jueves, 30 de julio de 2015

Miss Orquídea

Nunca he podido ver a una trapecista sin enamorarme, y sin morir de terror, que al fin y al cabo es la misma vaina. No sé si les pase a todos, pero es que a nosotros nos jodió Valdelomar. Es imposible curarse de un cuento como El vuelo de los cóndores. Yo no iba al circo hace años pero ayer, cuando ya habían salido los caballos y los malabaristas, y ya casi no me quedaba pop-corn en la caja y al apagarse las luces la vi allá arriba colgando del aro, la memoria del niño que fui me susurró: es Miss Orquídea. Y después me dijo: se va a caer. La putamadre. Inútilmente esperé que desplegaran la malla de seguridad o que pusieran un colchón. Ella se balanceaba sobre el vacío. La banda del circo tocaba una canción triste como un adagio o como un tango al que le han quitado la letra sin lograr extirparle el dolor. Recordé lo que decía el niño del cuento: ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase! Sin embargo, la pequeña trapecista de ayer no estaba triste. Parecía divertida mientras enroscaba las piernas en el aro. No era exactamente un aro, era más bien como una lira a la que han quitado las cuerdas y ella colgaba de cabeza y luego se sostenía con una sola mano y elevaba una pierna perfecta. Estuve observando sus movimientos, la tensión de sus músculos y entonces lo comprendí. Por unos segundos dejé de escuchar la banda del circo, los aplausos de la gente y vi el circo de día: las butacas vacías, los malabaristas fumándose un pucho. Y la vi a ella entrenando esa rutina todas las mañanas. La vi sin aquel traje de encaje celeste. La vi vestida con su malla vieja, una malla agujereada y percudida de tanto rozar las sogas y los trapecios, de tanto aterrizar sobre la tierra del escenario. Y me dije: Esta chica no se va a caer. De hecho, su verdadera hazaña no consiste en no caerse, sino en reproducir para nosotros la sensación de que esa posibilidad existe. Está tejiendo el vértigo con sus piernas. Lejos de desilusionarme, esto me maravilló, pues delataba todo su esfuerzo como artista y era como ver esos detalladísimos dibujos de las máquinas voladoras de Leonardo da Vinci. Me pregunté además, con algo de angustia y euforia, si esto pasaría en todas las artes, por ejemplo, si alguno de mis cuentos delató la noche de desvelo que lo produjo. Me pregunté si hoy, al leer esta historia, alguien adivinaría que la estuve escribiendo mientras la veía volar. O que fui tartamudeando las primeras oraciones al salir de la carpa, o que al llegar a casa tuve que desacomodar mi biblioteca buscando el libro que me permitiría citar la frase exacta del cuento. Además, pensé ¿tendrá esto algo de valor para quien lee? ¿Será esto más bonito si saben que hay diez horas de sueño y un plato de tallarines entre las primeras dieciséis líneas y las últimas veinte? La verdad es que no lo sé. Pero ayer pude asomarme tras las bambalinas del vuelo y me pareció maravilloso descubrir que lo que para algunos es un abismo, para otros resultar ser el único lugar posible donde sentarse a mirar el mundo.