jueves, 31 de octubre de 2019

Devuélveme mi amor para matarlo

El rosario de mi madre, del compositor arequipeño Mario Cavagnaro, es uno de mis valses favoritos, pero siempre que oigo este verso de la canción, no puedo evitar imaginar huevadas como esta




viernes, 25 de octubre de 2019

La historia va saliendo solita

Viajo a Talara para firmar unos documentos. Es un viaje violento, de ida y vuelta. Porque estamos a mitad de semana y yo debo volver para dictar clases. Llevo 2 polos, 2 pares de medias y 2 boxers en la mochila, pero nunca llego a cambiarme. Tomar una ducha significa media hora menos para conversar con mi mamá, así que me la salto. La limpieza puede esperar. Al amanecer me paso el día con mi viejo corriendo del banco al notario, del notario a la sunarp, de la sunarp al notario otra vez. Para colmo a las 2pm cierran el puente de Sullana y mi bus de Talara a Piura es el último que logra cruzarlo a tiempo. Al bajar corriendo del EPPO, escojo a cualquiera de los mototaxistas que jalan pasajeros en la puerta del terminal. Tengo 10 minutos para llegar a Cruz del Sur y emprender el regreso a Lima. Mientras corremos hacia su moto, el tipo me alcanza un casco ¿Un casco? Sí. No tiene una mototaxi. He contratado una moto lineal. Esto es Rápidos y Furiosos versión Churre, feat. Armonía 10 y Los piuranitos. Cantinerooooo ♫ El casco además no me entra porque tengo cabeza de rottweiler. Así que mientras sorteamos a toda velocidad piuranos, piajenos y camiones cargados de algarrobos yo pienso: Ya me morí, csm. Ahora sí me morí, como diría Javier Heraud: entre pájaros y árboles. O sea entre gallinazos y matacojudos. Mientras veo pasar mi vida entera ante mis ojos y me despido del mundo, recuerdo uno de los pocos momentos de paz que tuve durante el viaje. Estoy sentado en la plataforma del BCP de Talara frente a una señorita que me abre una cuenta corriente. Como el sistema se demora en cargar, yo me distraigo posteando fotos de pacazos en mi Instagram. Pero cada que levanto la vista de mi cel, encuentro a la señorita echándome miradas furtivas. ¿Usted a qué se dedica, joven? me pregunta por fin. Soy profesor, le digo, y también escribo cuentos. Ahhh yaaa, con razón tiene esa cara de filósofo. Ohyara ons. Será que no me he bañado, porque yo con lo único que estoy filosofando es con el cebiche de caballa que mi viejo me va a invitar donde El Zambón cuando terminemos los trámites. Gracias, le digo, sin saber muy bien qué estoy agradeciendo. Tengo una niña de 4 años, me dice, no sé qué cuentos comprarle. El otro día le llevé uno de un osito que pasea por el parque con su abuelo. Cuando acabó me dijo Ya mami, pero ¿qué más? Nada más, le dije, porque ahí acababa el cuento. Lo que pasa, le digo, es que algunos editores creen que los niños son huevones y son más vivos que las arañas. Yo nunca leí un solo libro para niños. Deme un papel. La señorita me pasa un formulario del banco que ya no sirve y empiezo a anotarle títulos: Momo de Michael Ende, Matilda de Roald Dahl, El libro de la selva, Las crónicas de Narnia, tal vez más adelante algo de Verne o de Stephen King, en ayunas y dosis moderadas. Me siento como un doctor escribiendo una receta. Dele esto a su hija, todo va a estar bien. Dieciocho horas después, mi bus llega al terminal de Javier Prado, 25 minutos antes de mi clase de las 9am en Miraflores. El taxista que me lleva a ISIL me ve inquieto. ¿Tienes clase? pregunta. Sí, le digo, tengo que dictar en 20 minutos. ¡Ah, eres el profe! Claro pe. Como ya han pasado 18 horas y más de mil kilómetros desde que me vieron cara de filósofo, este ya me ve cara de indigente. Por eso no me cree que soy profe. Pero resulta que no solo soy profe. Conversando descubrimos que soy el profe de su hijo. ¿Y te hacen sufrir mucho? pregunta riendo. Tienen una ortografía que hace llorar, le digo, pero siempre es más chévere aguantar a un alumno que a un jefe. Pucha, me dice, es que en esta época quién escribe bien. Ya nadie ya. Lo que sí me jode un poco, me dice, es que ahora solo hablan con jergas en inglés, no se les entiende nada. Señor, sus hijos viven en una aldea global, para ellos el mundo está a la vuelta de la esquina, decir tweet, chat, post es como decir camote, perro, chaufa. No sé, dice, nosotros antes también hablábamos con jergas pero decíamos cosas en español. Señor, no estamos en Madrid, el español también es un idioma extranjero. Ya cálmese y no sea tan viejo lesbiano. Ahí en la esquina me deja. Entro corriendo al instituto con mi mochila a cuestas, marco mi entrada en un aparato que me escanea la mano. Corro al baño a lavarme la cara y todavía me quedan un par de minutos para comprar un café y un caprese. Parado frente a mis alumnos me tiemblan las piernas de cansancio, pero veo sus caras sonrientes como de publicidad de yougurt y recupero el buen humor. Quisiera explicarles que no he dormido ni me he bañado en 2 días. Que lo único que quiero es irme a mi cama y morir una semana. Pero entonces pienso en sus viejos. Ese taxista que ya no entiende el idioma de sus hijos, esa funcionaria del banco que quiere encontrar un cuento que emocione a su hijita, así como a ella alguna vez la emocionó un cuento de Hans Christian Andersen o de los hermanos Grimm. Entonces saco mis plumones y empiezo a anotar algo en la pizarra blanca. No sé qué es. Estoy tan cansado que realmente no sé ni qué curso dicto. Son palabras al azar las que escribo. Pero a veces basta con empezar a poner algo. Luego la historia va saliendo solita.