viernes, 17 de mayo de 2013

Buda y el leopardo

Escribí este cuento entre abril y mayo. Dos meses tan bellos como terribles. Lo escribí para la revista de mi amigo Mario Morquencho pero no pudo ser publicado porque me demoré en entregarlo. Ahora lo pongo aquí en mi blog para que puedan leerlo. Yo pensaba que iba a tener 600 palabras pero ahora tiene 2900. Hace una semana tenía 3020 pero con las correcciones de mi amigo Helí se redujo. Me volé un largo párrafo en el que yo -el narrador- irrumpía en el cuento (esto lo dice mi amigo Helí) como cuando Woody Allen le habla a la cámara en sus películas. A todos nos gusta cuando Woody le habla a la cámara e incluso cosas más locas como cuando aparece Marshall McLuhan en la escena del cine en Annie Hall. Esta vez, sin embargo, le he creído a Helí cuando dice que sin ese párrafo el cuento gana agilidad y sorpresa.  

Otra cosa  Este es un cuento que abunda salvajemente en metáforas. Helí también me dice que ya es demasiado y creo que coincido con él, sin embargo, no he logrado quitarlas. Para colmo, justo ayer volví a ver "As good as it gets" y hay una parte en la que Melvin dice "la gente que habla con metáforas debería enjabonarme las bolas".  Supongo que poría tomarlo como una señal, sobre todo porque Melvin es un escritor exitoso, pero no he podido cambiarlo. A veces no sé de donde vienen mis cuentos y cuando intento podarlos se agitan como un gato al que se le intenta dar un baño. No es un tema de soberbia. Es decir, reconozco que el cuento puede ser mejorado, pero cuando lo intento, me ataca, como si él fuese su propio creador, así que bueno, sin más preámbulos, aquí se los dejo.  






Buda y el leopardo


Cuando la gente veía pasar a Rodrigo montado en su bicicleta, con sus cuarenta kilos de culo asomando a ambos lados del asiento, recordaban a aquellos elefantes de circo que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. Recordaban también a los perros con ropa, a los árboles podados en forma de pájaros y a los hombres que se enamoran de la mujer equivocada. Recordaban, en suma, todas aquellas cosas contrahechas, cuya voluntad se agita como un animalito salvaje, en un cuerpo que preferiría estarse quieto como una jaula. El culo de Rodrigo, por ejemplo, no estaba diseñado para las bicicletas. Había sido hecho para montarse en un tractor y aguantar largos y lentos paseos por los arrozales. Más que un culo, era un sillón a una persona atado. Estaba destinado a gentes tranquilas, dispuestas a la contemplación del mundo o la meditación. Era en resumen: el culo de Buda.

Pero Rodrigo, a sus 33 años, poco quería saber de meditación. Bastante tenía ya con sus ocho horas de oficina que únicamente aguantaba para pagar la TREK 9000 que ahora montaba: marco de titanio, suspensión hidráulica y frenos de disco. Una bicicleta con la que podías tirarte desde la cima del Kilimanjaro, llegar ileso a la sabana y seguir pedaleando a la par de un leopardo. Rodrigo nunca había pisado el África ni había leído a Hemingway, pero tenía capacidad de delirio suficiente como para confundir la cuesta de La Molina con el tal Kilimanjaro; las congestionadas calles miraflorinas con la sabana africana; y a cualquier chica guapa que se le cruzara, con un poderoso e indomable felino. Y delirar, era precisamente lo que estaba haciendo esa mañana, cuando al salir de la ciclovía, vio a lo lejos y por primera vez las imposibles piernas de Natalia, entrando en falda y puntas de taco al parque de Miraflores.

Cuando la gente veía a Natalia (desde atrás como ahora la veía Rodrigo) con su larga cabellera marrón bailándole sobre la espalda para unirse a la otra fiesta que le subía como una cumbia desde los pies a las caderas, sentían que en el cielo Tito Puente se había puesto a tocar sus timbales. Las mujeres oían rugir sus raíces de guerreras Amazonas; y si tenían algún plan pospuesto, una puteada pendiente, un mañana lo hago, de ese día no pasaba. Los niños la observaban maravillados preguntándose si acaso no era Cheetara de los Thundercats; y los hombres, ya no pensaban ni recordaban nada sino que sufrían repentinos ataques de amnesia, desviaban su camino hacia el suyo como ratones de Hamelin; y cuando la veían desaparecer por una esquina, en vez de seguir camino al trabajo, se sentaban en una banquita a mirar los pájaros y a sonreír como idiotas.

Rodrigo sin embargo, estaba todavía a una cuadra de distancia, es decir, lo suficientemente lejos como para conservar cierta calma, pero ya lo bastante cerca para haber sido envuelto en el tibio halo que iba dejando Natalia y que lo invitaba a pedalear hacia ella como un agujero negro.

Ciento ochenta y tres metros recorrió la bicicleta de Rodrigo hasta alcanzarla. Apenas 183. Hay trenes más largos. Pero en aquella distancia, su destino sufrió una metamorfosis tan salvaje que ni la poción del Dr. Jekyll hubiese podido revertir. A los 150 metros se dio cuenta de que era inevitable seguir acercándose. A los 130 sincronizó involuntariamente su pedaleo con el movimiento de aquellas caderas lejanas. A los 100 metros se dijo que si así se veían algunas mujeres al irse, hasta podía valer la pena dejarlas ir. A los 80 metros una brisa de eucaliptos le cruzó la cara y quiso saber su nombre. A los 60 pudo imaginar un gesto de su boca y le tembló el timón. A los 40 quería bailar un slowly con ella. A los 20 pensó que se había enamorado. A los 16 lo confirmó. A los 12 tuvo la horrible convicción de que nunca podría tener a una mujer así. A los 9 se le cayó el corazón a una alcantarilla abierta. Y a los 3 metros, resignado a que en un par de segundos su bicicleta la adelantaría y nunca más volvería a verla, estiró tímida e inconscientemente su mano abierta, como para acariciar a un leopardo; y aterrorizado, como si su mano fuera un pájaro que acaba de escapársele, la sintió estrellarse contra la nalga derecha de Natalia, justo antes de perder el equilibrio (de su vida y su bicicleta) e irse de cresta con todo y su marco de titanio, sus frenos de disco, su suspensión hidráulica y sus ocho horas diarias a los pies de ella.

Rodrigo supo que le quedaban apenas unos segundos antes de que le patearan la barriga. Viéndolas desde el suelo, comprendió que aquellas piernas, que hace unos segundos había comparado con cascadas de chocolate tibio y tronquitos de canela, eran además, poderosas armas de tortura. Vio como Natalia avanzaba implacable hacia él y recordó aquel póster de la mujer gigante que destruye la ciudad. Iban a pisarlo como a un escarabajo. Se cubrió la cabeza con ambas manos y esperó el primer golpe. Pero unos segundos después, solo la sintió acuclillarse a su lado y preguntarle si estaba bien.

Al sentir la nalgada, Natalia había abierto los ojos de par en par como un felino. Tito Puente, asustado, había dejado de tocar sus timbales. No había cólera ni humillación en su expresión. Apenas una feliz e imperturbable convicción de reina amazonas: aniquilar al culpable. Cogió su cartera por la correa y se disponía a agitarla como una boleadora. La cartera era solo una de las posibilidades. Quitarse los tacos y lanzarlos a la cabeza era otra. Reunir una horda de compañeras y perseguirlo hasta el mar, una más épica. Rematarlo a patadas, su opción favorita.

¿Qué fue lo que la detuvo, entonces? Fue el culo de Rodrigo, por supuesto. Al verlo temblando entre las llantas de la bicicleta como un marsupial asustado, le pareció imposible que el dueño de aquel monumento a la meditación se hubiese atrevido a palmearle una nalga. Vio a Buda. Vio a un ser pacífico abatido por el mundo. Creyó que el verdadero pervertido había huido y que Rodrigo estaba allí por esas tristes coincidencias que suelen sufrir las personas como Rodrigo. Aquel pobre hombre, a lo mucho era culpable de querer seguir vivo.

Cuando Rodrigo logró ponerse de pie con la ayuda de Natalia, todavía estaba rojo de la vergüenza. ¿Qué si estaba bien? Estaba todo raspado, se le había roto el pantalón y le temblaban las piernas. Eso sin contar con las viejas que lo estaban mirando desde los autobuses. Pero como tenía su mano –aquella huidiza ave- apoyada en la de Natalia, dijo que estaba perfectamente y tartamudeó unas disculpas. Recién entonces se atrevió a mirarla a los ojos y sintió como volvía a recorrer los 183 metros: la pendiente, los eucaliptos, el gesto de su boca, el slowly, el corazón a la alcantarilla y la terrible certeza de que la perdería una vez más.

Dejó ir su mano suavemente, levantó la bicicleta, enderezó el timón e hizo una ligera venia como despedida. Luego se fue cojeando y apoyándose en la bici como si súbitamente le hubiese llegado la vejez.

Natalia lo veía irse y, efectivamente, pensaba en aquellos elefantes que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. Pensaba en los árboles podados en forma de pájaros y en los hombres que se enamoran de la mujer equivocada. Ella, por ejemplo, era una mujer equivocada. Lo hubiese sido casi para cualquier hombre, pero sobre todo para uno como Rodrigo. Por eso, fue que no supo por qué siguió caminando detrás de él cuando debía haber volteado en la esquina anterior. Ni mucho menos se explicó, por qué, cuando lo tuvo a un par de metros, le dijo que la esperara y luego, sonriendo y extendiéndole nuevamente su mano: Me llamo Natalia.


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A la boda, que se celebra en una hacienda fuera de Lima donde el smog todavía no llega a ocultar los planetas, acuden varias decenas de familiares y amigos. Se necesitaron ocho pares de brazos para lanzar a Natalia por los aires y veinticuatro para hacer lo mismo con Rodrigo. Sin embargo, el muchacho estaba tan guapo, encantador y feliz, que ya a nadie le recordaba los elefantes que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. O en todo caso, si evocaban al elefante, les parecía natural verlo bailar cual Fred Astaire, pues esa noche en el cielo Tito Puente estaba tocando sus timbales como nunca.

Natalia y Rodrigo bailaron rodeados de amigos que sorbían jugosas ostras y bebían champagne en su nombre. Se tomaron fotos, vieron a sus madres reír y llorar abrazadas como locas y a sus padres brindar hasta con los guachimanes. Y cuando por fin se subieron a la limosina y se dieron cuenta de que no les daba pena alejarse del sonido de la orquesta que iba quedando atrás, comprendieron que ellos eran su propia fiesta y se sonrieron aliviados.

Hasta ese momento, Rodrigo y Natalia no se habían hecho el amor. No porque estuviesen aguardando nada, sino simplemente porque se les había olvidado. Para cualquier otro hombre, tener una chica como Natalia y olvidarse de hacer el amor, hubiese sido como haber adquirido la capacidad de volar y usarla para subir a la azotea a tender la ropa. Sin embargo, lo que realmente sucedía con Rodrigo, era que todo lo que hacía con Natalia, desde las clases de baile hasta enseñarle a andar en bicicleta, le resultaba tan perturbadoramente íntimo que se sentía siempre desnudo y entre sábanas.

Por ello pensó que todo era una misma cosa. Y de hecho lo fue, pero solo hasta el momento en que, ya en la suite matrimonial, Natalia se dio la vuelta para que le desatara las pititas que ajustaban su vestido de novia. Pues apenas sintió caer el vestido a sus pies y vio la espalda desnuda de Natalia, comprendió que ni bailarse un tango con un felino o bajar en bicicleta el Kilimanjaro sería tan intenso como lo que estaba a punto de sucederle.

La veía desde atrás como aquella primera vez cuando la descubrió entrando al parque: veloz, amazónica, inalcanzable; y, aún cuando tenía clarísimo que hacía pocas horas ella había puesto un aro en su dedo y le había prometido amarlo para siempre, la parecía todo un sueño y sentía el mismo vértigo de los 183 metros y el corazón en la alcantarilla.

Algunos hombres se paran delante de un tanque de guerra. Otros saltan el muro de su prisión y hasta los niños esperan contra una pared el cañonazo de castigo por haber dejado caer la pelota jugando al burro. Todos hemos enfrentado esa pared, esa puerta, ese lugar imposible. La espalda de Natalia era el de Rodrigo. No sabía si acercarse con la boca o con la yema de los dedos. Si ir primero al cuello o subir desde la cintura. Decir algo o estarse callado. Y en esas meditaciones absurdas andaba cuando, sin que supiera cómo, le volvió a huir la mano como un pájaro y el sonido de una nalgada llenó como una fría marea la suite del hotel.

Natalia abrió los ojos como un felino. No solo por el agudo sonido que produce la palma de una mano al estrellarse contra una nalga desnuda, ni tampoco por la sorpresa de haberla recibido cuando estaba esperando un beso en la bahía del cuello, sino porque hay ciertos gestos que desatan en nosotros cascadas cerebrales, como fichas de dominó que caen una tras otra, y terminan por abrir puertas milenarias como las del instinto y la memoria.

Al sentir la nalgada, Natalia revivió nítidamente la otra, lejana y ya casi olvidada del primer encuentro. Comprendió que era Rodrigo, que siempre había sido Rodrigo. Y esa mano, en la que ella acababa de poner un aro, era la que una vez le había buscado una nalga al paso, como quien recoge un sándwich del drive –in.

Pero no solo era el recuerdo de esa nalgada, sino que además, presintió en el pellejo todas las que la esperaban en el futuro: al volver del trabajo, picando un apio en la cocina, al subir las escaleras delante de él. Nalgadas que además, algún fatídico día vendrían acompañadas de terribles frases como: apúrate cuchi cuchi.

Fue demasiado. Volteó hacia él. Pero lo hizo lentamente, como un portaaviones que acaba de avistar algo en el radar. Apenas Rodrigo le vio los ojos sintió lo que siente el Coyote cuando, en su cacería del Correcaminos, enciende un fósforo y descubre que está en un almacén de dinamita. El miedo de la primera vez era nada comparado a esto. No había a dónde correr ni a quien pedir ayuda. Todos sus amigos estaban bailando borrachos. Y los botones del hotel confundirían los gritos de muerte con la euforia del primer orgasmo.

Natalia estaba desnuda, es cierto, pero en ese momento, aquella desnudez era como la desnudez de las esfinges que cuidan un tesoro. Una desnudez de quien no necesita más que su mirada para destruir.

Al ver el pánico que embargaba a su esposo, Natalia confirmó todas sus intuiciones. Comenzó a acercarse a Rodrigo como una fiera mientras él retrocedía aterrorizado. Ciento ochenta y tres centímetros recorrieron los pies de Natalia hasta alcanzarlo. Apenas 183. Hay tapetes más largos. Pero en esa distancia, su instinto asesino sufrió cambios de proporción tan drásticos que ni un alma gulliveriana hubiera podido soportarlos. A los 160 ya había comparado las dimensiones de Rodrigo con las de la ventana abierta: cabía perfectamente. A los 130 decidió que sacrificarlo tal vez era una exageración, pero enumeró todos los objetos contundentes de la suite. A los 90 lo vio dar un traspié y la piedad se le enredó en los tobillos. A los 70 una brisa que entró heló sus pezones y se le volvió a agitar la furia. A los 60 centímetros un movimiento de la mano de Rodrigo, que intentaba protegerse, le recordó el comienzo de un slowly. A los 50 no supo qué sentir y por eso a los 40 le buscó los ojos. A los 30 centímetros, el tamaño de una regla Artesco, recordó que estaba enamorada. A los 20 pensó que igual lo mataría. Pero a los 12 centímetros, cuando Rodrigo dejó de retroceder para encararla y morir con dignidad, y sus cuerpos se toparon, con el mismo confort de dos piezas de rompecabezas que han sido hechas para estar juntas, Natalia se extravió en esa paz y comprendió -no sabía si feliz o derrotada o felizmente derrotada- que desde ese momento, todas sus furias, antes comparables a terribles leopardos, se doblegarían ante su amor por Rodrigo como pequeños gatitos que se dejan acariciar la panza.

Rodrigo intuyó que iba a sobrevivir y una sonrisa -como una marmota que sale tímidamente de la madriguera a ver si ya acabó el invierno- se le asomó a la cara. Trágico error. Pues apenas Natalia lo vio sonreír, se dijo que enamorada sí, pero cojuda no. Y se le fue encima como un felino.

Rodrigo cayó abatido sobre la cama. Natalia, desnuda sobre él, le rodeaba el cuerpo con las piernas, le acercaba los dientes al cuello como buscando la yugular, le acariciaba el cabello, le sonreía desquiciadamente y luego le apretaba el tórax con su cuerpo. Ella tampoco sabía por dónde empezar pero algo había que hacer con aquel hombre que andaba por ahí nalgueando a la vida y pasando impunemente gracias a su enorme culo zen.

Y fue en esa última imagen, detenida como una escultura de Buda o un leopardo dormido, que Natalia encontró la resolución de la noche y de su vida; y sin meditarlo dos veces, bajó con sus brazos hasta la cintura de Rodrigo, le desabotonó la correa y en un par de tirones lo despojó del pantalón, dejando al aire libre, como un planeta, su níveo y enorme culo.

Solo la primera nalgada vino con duda. Pero una vez que la mano de Natalia hubo constatado que aquel culo no era ni Buda, ni un marsupial asustado, ni un monumento a la meditación, ni un elefante equilibrado en una sola pata; sino que tal como los timbales de Tito Puente, había nacido para que le dieran con ritmo y de alma, no hubo tregua posible. Vino la segunda, la tercera, la décima nalgada. Iba probando el sonido y la textura en diferentes zonas. Fue dándole a la piel diferentes tonalidades de rojo, desde un rosa de chanchito recién nacido hasta un carmesí delirante. Le convirtió el culo en un cuadro de Rothko. Zarpazo a zarpazo fue conociéndolo, enamorándose más, pero sobre todo, dejándole claro que allí y de ahora en adelante para que pudieran seguir juntos bailando slowlys para siempre, solo ella sería la encargada de las nalgadas.

Y Rodrigo, tendido sobre la cama y entregado totalmente al dolor, como si el dolor fuese una brutal e incomprensible forma de alegría, descubrió porqué él, un chico que solo quería montar bicicleta, había nacido con un culo tan grande para ello, pues mientras la mujer que amaba estaba allí atrás llenándolo de nalgadas, fue, poco a poco, sintiendo aquella paz del hombre simple que, montado sobre un tractor, da largos y lentos paseos por los arrozales.



viernes, 10 de mayo de 2013

Un guiso

Hoy cociné mi famoso guiso del fin del mundo. Lo he llamado así porque recurro a su receta cuando la miseria, como un implacable meteorito, convierte mi refrigerador en un pueblo fantasma. Esta mañana por ejemplo, después de pagar el alquiler y la luz, me quedé con doce soles. Eran mis últimos doce soles y no sabía cuándo iba a volver a recibir dinero. Había que tomar medidas drásticas para hacerlos durar. Entonces recordé el famoso guiso del fin del mundo. Cogí las monedas y me fui en la bicicleta al mercado. Lo primero fue comprar el medio kilo de mollejas de pollo. La molleja es el buche. Aquel pequeño molinillo en el que las gallinas trituran los granos que picotean. Alguna vez te conté que también deben tragar pequeñas piedrecitas para que su molino funcione. Ojalá yo pudiera comer piedras como ellas. Las piedras no cuestan cuatro soles el kilo. Me limpiaron las mollejas y las picaron chiquitas, como para preparar aquel chirimpico chiclayano ¿Te acuerdas que comimos? Con los ocho soles que me quedaban fui a la verdulería y compré todo lo demás: un kilo de papas amarillas de tamaño mediano, choclos desgranados, un buen trozo de zapallo -para darle consistencia y aquel reconfortante color amarillo de todo buen guiso-, bolsitas de habas y arvejas; y para el aderezo: una cebolla, una cabeza de ajo y un kion. Además mi casera, que me ama con locura, me regaló un par de ajíes. Siempre me regala un par de ajíes, rojos rojos, como si estuviera dándome sus labios. Todavía me sobró un sol para comprarme un marciano de lúcuma. Lo vine chupando por el camino. Era un lujo no presupuestado, pero a veces conviene engañar a la miseria y decirle: no te tengo miedo, vieja puta, mira como chupo mi chup. Lo primero que se hace es lavar y aderezar las mollejas. Más que aderezarlas, hay que dinamitarlas con sabor pues son un músculo poderoso y la sal tardará en roerles el alma. Se le pone también, pimienta, comino, vinagre y sillao. Se le pone todo lo que tengas a mano. Yo le puse páprika de una vieja pizza y las últimas gotas de ron de una petaca. Entonces se procede a sofreírlas junto a los ajos y la cebolla picada. Después vuelcas encima todas las verduras como un huayco. Y finalmente, agua. Mucha agua hasta cubrirlo todo como la Atlántida. No necesitas pelar las papas. Con el calor se desprenderán de su piel marrón como de un incómodo abrigo. Una vez que tapes la olla puedes irte tranquilo a tirar palitos de fósforo por la ventana. Calcula media hora. Piensa en todo lo que puede pasar en media hora. Entonces destapas la olla y ves a Pompeya ardiendo. Candentes y aromáticas burbujas amarillas revientan. Ya no reconoces las verduras. Solo un espeso magma proteínico que te mantendrá con vida en la miseria. Divídelo en tapers y almacénalo. He ahí tus doces soles. Es una lástima que con los cuentos no pase lo mismo que con los guisos. Uno no puede echar todo lo que encuentra y esperar un buen resultado. Hay que escoger qué podemos contar. Yo escogí contarles del guiso del fin del mundo. No puedo ponerme a hablar de quién me enseñó a prepararlo. Ni con quién comí aquel chirimpico chiclayano. Ni a quién le contaba de las gallinas que comen piedras para que se riera un poco. Solo puedo explicarles cómo se prepara un buen guiso para aguantar la miseria. Cómo se debe servir caliente y comer con cuchara. Pero no hablar nunca de lo extraño que resulta comerlo solo, ahora que ella no está.

jueves, 9 de mayo de 2013

Cómo se escribe un cuento

Tu cuento comienza a las 11 de la noche. A esa hora vas a tu biblioteca y coges un libro. Escoge un buen libro. Uno de esos que te haga decirle imaginariamente al autor: pero que hijo de puta eres. Te metes a la cama con el libro. Lees. Lees hasta las doce de la noche o hasta la una. Lees hasta dormirte con el libro entre las sábanas. Te despiertas temprano. Digamos, a las 8 de la mañana. Tiendes tu cama, barres tu cuarto. Te lavas la cara y preparas un buen café. Tal vez un pan con huevo. No tienes trabajo. Si lo tienes, hoy vas a faltar. Has escogido escribir y ser pobre. Desayuna mirando por la ventana. Si tu ventana no da a la calle, sal con tu taza de café. Pasea un rato por tu cuadra. Ve al puesto de periódicos. Hazte amigo del kioskero. Luego vuelve. Siéntate frente al teclado. Puedes revisar un poco el facebook. Veinte minutos. Solo para saber un poco de la gente. Luego cierras. Si es posible coge tu modem y tíralo por la ventana. Bueno, aunque sea escóndelo en el horno. Abre el word. Ya tienes el comienzo del cuento. Todos los escritores tenemos al menos una decena de archivos de word con un título y una oración inconclusa. Cuentos que nunca continuamos. Cuentos que se quedaron en el camino. Escoge uno. Aquel cuyo fuego aún sigue vivo. Decide rescatarlo. Imagina a los personajes como náufragos. Tú eres la balsa que los salvará del olvido. Lee la primera frase diez, veinte, treinta veces. El primer párrafo te tomará un par de horas. Tal vez más. Así debe ser. En aquellas primeras líneas está contenida el resto de la historia. Recuerda el comienzo de El vuelo de los cóndores: “AQUEL día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa”. ¿Te das cuenta que aquella frase presagia ya un cuento maravilloso? Busca la tuya. Una vez que la tengas te será más fácil continuar. Empieza a teclear sin miedo. No tengas miedo, carajo. Cada vez que termines una oración, un párrafo, vuelve a leerlo todo. Borra. Escribe. Vuelve a leer. Vuelve a borrar. Tienen que darte al menos las once de la mañana sin parar. A esa hora puedes hacer una pausa. Recoge tu ropa de la lavandería. Nadie está esperando tu cuento. Eso es lo mejor de este oficio. No somos periodistas. La ficción no le urge a tanta gente. Tienes tiempo. Vuelve a casa. Pero no te pongas a doblar la ropa por la puta madre. Vuelve a la computadora y sigue escribiendo. Lee. Lee tu cuento en voz alta. Luego pon música. Pon “Turn me on” de Nina Simone. Tu cuento debe sonar tan bello como esa canción. Imagina que tienes a Nina en tu cama y que le estás contando el cuento. Tienes que dejar a la negra completamente extasiada. Turn me on debe ser una canción que Nina compuso para ti. Si no te gusta Nina imagínate a Amy. ¿Eres un puto beatnik? Entonces imagina que la loca de Ginsberg está escuchándote y no lo querrás aburrir con tus palabras. Imagínate a quien sea. A ti mismo por ejemplo. Tú estás en tu cama y te estás contando tu cuento. Pero lo mejor. Lo mejor siempre será que te imagines a los personajes oyéndote. Recuerda que después de todo es su historia y tú apenas el encargado de contarla. Ellos serán tus más despiadados críticos, pues si tu historia falla, morirán. Pero no flaquees, querido. Escribe. Todos podemos equivocarnos. Equivocarse no está mal. Detenerse está mal. Pasado el mediodía te dará hambre. Olvídate del almuerzo. Hay gente que ayuna meses. ¿Por qué tú no puedes dejar de comer un día? Bueno, qué carajo. Somos peruanos. Seguro que en tu esquina hay un tipo que vende ceviche de carretilla. Baja y compra, pero pídelo para llevar. Pasa por la bodega y compra un par de cervezas y unos cigarrillos. Uno para ti y otro para Ribeyro. No te olvides de dónde vienes. Tu pueblo es un pueblo de poetas y narradores. El trompo, Mi corbata, Al pie del acantilado, Dos indios, Día domingo, Cara de ángel. ¿No te gustaría entrar en esa lista? Olvida la lista, pendejo. Sigue escribiendo. Mete la cabeza en el teclado. Dale de cabezazos. ¿Cuántas palabras llevas? ¿600? ¿800? Escribir es un proceso confuso. Confúndelo más con cerveza. Recuerda que por la noche has invitado a unos amigos escritores a venir a casa. Uno de ellos siempre anda con hierba encima. La hierba te da sueño así que debes terminar el cuento antes que lleguen. Huye de ellos como un chacal. Dale a las teclas como un loco. Dicen que vienen a ver “On the road”. ¿Será tan buena como la novela? Pobre Kerouac, llevado al cine cuando lo mejor de su literatura era el ritmo de sus palabras. Ritmo que Capote no supo entender y que tildó de mecanografía. También a ti te llamarán cerdo mediocre. Dirán: nunca has escrito un buen cuento. Pero recuerda que Bradbury dijo: “Es imposible escribir 52 cuentos malos seguidos”. Así que el día que llegues a tu cuento número 52 vas y se lo metes a tu crítico por el culo. Es una bella imagen. Sostenla y que eso te mantenga tecleando. Pero más que a tus críticos, maltrata a tus personajes. Agita sus barcas, sepáralos de la persona que aman, echa abajo sus casas. Ellos encontrarán la forma de levantarse. Tal vez el cuento te tome dos días o veinte días pero siempre barrerás tu casa y tomarás café. O tal vez no barras tu casa ni bebas café. Tal vez apuntes a tus vecinos con una carabina. Tal vez primero vengan tus amigos y duermas por efecto de la hierba. Tal vez se incendie tu casa mientras lees por la noche. Tal vez no tengas para las cervezas o prefieras el vino y tal vez Nina Simone no haya compuesto “Turn me on” para ti. Pero siempre leerás tu cuento en voz alta. Lo leerás fuerte porque afuera los taxis tocan el claxon, los médicos activan sus sirenas y los policías cierran ruidosamente sus rejas. Y entre todo aquello, la única forma de hacer que un cuento se abra paso, es hacer que su sonido sea tan verdadero, que pueda ser confundido con un taxi, una sirena o con el abrir de una reja. Y eso solo se logra escribiendo mucho, leyendo, borrando y volviendo a escribir.