles del Amazonas, me parecía ya ver mi casa de Talara, a papá, a mamá, a mis amigos. Me sobrecogía pensar lo que sentiría alguien que hacía eso mismo después de 20 años. Y la sola posibilidad de que alguien pudiera impedirle el ingreso a su casa, el retorno a su infancia y al abrazo de su familia, me embarcó en la aventura que narro en ese cuento llamado El río.

Dice Italo Calvino que todas las historias se reducen a dos grandes premisas: La inevitabilidad de la muerte y la continuidad de la vida. Y a mí siempre me pareció una frase maravillosa. Pero al volver de ese recuerdo del barquito en el Amazonas a mi bici en la avenida Sucre, a la voz de Nino Bravo cantando Libre y a las ganas de llorar, sentí que las historias narraban otra cosa que también era importante y universal: la lucha de los hombres contra las fronteras. Siempre había alguien intentando llegar a casa. O tratando de hacer de cierto espacio, un lugar donde vivir, como la familia de pescadores en Al pie del acantilado o como mi pequeño Domingo, llegando a la Monstruociudad.

Esa era la historia que yo tenía que escribir.

Un tiempo después leí que Pablo Herrero, uno de los compositores de Libre, había dicho que la canción en realidad no se había inspirado en el chico alemán, sino en la propia realidad de España que vivía la dictadura de Franco. “No hay que mirar tan lejos para ver la falta de libertad” dijo. Esa declaración no hizo sino constatar que la historia Peter desangrándose al pie de una frontera es universal y por eso nos conmueve.

Cuando seis meses después mi cuento ganó el premio de plata y mamá y papá vinieron desde Talara hasta Lima para verme recibir el trofeo, recordé que nosotros también veníamos de otra parte, y que esa noche estábamos celebrando nuestro derecho a cruzar las fronteras.

Años después también fui hasta Berlín a ver el Muro, ahora sí, hecho pedazos. Solo se mantienen en pie algunos bloques llenos de ingeniosos grafitis, collages antifascistas y pintas de artistas de todo el mundo. Junto al muro hay un río lindo, el Spree, y hay músicos tocando canciones pop y gente riendo y pasándola bien. Recuerdo que yo me alejé un poco, apoyé mi cel contra una piedra y me recosté sobre el muro para hacerme un selfie. De pronto un chico y una chica muy jovencitos y enamorados se me acercaron.

¿Te podemos hacer la foto nosotros? preguntaron. Les pasé mi cel y fui nuevamente a recostarme contra el muro.

But why so saaad? dijo ella al verme con expresión trascendental. Do something funny! Estaba tan contenta. Le expliqué que no podía tomarme una foto divertida en un lugar tan triste. Entonces ella se acercó y poniéndose seria me dijo: Era un lugar triste, pero mira ahora. Entonces vi nuevamente a todas esas personas cantando, riendo y besándose junto al Spree. Le sonreí, asentí y accedí a tomarme una foto menos solemne.

Yo tampoco soy de aquí, me dijo ella cuando me devolvió mi cel. Vengo de Italia, estoy aquí por mi chico que es alemán. Su chico sonrió. ¿Y tú, de dónde eres? Yo soy de Perú, les dije. Wowww! So farrr. Nos quedamos observándonos en idiomas diferentes. Hay que darnos un abrazo, dijeron ellos por fin. Y entonces ahí, junto a los restos del muro, muy cerca de donde hace 50 años un chico había estado desangrándose hasta la muerte, nos abrazamos.






miércoles, 8 de enero de 2025

ELVIS: THE TOP TEN HITS




Me daba un poco de vergüenza tener ese cassette. Elvis sale demasiado guapo en la portada. Y lo sabe. Por eso sonríe con esos dientes que parecen estar pidiendo que le invites un chicle. Lleva, además, el primer botón de la camisa desabotonado. O no. Me traiciona el subconsciente. Ahora me doy cuenta de que la foto se recorta antes que se vea el botón. Pero es que todo era muy puto en ese cassette. Empezado por su color fucsia, que es la versión glamorosa y orgullosa-de-sí-misma del rosado. Mamá tenía un vestido de noche color fucsia y se veía linda, por eso yo aprendí a pronunciar esa palabra antes que a gritar un gol.

A mis 8 años no quería que nadie -excepto mi mamá que me lo había comprado- me sorprendiese con ese cassette de Elvis en las manos. Era casi como si me sorprendieran mirándome la pija.

También tenía mis cassettes de los Beatles pero ellos no parecían tan interesados en verse guapos. Sus portadas eran divertidas, casuales, a lo mucho raras. A Elvis la Iglesia Católica lo había denunciado ante el FBI con una carta que decía: “El señor Presley es un peligro para la seguridad de los EEUU porque sus acciones y movimientos buscan avivar las pasiones sexuales de los adolescentes”.

En casa lo habíamos visto bailar El Rock de la Cárcel un sábado en la tele. Jailhouse Rock fue el primer videoclip de la historia, grabado en 1957 como parte de una película. Pero para la pequeña provincia que me vio crecer, en 1987, o sea 30 años después, aquello todavía parecía una novedad. Yo lo vi bailar en blanco y negro, agitándose entre las rejas vestido de presidiario y pensé que el rock’n’roll acababa de inventarse.

Luego me mandaron a dormir. Pero al día siguiente, como todos los domingos después de misa, fuimos a Disco Centro. Y ese domingo yo renuncié a mis audiolibros de cuentos y pedí un cassette de Elvis, el único que tenían en la única tienda de música de Talara: THE TOP TEN HITS. Después de oír unas cinco veces El rock de la cárcel, descubrí que sus otras canciones -las lentas- me gustaban todavía más.

Los nombres de los temas eran incluso más cursis que el cassette fucsia o que la foto de Elvis. Tal vez en inglés no suenen tan mal, así que los voy a poner en castellano, que es como aparecían escritos en el cassette: Hotel Rompecorazones; No seas cruel; (Déjame ser tu) Osito Teddy; No puedo evitar enamorarme; Te quiero, te necesito, te amo; Ámame y Ámame tiernamente. Csmre, oe.

Fue probablemente mi cassette favorito hasta que tuve 10 años. Pero siempre lo oí con culpa, como si no estuviera bien amar tan desesperadamente, o ser tan guapo y saberlo.

De pronto pasan 30 años.

Un amigo me recomienda una peli. El guion es de Quentin Tarantino pero la dirige Tony Scott, el hermano de Ridley. A pesar de que la peli se llama True Romance, estoy preparado para ver una película de acción. En la primera escena aparece un chico en la barra de un bar. Junto a él hay una rubia linda tipo Marylin y él le habla, aunque parece estar más bien hablando para sí mismo. Elvis era muy guapo, le dice a la rubia, era más guapo que muchas mujeres. De hecho, si alguien me obligara a tirarme a un tipo, yo me tiraría a Elvis. La rubia le dice que ella también se lo tiraría. ¿En serio? pregunta él. Bueno, cuando estaba vivo, agrega ella sonriendo, no ahora. Y Clarence, que así es como se llama este chico, le dice: ¿Ya ves? Ya tenemos algo en común, los dos nos tiraríamos a Elvis.

Al rato la rubia lo deja tirando cintura en el bar porque este chico -que como ya habrán notado tiene las habilidades de gileo de Kevin Arnold- la invita al cine a ver tres películas de Kung Fu con Sony Chiba. La chica se va. Esa misma noche, Clarence conoce al amor de su vida en las butacas del cine, precisamente mientras ve una peli de Kung Fu. La última línea de diálogo de True Romance la dice esta chica que se llama Alabama. Y es una de mis líneas favoritas al final de una película. Es ingeniosa, tierna y te dan ganas de estar enamorado. No se la voy a decir para que la vean, pero la última palabra de esa línea es: ELVIS.

No sé qué habrá pasado con mi cassette de los Top Ten Hits, pero esas canciones: Let me be your Teddy Bear, Hound Dog, Can’t help falling in love siguen sonando en el stereo de mi alma. Me veo de 9 años apretando el botón de play para que vuelva a sonar Love me tender, esperando que nadie en casa se diera cuenta de que más que escuchar música le estaba haciendo una paja a mi corazón. Me acuerdo de mi mamá con su vestido color fucsia, de la pequeña tienda de música del pueblo en el que crecí. Me acuerdo de mi corazón intacto y palpitante siendo formateado con canciones de amor.

Y aunque luego el estúpido mundo me dijo que era mejor ser tipo duro, como el Sailor de Nicolas Cage en Wild at Heart, con su chaqueta de piel de serpiente y sus lentes negros y sus ganas de reventar el mundo a patadas. Recuerdo que también en esa peli Sailor canta para Lula una canción de Elvis, trepado sobre un carro y completamente doblegado por su amor. Recuerdo la mirada enamorada de Lula en esa escena, la mirada enamorada de Alabama en True Romance. Y me alegro de haber tenido ese cassette de Elvis, de que mamá me lo comprara, de haberlo escuchado compulsivamente, de haber sido medio puto. Porque creo que al final no me fue nada mal las chicas. Tal vez hay pocas cosas tan sensuales como la ternura.