viernes, 17 de mayo de 2013

Buda y el leopardo

Escribí este cuento entre abril y mayo. Dos meses tan bellos como terribles. Lo escribí para la revista de mi amigo Mario Morquencho pero no pudo ser publicado porque me demoré en entregarlo. Ahora lo pongo aquí en mi blog para que puedan leerlo. Yo pensaba que iba a tener 600 palabras pero ahora tiene 2900. Hace una semana tenía 3020 pero con las correcciones de mi amigo Helí se redujo. Me volé un largo párrafo en el que yo -el narrador- irrumpía en el cuento (esto lo dice mi amigo Helí) como cuando Woody Allen le habla a la cámara en sus películas. A todos nos gusta cuando Woody le habla a la cámara e incluso cosas más locas como cuando aparece Marshall McLuhan en la escena del cine en Annie Hall. Esta vez, sin embargo, le he creído a Helí cuando dice que sin ese párrafo el cuento gana agilidad y sorpresa.  

Otra cosa  Este es un cuento que abunda salvajemente en metáforas. Helí también me dice que ya es demasiado y creo que coincido con él, sin embargo, no he logrado quitarlas. Para colmo, justo ayer volví a ver "As good as it gets" y hay una parte en la que Melvin dice "la gente que habla con metáforas debería enjabonarme las bolas".  Supongo que poría tomarlo como una señal, sobre todo porque Melvin es un escritor exitoso, pero no he podido cambiarlo. A veces no sé de donde vienen mis cuentos y cuando intento podarlos se agitan como un gato al que se le intenta dar un baño. No es un tema de soberbia. Es decir, reconozco que el cuento puede ser mejorado, pero cuando lo intento, me ataca, como si él fuese su propio creador, así que bueno, sin más preámbulos, aquí se los dejo.  






Buda y el leopardo


Cuando la gente veía pasar a Rodrigo montado en su bicicleta, con sus cuarenta kilos de culo asomando a ambos lados del asiento, recordaban a aquellos elefantes de circo que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. Recordaban también a los perros con ropa, a los árboles podados en forma de pájaros y a los hombres que se enamoran de la mujer equivocada. Recordaban, en suma, todas aquellas cosas contrahechas, cuya voluntad se agita como un animalito salvaje, en un cuerpo que preferiría estarse quieto como una jaula. El culo de Rodrigo, por ejemplo, no estaba diseñado para las bicicletas. Había sido hecho para montarse en un tractor y aguantar largos y lentos paseos por los arrozales. Más que un culo, era un sillón a una persona atado. Estaba destinado a gentes tranquilas, dispuestas a la contemplación del mundo o la meditación. Era en resumen: el culo de Buda.

Pero Rodrigo, a sus 33 años, poco quería saber de meditación. Bastante tenía ya con sus ocho horas de oficina que únicamente aguantaba para pagar la TREK 9000 que ahora montaba: marco de titanio, suspensión hidráulica y frenos de disco. Una bicicleta con la que podías tirarte desde la cima del Kilimanjaro, llegar ileso a la sabana y seguir pedaleando a la par de un leopardo. Rodrigo nunca había pisado el África ni había leído a Hemingway, pero tenía capacidad de delirio suficiente como para confundir la cuesta de La Molina con el tal Kilimanjaro; las congestionadas calles miraflorinas con la sabana africana; y a cualquier chica guapa que se le cruzara, con un poderoso e indomable felino. Y delirar, era precisamente lo que estaba haciendo esa mañana, cuando al salir de la ciclovía, vio a lo lejos y por primera vez las imposibles piernas de Natalia, entrando en falda y puntas de taco al parque de Miraflores.

Cuando la gente veía a Natalia (desde atrás como ahora la veía Rodrigo) con su larga cabellera marrón bailándole sobre la espalda para unirse a la otra fiesta que le subía como una cumbia desde los pies a las caderas, sentían que en el cielo Tito Puente se había puesto a tocar sus timbales. Las mujeres oían rugir sus raíces de guerreras Amazonas; y si tenían algún plan pospuesto, una puteada pendiente, un mañana lo hago, de ese día no pasaba. Los niños la observaban maravillados preguntándose si acaso no era Cheetara de los Thundercats; y los hombres, ya no pensaban ni recordaban nada sino que sufrían repentinos ataques de amnesia, desviaban su camino hacia el suyo como ratones de Hamelin; y cuando la veían desaparecer por una esquina, en vez de seguir camino al trabajo, se sentaban en una banquita a mirar los pájaros y a sonreír como idiotas.

Rodrigo sin embargo, estaba todavía a una cuadra de distancia, es decir, lo suficientemente lejos como para conservar cierta calma, pero ya lo bastante cerca para haber sido envuelto en el tibio halo que iba dejando Natalia y que lo invitaba a pedalear hacia ella como un agujero negro.

Ciento ochenta y tres metros recorrió la bicicleta de Rodrigo hasta alcanzarla. Apenas 183. Hay trenes más largos. Pero en aquella distancia, su destino sufrió una metamorfosis tan salvaje que ni la poción del Dr. Jekyll hubiese podido revertir. A los 150 metros se dio cuenta de que era inevitable seguir acercándose. A los 130 sincronizó involuntariamente su pedaleo con el movimiento de aquellas caderas lejanas. A los 100 metros se dijo que si así se veían algunas mujeres al irse, hasta podía valer la pena dejarlas ir. A los 80 metros una brisa de eucaliptos le cruzó la cara y quiso saber su nombre. A los 60 pudo imaginar un gesto de su boca y le tembló el timón. A los 40 quería bailar un slowly con ella. A los 20 pensó que se había enamorado. A los 16 lo confirmó. A los 12 tuvo la horrible convicción de que nunca podría tener a una mujer así. A los 9 se le cayó el corazón a una alcantarilla abierta. Y a los 3 metros, resignado a que en un par de segundos su bicicleta la adelantaría y nunca más volvería a verla, estiró tímida e inconscientemente su mano abierta, como para acariciar a un leopardo; y aterrorizado, como si su mano fuera un pájaro que acaba de escapársele, la sintió estrellarse contra la nalga derecha de Natalia, justo antes de perder el equilibrio (de su vida y su bicicleta) e irse de cresta con todo y su marco de titanio, sus frenos de disco, su suspensión hidráulica y sus ocho horas diarias a los pies de ella.

Rodrigo supo que le quedaban apenas unos segundos antes de que le patearan la barriga. Viéndolas desde el suelo, comprendió que aquellas piernas, que hace unos segundos había comparado con cascadas de chocolate tibio y tronquitos de canela, eran además, poderosas armas de tortura. Vio como Natalia avanzaba implacable hacia él y recordó aquel póster de la mujer gigante que destruye la ciudad. Iban a pisarlo como a un escarabajo. Se cubrió la cabeza con ambas manos y esperó el primer golpe. Pero unos segundos después, solo la sintió acuclillarse a su lado y preguntarle si estaba bien.

Al sentir la nalgada, Natalia había abierto los ojos de par en par como un felino. Tito Puente, asustado, había dejado de tocar sus timbales. No había cólera ni humillación en su expresión. Apenas una feliz e imperturbable convicción de reina amazonas: aniquilar al culpable. Cogió su cartera por la correa y se disponía a agitarla como una boleadora. La cartera era solo una de las posibilidades. Quitarse los tacos y lanzarlos a la cabeza era otra. Reunir una horda de compañeras y perseguirlo hasta el mar, una más épica. Rematarlo a patadas, su opción favorita.

¿Qué fue lo que la detuvo, entonces? Fue el culo de Rodrigo, por supuesto. Al verlo temblando entre las llantas de la bicicleta como un marsupial asustado, le pareció imposible que el dueño de aquel monumento a la meditación se hubiese atrevido a palmearle una nalga. Vio a Buda. Vio a un ser pacífico abatido por el mundo. Creyó que el verdadero pervertido había huido y que Rodrigo estaba allí por esas tristes coincidencias que suelen sufrir las personas como Rodrigo. Aquel pobre hombre, a lo mucho era culpable de querer seguir vivo.

Cuando Rodrigo logró ponerse de pie con la ayuda de Natalia, todavía estaba rojo de la vergüenza. ¿Qué si estaba bien? Estaba todo raspado, se le había roto el pantalón y le temblaban las piernas. Eso sin contar con las viejas que lo estaban mirando desde los autobuses. Pero como tenía su mano –aquella huidiza ave- apoyada en la de Natalia, dijo que estaba perfectamente y tartamudeó unas disculpas. Recién entonces se atrevió a mirarla a los ojos y sintió como volvía a recorrer los 183 metros: la pendiente, los eucaliptos, el gesto de su boca, el slowly, el corazón a la alcantarilla y la terrible certeza de que la perdería una vez más.

Dejó ir su mano suavemente, levantó la bicicleta, enderezó el timón e hizo una ligera venia como despedida. Luego se fue cojeando y apoyándose en la bici como si súbitamente le hubiese llegado la vejez.

Natalia lo veía irse y, efectivamente, pensaba en aquellos elefantes que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. Pensaba en los árboles podados en forma de pájaros y en los hombres que se enamoran de la mujer equivocada. Ella, por ejemplo, era una mujer equivocada. Lo hubiese sido casi para cualquier hombre, pero sobre todo para uno como Rodrigo. Por eso, fue que no supo por qué siguió caminando detrás de él cuando debía haber volteado en la esquina anterior. Ni mucho menos se explicó, por qué, cuando lo tuvo a un par de metros, le dijo que la esperara y luego, sonriendo y extendiéndole nuevamente su mano: Me llamo Natalia.


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A la boda, que se celebra en una hacienda fuera de Lima donde el smog todavía no llega a ocultar los planetas, acuden varias decenas de familiares y amigos. Se necesitaron ocho pares de brazos para lanzar a Natalia por los aires y veinticuatro para hacer lo mismo con Rodrigo. Sin embargo, el muchacho estaba tan guapo, encantador y feliz, que ya a nadie le recordaba los elefantes que han aprendido a equilibrarse sobre una pata. O en todo caso, si evocaban al elefante, les parecía natural verlo bailar cual Fred Astaire, pues esa noche en el cielo Tito Puente estaba tocando sus timbales como nunca.

Natalia y Rodrigo bailaron rodeados de amigos que sorbían jugosas ostras y bebían champagne en su nombre. Se tomaron fotos, vieron a sus madres reír y llorar abrazadas como locas y a sus padres brindar hasta con los guachimanes. Y cuando por fin se subieron a la limosina y se dieron cuenta de que no les daba pena alejarse del sonido de la orquesta que iba quedando atrás, comprendieron que ellos eran su propia fiesta y se sonrieron aliviados.

Hasta ese momento, Rodrigo y Natalia no se habían hecho el amor. No porque estuviesen aguardando nada, sino simplemente porque se les había olvidado. Para cualquier otro hombre, tener una chica como Natalia y olvidarse de hacer el amor, hubiese sido como haber adquirido la capacidad de volar y usarla para subir a la azotea a tender la ropa. Sin embargo, lo que realmente sucedía con Rodrigo, era que todo lo que hacía con Natalia, desde las clases de baile hasta enseñarle a andar en bicicleta, le resultaba tan perturbadoramente íntimo que se sentía siempre desnudo y entre sábanas.

Por ello pensó que todo era una misma cosa. Y de hecho lo fue, pero solo hasta el momento en que, ya en la suite matrimonial, Natalia se dio la vuelta para que le desatara las pititas que ajustaban su vestido de novia. Pues apenas sintió caer el vestido a sus pies y vio la espalda desnuda de Natalia, comprendió que ni bailarse un tango con un felino o bajar en bicicleta el Kilimanjaro sería tan intenso como lo que estaba a punto de sucederle.

La veía desde atrás como aquella primera vez cuando la descubrió entrando al parque: veloz, amazónica, inalcanzable; y, aún cuando tenía clarísimo que hacía pocas horas ella había puesto un aro en su dedo y le había prometido amarlo para siempre, la parecía todo un sueño y sentía el mismo vértigo de los 183 metros y el corazón en la alcantarilla.

Algunos hombres se paran delante de un tanque de guerra. Otros saltan el muro de su prisión y hasta los niños esperan contra una pared el cañonazo de castigo por haber dejado caer la pelota jugando al burro. Todos hemos enfrentado esa pared, esa puerta, ese lugar imposible. La espalda de Natalia era el de Rodrigo. No sabía si acercarse con la boca o con la yema de los dedos. Si ir primero al cuello o subir desde la cintura. Decir algo o estarse callado. Y en esas meditaciones absurdas andaba cuando, sin que supiera cómo, le volvió a huir la mano como un pájaro y el sonido de una nalgada llenó como una fría marea la suite del hotel.

Natalia abrió los ojos como un felino. No solo por el agudo sonido que produce la palma de una mano al estrellarse contra una nalga desnuda, ni tampoco por la sorpresa de haberla recibido cuando estaba esperando un beso en la bahía del cuello, sino porque hay ciertos gestos que desatan en nosotros cascadas cerebrales, como fichas de dominó que caen una tras otra, y terminan por abrir puertas milenarias como las del instinto y la memoria.

Al sentir la nalgada, Natalia revivió nítidamente la otra, lejana y ya casi olvidada del primer encuentro. Comprendió que era Rodrigo, que siempre había sido Rodrigo. Y esa mano, en la que ella acababa de poner un aro, era la que una vez le había buscado una nalga al paso, como quien recoge un sándwich del drive –in.

Pero no solo era el recuerdo de esa nalgada, sino que además, presintió en el pellejo todas las que la esperaban en el futuro: al volver del trabajo, picando un apio en la cocina, al subir las escaleras delante de él. Nalgadas que además, algún fatídico día vendrían acompañadas de terribles frases como: apúrate cuchi cuchi.

Fue demasiado. Volteó hacia él. Pero lo hizo lentamente, como un portaaviones que acaba de avistar algo en el radar. Apenas Rodrigo le vio los ojos sintió lo que siente el Coyote cuando, en su cacería del Correcaminos, enciende un fósforo y descubre que está en un almacén de dinamita. El miedo de la primera vez era nada comparado a esto. No había a dónde correr ni a quien pedir ayuda. Todos sus amigos estaban bailando borrachos. Y los botones del hotel confundirían los gritos de muerte con la euforia del primer orgasmo.

Natalia estaba desnuda, es cierto, pero en ese momento, aquella desnudez era como la desnudez de las esfinges que cuidan un tesoro. Una desnudez de quien no necesita más que su mirada para destruir.

Al ver el pánico que embargaba a su esposo, Natalia confirmó todas sus intuiciones. Comenzó a acercarse a Rodrigo como una fiera mientras él retrocedía aterrorizado. Ciento ochenta y tres centímetros recorrieron los pies de Natalia hasta alcanzarlo. Apenas 183. Hay tapetes más largos. Pero en esa distancia, su instinto asesino sufrió cambios de proporción tan drásticos que ni un alma gulliveriana hubiera podido soportarlos. A los 160 ya había comparado las dimensiones de Rodrigo con las de la ventana abierta: cabía perfectamente. A los 130 decidió que sacrificarlo tal vez era una exageración, pero enumeró todos los objetos contundentes de la suite. A los 90 lo vio dar un traspié y la piedad se le enredó en los tobillos. A los 70 una brisa que entró heló sus pezones y se le volvió a agitar la furia. A los 60 centímetros un movimiento de la mano de Rodrigo, que intentaba protegerse, le recordó el comienzo de un slowly. A los 50 no supo qué sentir y por eso a los 40 le buscó los ojos. A los 30 centímetros, el tamaño de una regla Artesco, recordó que estaba enamorada. A los 20 pensó que igual lo mataría. Pero a los 12 centímetros, cuando Rodrigo dejó de retroceder para encararla y morir con dignidad, y sus cuerpos se toparon, con el mismo confort de dos piezas de rompecabezas que han sido hechas para estar juntas, Natalia se extravió en esa paz y comprendió -no sabía si feliz o derrotada o felizmente derrotada- que desde ese momento, todas sus furias, antes comparables a terribles leopardos, se doblegarían ante su amor por Rodrigo como pequeños gatitos que se dejan acariciar la panza.

Rodrigo intuyó que iba a sobrevivir y una sonrisa -como una marmota que sale tímidamente de la madriguera a ver si ya acabó el invierno- se le asomó a la cara. Trágico error. Pues apenas Natalia lo vio sonreír, se dijo que enamorada sí, pero cojuda no. Y se le fue encima como un felino.

Rodrigo cayó abatido sobre la cama. Natalia, desnuda sobre él, le rodeaba el cuerpo con las piernas, le acercaba los dientes al cuello como buscando la yugular, le acariciaba el cabello, le sonreía desquiciadamente y luego le apretaba el tórax con su cuerpo. Ella tampoco sabía por dónde empezar pero algo había que hacer con aquel hombre que andaba por ahí nalgueando a la vida y pasando impunemente gracias a su enorme culo zen.

Y fue en esa última imagen, detenida como una escultura de Buda o un leopardo dormido, que Natalia encontró la resolución de la noche y de su vida; y sin meditarlo dos veces, bajó con sus brazos hasta la cintura de Rodrigo, le desabotonó la correa y en un par de tirones lo despojó del pantalón, dejando al aire libre, como un planeta, su níveo y enorme culo.

Solo la primera nalgada vino con duda. Pero una vez que la mano de Natalia hubo constatado que aquel culo no era ni Buda, ni un marsupial asustado, ni un monumento a la meditación, ni un elefante equilibrado en una sola pata; sino que tal como los timbales de Tito Puente, había nacido para que le dieran con ritmo y de alma, no hubo tregua posible. Vino la segunda, la tercera, la décima nalgada. Iba probando el sonido y la textura en diferentes zonas. Fue dándole a la piel diferentes tonalidades de rojo, desde un rosa de chanchito recién nacido hasta un carmesí delirante. Le convirtió el culo en un cuadro de Rothko. Zarpazo a zarpazo fue conociéndolo, enamorándose más, pero sobre todo, dejándole claro que allí y de ahora en adelante para que pudieran seguir juntos bailando slowlys para siempre, solo ella sería la encargada de las nalgadas.

Y Rodrigo, tendido sobre la cama y entregado totalmente al dolor, como si el dolor fuese una brutal e incomprensible forma de alegría, descubrió porqué él, un chico que solo quería montar bicicleta, había nacido con un culo tan grande para ello, pues mientras la mujer que amaba estaba allí atrás llenándolo de nalgadas, fue, poco a poco, sintiendo aquella paz del hombre simple que, montado sobre un tractor, da largos y lentos paseos por los arrozales.



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