lunes, 30 de marzo de 2020

Formas de distraer a la muerte


"Hace poco escuché hablar en público, en Gijón, a la escritora argentina Graciela Cabal, en una intervención divertidísima y memorable. Vino a decir (aunque ella se expresaba mejor que yo) que un lector tiene la vida mucho más larga que las demás personas, porque no se muere hasta que no acaba el libro que está leyendo.
Su propio padre, explicaba Graciela, había tardado muchísimo en fallecer, porque venía el médico a visitarle y, meneando tristemente la cabeza, aseguraba: De esta noche no pasa; pero el padre respondía: No, qué va, no se preocupe, no me puedo morir porque me tengo que terminar El otoño del patriarca. Y, en cuanto que el galeno se marchaba, el padre decía: Traedme un libro más gordo.
—Mientras tanto, no hacían más que morirse compañeros de papá que estaban sanísimos, por ejemplo un pobre señor que solo fue al médico a hacerse un chequeo general y ya no salió -añadía Graciela—. Y es que la muerte también es lectora, por eso aconsejo ir siempre con un libro en la mano, porque así cuando llega la muerte y ve el libro se asoma a ver qué lees, como hago yo en el colectivo, y entonces se distrae."

La loca de la casa, Rosa Montero


domingo, 29 de marzo de 2020

Gelatina

No sé si era más sano amanecer triste, desmoralizado y con incertidumbre. O lo de esta mañana en que ya amanecí contento y me puse a hablar conmigo mismo.

-¿Qué vamos a desayunar hoy, Pierre?
-Gelatina
-Pero la gelatina no es desayuno
-Vas a comer, ctm, porque es lo único que queda y ayer hice porciones para el resto de la cuarentena.


sábado, 28 de marzo de 2020

Por qué contamos historias





Hace unos días preparaba el PPT para mi curso de Guion, que este ciclo tendré que dictar de forma virtual. La 1ra diapositiva que verán mis alumnos muestra a una cavernícola que parece explicar algo al resto de su tribu. Ya sé que desde el paleolítico hasta la primera proyección cinematográfica de los Lumiere en 1895 han pasado cientos de miles de años, pero si voy a enseñarle a alguien a armar la arquitectura de una historia, me gusta que entienda por qué las contamos y desde cuándo.


Así como los médicos se enorgullecen de salvar vidas y los músicos de hacérnosla menos absurda con cumbias y boleros, a mí me recorre un escalofrío de orgullo ancestral cuando empiezo mi clase diciendo: "Contar historias es una de las costumbres más antiguas del ser humano". Me gusta creer que mis alumnos pueden descubrir el paralelo entre su profesor que agita las manos junto al ecran y esa mujer del paleolítico con las tetas al aire que intenta explicarle algo al resto de la tribu.

¿De qué les está hablando? No lo sabemos. Probablemente su lenguaje aún sea rudimentario y esté compuesto de señas y gruñidos. Pero esos primeros mensajes ayudaron a ese grupo humano a sobrevivir. Alguno de ellos aprendió que no debía comer ciertos frutos, que el camino al río era menos peligroso por un atajo, que la carne sabía mejor si se le exponía al fuego. Entonces fue y se lo contó a los demás.

Gracias a esos mensajes, logramos esquivar el brutal zarpazo de la extinción. Después pasaron cientos de miles de años y perfeccionamos los canales de comunicación a niveles increíbles. Aparecieron el abecedario, la imprenta de Gutenberg, los telegramas, la radio, la TV, los teléfonos celulares, las vídeollamadas, Facebook, Twitter, historias de Instagram de todas partes del mundo. Esta mañana, incluso antes de lavarnos la cara y tomar desayuno, ya íbamos enterados de lo que sucedía a miles de kilómetros en España, Italia y China. Gracias a esa información de tribus lejanas, podemos tomar decisiones acertadas para enfrentarnos al nuevo peligro que nos acecha afuera de la cueva. Aprovechémosla.

Pero esa no es la única razón por la que nos comunicamos.

Cuenta Yuval Noah Harari en su hermoso libro SAPIENS, que una de las teorías del desarrollo del lenguaje humano está asociada al chismorreo. Un mono es capaz de avisarle a otro: ¡Cuidado, un león! Y las abejas pueden indicarle al resto de la colmena, con un complejo baile sobre el panal, el lugar exacto donde han encontrado polen y además decirles en qué cantidad. Un ser humano, además de indicarle a otro dónde queda el mercado y si hay oferta de tomates, puede contarle con quién se cruzó en el camino, si ese amigo se veía triste o alegre y si lo habían ascendido en el trabajo. A los seres humanos les importa esta información social porque les ayuda a saber en quién confiar, cómo relacionarse y, sobretodo, les ayuda a desarrollar un tipo de cooperación más estrecha y compleja entre todos los individuos de su comunidad.

¿Será que nosotros seguimos utilizando la comunicación con ese último fin? Mmm.

Dice Harari que hace 70 000 años ya éramos capaces de sentarnos a conversar durante horas, tal como hacemos ahora por chats de Whatsapp. ¿No es alucinante? Incluso 50 mil años antes de domesticar plantas y animales y establecer asentamientos fijos, el ser humano ya se pasaba el día conversando.

Empecé a escribir esto porque ayer entré a leer el muro de Facebook de una de mis mejores amigas que vive en Barcelona. Ella, al igual que otros amigos, está llevando un diario de la cuarentena. Lo leí mientras almorzaba y la sentí cerca. Supe que ella es la designada en su hogar para hacer las compras, que hospitales, morgues y cementerios han colapsado, que están montando hospitales de campaña donde antes había tiendas y que allá también hay desquiciados que acaparan productos de primera necesidad mientras el personal médico hace guardias de 24 horas. Para tapar el hueco que le va creciendo en el corazón, también cuenta algunas cosas bonitas, como que sus vecinos brindan con ella cuando sale a tomarse una copa al balcón o que para no aburrirse hace arqueología en casa y encuentra objetos maravillosos.

Tengo, así como muchos de ustedes, amigos en ciudades donde el virus llegó primero y que la están pasando peor. Ellos son como ese monito que le avisaba a su compañero desde lejos ¡Cuidado, un león! Pero además son como esos ancestros que hace 70 mil años empezaron a conversar junto al fuego para hacerse compañía, para darse ánimos, para sentirse mejor. Los animales se ronronean, se frotan, se ayudan a sacar los piojos. Nosotros, además de eso, nos contamos historias.

Solo una última cosa antes de terminar. Cuenta Harari que si a un monito le pides el plátano que tiene en la mano explicándole que si te lo da tendrá 100 plátanos cuando llegue al cielo de los monos, el monito no aceptará el trato. Los animales no pueden pensar en abstractos sino solo en lo que tienen frente a sus sentidos. El ser humano sí puede, y eso le permite organizarse y tener ideales comunes a otros individuos de su misma especie que nunca conocerá pero que piensan como él.

Ya lo decía John Lennon: You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one.

La mayoría de nosotros aún no ha cogido el virus y ni siquiera conoce a alguien que lo tenga. Es probable que tampoco estemos dentro de la población de riesgo. Pero podemos, en nombre de un ideal mayor como el bienestar común de la tribu, tratar de portarnos lo mejor posible. Quedándonos en casa si podemos, ayudando a quienes deben seguir trabajando y, sobre todo, utilizando el lenguaje que desarrollamos durante tantos siglos y milenios, no para juzgarnos, atacarnos y provocar pánico, sino para informarnos bien y darle una palabra de aliento y compañía a los otros cavernícolas digitales que como nosotros, esperan junto al fuego que pase la noche.


martes, 24 de marzo de 2020

Volátiles

Son las 7:59 de la noche cuando empiezan a escucharse en mi calle los primeros acordes de Contigo Perú. No sé cuál de mis vecinos es el dueño de los alto-parlantes. Tienen buena definición y alcance. A veces estiro el pescuezo e intento rastrear el sonido del cajón, la voz del Zambo Cavero, la guitarra de Óscar Avilés. Parece que es en la otra cuadra, por donde venden alitas bróster. De todas formas, no importa mucho de dónde viene la alegría cuando es contagiosa como un virus. La gente empieza a asomarse a las ventanas, se encienden las luces, nos miramos las cabezas despeinadas. Van 8 días de cuarentena y contando. Cada vez son menos los que se asoman a aplaudir. Todavía menos los que se animan a cantar. Esta noche yo estoy leyendo echado en el mueble de mi sala y decido que ya basta. Que ya no quiero asomarme. Que prefiero seguir leyendo. Me paro a bajar las persianas y entonces lo veo. Está justo en el edificio del frente. Es un niño pequeño, mirando la calle desde su balcón. Está solo. Sus papás no han salido esta noche con él. Supongo que, al igual que yo, ya se aburrieron del protocolo y están adentro viendo una peli. No es un niño tan chiquito, tiene 7 u 8 años, es probable que ya entienda que algo grave está pasando. No aplaude, se sostiene con ambas manos de la baranda y observa. Tiene una expresión de incertidumbre, como una euforia con el freno puesto. Voltea la cabeza hacia ambos lados de la calle y finalmente su mirada se cruza con la mía. Yo tengo en las manos el cordel de la persiana que está lista para caer y devolverme a mi libro de Arthur C. Clarke. En la historia que he dejado a medias, un astronauta estudia -en un planeta lejano- los restos de una civilización aniquilada en unos segundos por una supernova. El astronauta descubre sobrecogido, así como yo también lo comprendí alguna vez, lo minúsculos y volátiles que somos dentro del Cosmos. Podemos desaparecer en un segundo, como las pelusas de un diente de león. Ya le ha pasado a otras especies ¿Por qué no podría pasarnos a nosotros? Algún día ese niño estudiará, leerá, se hará preguntas y –si no se vuelve un lector de Coelho y se compra eso de que el Universo conspira a nuestro favor- también lo descubrirá y perderá sus certezas. Tal vez dejará también de tener ganas de aplaudir. Pero eso no va a suceder esta noche. Nadie debería descubrirlo a los 7 años. Así que enrollo mi mano en el cordel y tiro con fuerza hacia abajo. La persiana sube, abro toda la ventana y mis manos corren una hacia la otra repetidas veces. El niño se anima y también empieza a chocar sus pequeñas palmas. Nos quedamos ahí un rato, mirando la calle, la ciudad, el mundo que compartimos. Al rato ambos nos giramos y volvemos a casa, un poco menos minúsculos, un poco menos volátiles.




lunes, 23 de marzo de 2020

Verde como la esperanza

Ayer mi vecina del depa de al lado me tocó la puerta. Dijo que por la ventana le había llegado el olor de mi hierba. Me preguntó si tendría un poco para venderle porque se le había acabado. Fui al cuarto a traer mi pote de vidrio y se lo enseñé. No quedaba ni para medio porro, pero igual saqué la mitad y se lo di. Esta mañana me tocó la puerta. Traía, en una tapita de Nescafé, 5 moños como el que yo le había regalado ayer. Son para ti, dijo. Y se fue sonriendo. He recuperado la fe en la humanidad. Creo que sí vamos a sobrevivir al Coronavirus



domingo, 22 de marzo de 2020

Cajón con G

Pocos días antes de la cuarentena, una tarde como esta, me fui al Olivar a escribir. No pude hacerlo porque un viejito se sentó junto a mí y me hizo conversación durante dos horas. Decidí entonces que esa sería la historia que contaría. Lo intenté, pero no lo conseguí. Era una historia sencilla sobre ir al parque y conversar con un extraño, tal vez por eso no encontraba un conflicto decente, el corazón que le diera vida al relato. Sin embargo, ahora que ir a pasear al parque y conversar con otro ser humano son lujos que no podemos permitirnos, he podido sentarme y terminarla. No sé si bien o mal. Hay cosas como ir al parque, mirar a los peces o conversar con un desconocido, que solo nos revelan su magia cuando nos vemos privados de ellas.


Cajón con G
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Voy al Parque El Olivar a escribir. Porque en mi casa no puedo. Porque yo mismo me estorbo. Son las 4 de la tarde. Junto al estanque de los grandes peces anaranjados hay algunos banquitos disponibles. Escojo uno sobre el que no cae el sol. Estaciono la bicicleta y me siento. Todavía no he sacado la laptop de mi mochila, solo una vieja y gordísima edición de Un mundo para Julius. Observo a los niños que se asoman al estanque y señalan algo que se mueve ¡Una tortuga! ¡Mírala, mírala! Sobre el puentecito arqueado, una pandilla de viejas en su segunda adolescencia se toma una foto grupal. Oye, tú también tienes que estar –le gritan a la que toma la foto– Dale la cámara a ese joven. Por suerte, el joven no soy yo. Qué bien se está aquí, pienso. Qué lindo estar de vacaciones. Lo único que me distrae es que cumplo con todos los requisitos para pasar por un gilazo: la camisa floreada, la bici, los lentecitos de marco grueso, el libro de Bryce junto a mi mano. En cuanto saque la laptop llena de stickers, voy a ser la estampa perfecta del hipster / modalidad: escritor en busca de inspiración / familia de los huachafos. ¡Pero qué chucha! Escribir aquí es otra huevada, otra huevada peee’. De pronto, veo a un viejo que viene trotando a una loseta por minuto. Está dando la curva peligrosa que lo separa de mi banquito. Trae fachas de maratonista en decadencia: zapatillas, bermuda multicolor, y un desteñido gorrito marca Adidas. Carga también una radio portátil con antena, de esas que usan los abuelos para sintonizar radios del inframundo, en la otra mano, una Fanta caliente a medio terminar. Con suerte, pienso, va a seguir su lenta maratón. Pero yo no soy un tipo con suerte. El anciano se desploma en el extremo libre del banquito. Como decía Ribeyro “A mí los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos”. El abuelo huele a chivo y lo primero que hace es estirar la antena de su maltrecha radio y sintonizar una emisora de boleros. Está sonando “Mi viejo”, la hermosa y tristísima canción de Piero. Lo malo es que no la está cantando Piero sino un mexicano que no logro reconocer. Imagino que el tío está pensando algo así: Este chibolo weón, qué chucha va a saber de buena música, ahora solo escuchan la tusa, la tusa. Ya alguna vez me metí en problemas por una situación parecida. Viajaba de Sullana a Talara en un EPPO. En el asiento de al lado un señor llenaba un crucigrama. Lo tenía bastante avanzado pero no lograba completar las casillas que salían de una extraña fotografía: un tipo con cara de extraterrestre. Era David Bowie en su versión de Ziggy Stardust y las arañas de Marte. Volteé a mirarlo y supe que el tío no la iba a chuntar. No pude contenerme. –Es David Bowie –le dije señalando la foto– un músico inglés–. Con ese alarde de sabiduría pop empeñé la tranquilidad del resto de mi viaje interprovincial. Después de rellenar las casillas, el señor quiso saber el apellido de mi familia, a qué me dedicaba y cómo se llamaba mi abuela. Conversamos el resto del camino y para cuando estábamos por llegar al terminal, ya casi habíamos firmado un contrato para que fuera mi representante literario en Talara y Negritos. Debí haber aprendido la lección aquella vez. Debí haberme quedado callado. Pero esta vez tampoco puedo contenerme: –¿De quién es esa versión de Mi viejo?– me escucho preguntar. Como si hubiera estado esperando la bola para batearla, el viejo contesta: Ahhh, es Vicente Fernández. ¿Pero la original no es de Piero? repregunto. ¿Quién? Vicente Fernández la cantaba con su hijo en una película, Mi querido viejo, buena película, carajo, ahora solo pasan cojudeces. Googleo el título. La peli es de 1991. La canción de Piero es del ‘75. Pero no digo nada. Una quinceañera gordita en un vestido de fiesta morado se sube al puente de madera. Va escoltada por su familia y un par de fotógrafos que le hacen tomas desde la orilla. Sonríe nerviosa y se asoma al estanque. Sus ojos buscan algo, acaso la misma tortuga que perseguían los niños hace un rato. Pero la tortuga y la infancia se le han escapado. Es sencillo ser feliz –dice de pronto el viejo mirando a la quinceañera y haciendo una panorámica de todo el parque– no sé por qué los políticos se meten en tantas huevadas, mira tú… Humala, preso; Keiko, presa; PPK, encerrado en su casa con prisión domiciliaria; Alan, muerto con un balazo en el cabeza. ¡Y todo por qué? Por unos millones. ¿Quién tiene vida para gastarse 100 millones? ¡100 millones! Hay que ser abusivo. O como me decía mi hermano: “Cajón con G” Jeje “Eres un cajón con G”, me decía él. Mira que venir a este parque es gratis, caminar es gratis, conversar es gratis. Y cuando quiero bailar con mi germita, nos vamos al club Apurímac en la cuadra 2 de la Brasil, nos pedimos una jalea entre los dos, bien servida, carajo, y bailamos toda la tarde. ¿Tú eres casado? ¿Ah, no? Cuidado, ah, ya sabes que soltero maduro, jeje… Ah, tienes novia. Hay que escoger bien. De todas las germas que tuve en mi vida una era alcohólica y drogadicta. ¿Tú no eres drogadicto, no? Ah ya, parece nomás. Ella fue la que me regaló esta radio portátil. Yo le regalaba libros de Vargas Llosa, de poesía, de Agatha Christie, de Corín Tellado. Pero a ella lo que más le gustaba era cachar, carajo. Era como esa rubia de la película… ¿Cómo se llama esa de la chica que amarra al policía a la cama? ¡Esa! Claro, con Michael Douglas. ¿Él también se murió, verdad? –No –le digo– se acaba de morir su papá, Kirk Douglas, a los 103 años. Michael está tío pero todavía actúa. ¿Ah sí? Sí, tiene una serie sobre dos viejos amigos que se ayudan a lidiar con la decrepitud, debería verla. Ah no, carajo, yo no soy de tomar esas pastillas que toman ahora ¿cómo se llaman? Sí, las azulitas. A mis 80 años todavía tengo balas en el revólver. Aunque la verdad es que ahora prefiero bailar o estar con mis nietos. Oye, tú traes tu computadora para trabajar aquí que es más tranquilo, ¿no?. Ah, para escribir. ¿Eres escritor? Cómo es la tecnología, yo también tengo mi computadora para hablar con mi hija que vive en el extranjero. ¿Sabes que ahora existe hasta un aparato para hacer limonada? Mira, tú metes el limón partido por la mitad y luego solo tienes apretarlo. También hay para naranjas. Tío, no sea pendejo, el exprimidor debe ser más viejo que Kirk Douglas, le digo. Ah, bueno, es que la manía de exprimir es vieja, pues. La vida te exprime, los políticos nos exprimen. Hasta nuestros futbolistas se consiguen unas potonas que les exprimen el pájaro y luego ya no saben ni dónde queda el arco jeje. Otras épocas eran las de Cubillas, Chumpitaz, Sotil, Cachito Ramírez. Aunque el Cholo Sotil también ganó más plata que político. Se fue a jugar al Barcelona y se compró un Ferrari amarillo. Al final todo lo perdió. Facilito se va la plata. ¿Sabes cómo se llamaba antes el Sporting Cristal? Sporting Tabaco, porque era de los trabajadores de la compañía tabacalera que estaba en el Rímac. Recién a mediados de los 50 lo compró la Backus y se pasó a llamar Sporting Cristal. ¿Sabes a quién eliminamos en el 70? A Argentina, con 2 goles de Cachito Ramírez. Ah, no te gusta mucho el fútbol. ¿Qué te gusta, pues? Contar historias. “Vivir para contarla”, como decía Vargas Llosa. ¿Ah, no fue Vargas Llosa? No jodas. Bueno, tú eres el que sabe. Yo también leía bastante, ya te digo que tenía libros hasta para regalar, pero ahora lo que más me gusta es la música, por eso llevo siempre mi radio portátil. Ya está viejita pero me ha durado bastante. ¡Qué habrá sido de esa fulana? dice de pronto como quien lanza una piedra al estanque de la memoria. Luego se queda mirando las ondas en el agua, los peces anaranjados, los niños que siguen corriendo y las nuevas quinceañeras que vienen a sacarse fotos al puentecito. Al rato saca del bolsillo un saquito de franela, apaga su radio y comienza a guardarla en ese estuche. Parece que se dispone a partir. Creo que ya me acordé de Piero –dice mientras se levanta del banquito y reúne sus cosas– ¿era argentino, no? él cantaba Mi viejo, sí, ya me acordé, antigua es esa canción, ya debe ser abuelo también. Así es la vida. Un día eres el hijo y después el viejo de la canción eres tú, carajo. Pero quién nos va a quitar lo bailado. Ya después uno se muere nomás. Tanta vaina. Lo importante, como decía mi hermano, es no ser un cajón con G. No te olvides de eso. Ya te dejo para que escribas. Bien rápido se ha hecho de noche, ¿no? Sí, le respondo. Pero no sé si estamos hablando del día o de la vida. Después lo veo irse lento, como perdonando el viento, cantaba Piero. Antes de alejarse, voltea y me echa una última mirada. Oye, si un día cuentas esta historia jeje hazme quedar bien –dice sonriendo– recuerda que un día el viejo de la canción vas a ser tú.


miércoles, 11 de marzo de 2020

La risa remedio infalible

Ayer recordé que las secciones de humor de la revista Selecciones (La risa remedio infalible, Gajes del oficio y Así es la vida) fueron una de las primeras escuelas de contar historias de mi vida. En los 80's mi mamá compraba esta revista regularmente y yo, cuando descubrí que ciertas páginas tenían historietas, empecé a leer las breves anécdotas que las acompañaban. No eran grandes historias, pero producían una risa inmediata, simple y fugaz. Buscando en Google estas imágenes, me he topado con un formulario en la página oficial de la revista que te permite enviar tu propia anécdota Si la tuya es escogida para publicarse, te regalan una suscripción a la revista. Me he emocionado como el niño que fui. Y además he agregado el formulario a mi barra de favoritos. Creo que voy a intentarlo de vez en cuando. Ya he publicado 3 libros de cuentos y he salido en diarios y antologías, pero eso no será nada comparado con colar una de mis anécdotas en la revista que mi mamá y yo leíamos juntos en los ochentas.


lunes, 9 de marzo de 2020

la máquina de ser feliz

Este es el lugar en el que pasaré el resto del lunes, intentando parir una historia. Últimamente ha sido difícil. Pero tal vez hoy haya suerte. Ayer terminé de leer El mono vestido. Ya antes había leído El mono desnudo. Leer libros de antropología es a veces paralizante porque las costumbres humanas de pronto se te revelan absurdas, como la necesidad de dejar una obra, un rastro de tu existencia. De todas formas, no tengo otra cosa mejor que hacer que escribir historias. Y tengo 41 años. Ya es tarde para dar vuelta en u. Además me gusta mucho mi escritorio. Me recuerda esa pintura de Remedios Varo, la Creación de las aves. ¿habrá pensado Charly en esa imagen cuando se le ocurrió el nombre de su banda La máquina de hacer pájaros? Decía Julio Ramón "Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable". Es locazo que un mecanismo de teclas y circuitos, un poco de papel y tintas de colores pueda convertirse al cabo de un poco empuje y buen viento en La máquina de ser feliz.





domingo, 1 de marzo de 2020

Dudar

A través de sus historias de Instagram, veo a una amiga abrir una galleta de la fortuna. El papelito dentro de la galleta dice: "Para progresar primero debes dudar". ¿Dudar? pregunta otra amiga que también aparece en el vídeo. Es un mensaje extraño. ¿Dudar de qué? Nos han acostumbrado a que la duda no es buena, parece indicar flaqueza de carácter, falta de voluntad. Hace unos días, Nicole estuvo paseando por la calle Capón y me trajo también una galleta de la fortuna. La mía decía así: "Alcanzarás aquello que quieres si te esfuerzas un poco más". Esto es algo a lo que sí estamos acostumbrados. A que la vida es una carrera de un solo carril y que basta empujar con empeño para atravesar la meta como un galgo. Pero por supuesto, la vida no tiene carriles. Ni mucho menos meta. Y si a veces nos parece que está bien señalizada y que vamos por buen camino -¿a dónde además, a la felicidad, al progreso, a la paz, a la inmortalidad?- hay que estar más dispuesto a detenerse en medio del viaje, como cuando a tu papá se le ponchaba una llanta camino a Cajamarca y te bajabas del auto a explorar los pastizales. Estoy leyendo la correspondencia de Ribeyro a su hermano Juan Antonio y descubro una carta de 1964 en la que Julio Ramón le dice "Ya no quiero publicar más cuentos. Ni escribirlos". En 1964 Julio solo había publicado Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964) y Tres historias sublevantes (1964). Estaba pendiente más de la mitad de su obra. Si Julio se hubiese detenido en 1964 no existirían cuentos como Espumante en el sótano, El próximo mes me nivelo, Silvio en el Rosedal, Tristes querellas en la vieja quinta y Solo para fumadores. El diario y las cartas de Julio están llenos de estos momentos. Días en los que revela que está a punto de renunciar, en que sus cuentos le parecen malos y su carrera absurda. A mí me reconforta mucho toparme con estos extractos. En parte porque pienso que eventualmente sus lectores le harán saber que tuvo sentido que no dejara de escribir. Pero también porque la duda nos golpea a todos cada día. En Mientras escribo, Stephen King cuenta que tiró el manuscrito de Carrie (su primer best-seller) a la basura. Fue su esposa quien lo rescató y le dijo que lo continuara. Kafka le pidió a su amigo Max Brod que quemara toda su obra y John Kennedy Toole se suicidó porque las editoriales rechazaron una novela que luego ganaría el Pulitzer. Creo que fue su madre quien siguió enviando el manuscrito tras su muerte. Las historias del fracaso me parecen mucho mejores consejeras que las del éxito. Hay gente que se empeña en darte hurras y máximas de optimismo como sparrings de la autoayuda. Tal vez yo mismo como profe lo he hecho con mis alumnos, pero para variar, de vez en cuando me gustaría que más gente admitiera esto: ¿Sabes qué? No tengo ni puta idea, no sé ni cómo logro levantarme de la cama, tengo miedo y no sé si tengo talento para hacerlo, pero voy a seguir haciéndolo porque es lo que me provoca, porque tengo ganas de joder y porque, como diría el gaucho Inodoro Pereyra en el sticker que veo en la puerta de mi baño todas las mañanas: "Muy callau sería el bosque si solo cantaran las aves de mejores trinos"