jueves, 26 de noviembre de 2015

jueves, 12 de noviembre de 2015

miércoles, 11 de noviembre de 2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

los músicos del Titanic

Cuando empecé a enseñar me sentía como Noé con su arca. Quería salvar a todos los animales. -Disculpen la precisión de la metáfora-. Si un solo alumno parecía desmotivado, yo enloquecía y volcaba todas mis técnicas para subirlo a cubierta. Con el paso de los ciclos descubrí que eso era demencial y suicida, no solo porque no todos conectan con la ficción o la literatura sino porque algunos alumnos tienen una alucinante vocación por el naufragio. Se quieren ir a la mierda y se van a llevar todo lo que se les ponga delante, incluido el profe. Comprendí entonces que mi tarea no era convertirme en el arca de Noé sino mas bien en algo así como el Kon-tiki, una pequeña balsa en la que solo los más entusiastas y valientes llegarían hasta la orilla de lo improbable.

A veces también pasa que al final del ciclo uno ya está tan agotado que no parece ni el arca de Noé ni el Kon-tiki ni el velero llamado libertad de Perales, sino mas bien Kate Winslet flotando en su tablita sin poder salvar siquiera al pendejo que la acaba de pintar calata en el Titanic.

Pero volviendo al Kon-tiki, lo que quería contar es que hay ciertos alumnos maravillosos que son como las velas de la embarcación. Las preguntas que hacen tras leer un cuento, la forma en que van subrayando frases, los grititos de asombro o las breves risas que dejan escapar mientras leemos, le dan vida al cuento. Yo los miro de reojo mientras me paseo leyendo entre las carpetas y, por el brillo de sus ojos y la forma en que aprietan las copias, comprendo que están dentro de la historia. Gracias a ellos uno puede seguir leyendo emocionado y puede incluso arrastrar sin problema la carga pesada de los que se duermen o revisan su celular o preguntan si pueden ir al baño justo cuando estás diciendo la frase más bonita del cuento.

Cuando estos chicos faltan a clases, el barco se hace pesado y empiezas a sentirte como Ben Hur en las galeras. Uno sigue leyendo, pero siente que el cuento es como una palito de fósforo raspando contra una superficie lisa que no lo enciende. En estos casos lo que hago es olvidarme de que estoy en un salón de clases y seguir leyendo solo para mí, convencido de que ni la apatía de quince wachiturros es capaz de matar un cuento tan bello como Un día perfecto para el pez plátano. Sin embargo, desde el fondo de mi ensimismamiento, sigo escuchando sus ronquidos o el teclear de sus celulares; y para no enloquecer y matarlos me repito mentalmente que ellos son como los músicos del Titanic que están tocando su dulce indiferencia mientras yo me voy a la mierda con todo y mi barco.