miércoles, 8 de junio de 2011

E.T. phone home



Esta mañana, caminando por el Centro de Lima, me he encontrado con E.T. Desde una vitrina del Jirón Callao me apuntaba con su largo dedo de brasa caliente. Tenía los ojos celestes como Frank Sinatra y una sonrisa pacífica que no le manaba de la boca sino de todo su arrugado cuerpo de plástico. Era de uno de esos antiguos juguetes hechos con cariño, y a pesar que se le notaba el paso del tiempo en la piel, por una ligera decoloración de su tono marrón, había envejecido con dignidad, conservando todas sus extremidades y parecía más bien como si acabara de volver de unas largas vacaciones.

Junto a él en la vitrina estaban también Snoopy, Mafalda, Hardy, Oliva, Pluto, Mogwli entre varias muñecas mancas, cojas, decapitadas (algunas solo desnudas) además de unos pocos cachaquitos y pitufos. En realidad, aquella tienda de juguetes en la que no entraba nadie, era más bien como un asilo donde los viejos muñecos iban a pasar el resto de sus días; tranquilos, silenciosos y sin aquella desgarradora esperanza del abuelo Simpson que ruega que alguien venga por él. Desde sus vitrinas, ellos no miran hacia la calle pues saben que tampoco nadie de la calle mira hacia adentro. Y sin embargo; esta mañana, por uno de esos azares que hace que encontremos amigos en los lugares más insólitos, el pequeño extraterrestre estaba mirando hacia afuera y yo me detuve a mirarlo también.

Recordé entonces que conocí a E.T. cuando era un niño como Elliot y tenía al igual que él, una bicicleta y unas profundas ganas de que hubiera vida en otro planeta. Fue la primera película que vi en un betamax, en aquella época en las que un disco de blue ray nos hubiese parecido tan alucinante como una nave espacial. He visto decenas de películas de extraterrestres desde aquel entonces y ninguna que se le compare y creo que eso se debe, a que E.T. representa nuestras ganas de querer encontrar hasta en los extraños a un amigo, aunque este se beba nuestra cerveza, suelte las ranas y finalmente quiera irse a su casa.

He entrado a la tienda convencido de que iba a llevarme a E.T, ¿Cuánto cuesta E.T.? pregunto. Cuarenta soles. El muñeco que Spielberg creó hace veintiocho años cuesta cuarenta soles. Yo le había calculado veinte. Cuarenta soles son ocho menús. Doscientos panes.

Bajo la cabeza y salgo de la tienda. Vuelvo a mirar a E.T. desde la calle. Extiendo mi dedo hacia el suyo mientras me alejo del lugar. Ambos estamos acostumbrados a las despedidas. Mientras continúo mi camino por Jirón Callao me consuelo diciéndome que al menos me queda la historia y un lápiz en la mochila para contarla.
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