sábado, 20 de marzo de 2010

postales

Hace unos meses -un poco antes de navidad (siempre que digo navidad recuerdo aquel cuento de Capote llamado Cuento de navidad y pienso en sacar de abajo de la cama Música para Camaleones, pero bueno, eso no viene al caso). Decía que hace unos meses, antes de navidad- mi amigo Juan Pablo Mejía, editor del sello Paracaídas, autor del poemario "Balada de la piedra que canta" y ex miembro de las Tortugas Ninjas, reunió a 4 fotógrafos y 4 escritores (incluyéndome a mi y a él mismo) para sacar una serie de 16 postales llamada Reverso.


La idea era escribir pequeños textos sobre las fotos de Andrés, Paula, Dante y Carmen o que ellos tomaran fotos en base a mis textos, los de Paulo Peña y los de JuanPablo. Al final no sé qué salió pero algo salió. Hicimos una presentación bien chévere en La Azotea.

Lo raro es que fue hace tanto que yo ya había olvidado que una vez escribí estas postales. Ayer por la mañana las he encontrado y leerme ha sido como estar observándome desde otro lugar. Me he visto. Me he hablado. Y ha sido terrible escucharme.

Las dos mil postales las tiene Andrés, pero esta semana voy a ir a recogerlas así que si a ustedes les gustan las postales o tienen alguien a quien escribirle, me avisan y vemos como se las paso. Cuestan 3 soles. Las 4 que pongo aquí son las que tiene textos míos en el reverso.



foto: Andrés García
Ella tenía el tiempo de los caracoles. A su lado, la ciudad cargaba conmigo como una fruta sobre la banda deslizante del supermercado. Nos golpeaban los semáforos, el viento, los buses y la música, pero nada conseguía derribarnos. Una espesa baba de días nos atrapó. Una espesa baba que yo confundí con el amor. Ahora que se ha ido, no sé donde buscarla. Los buses no la alcanzan, las guías telefónicas no tienen su nombre, la música me extravía. El tiempo de los caracoles es un tiempo tan lento, tan suyo y tan lejano, que nunca sabemos hacia donde se dirigen.

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foto: Dante Pineda
Un auto no es un auto hasta que sobrepasa los ochenta kilómetros por hora o hasta que las palomas lo bautizan con su mierda blanca. Antes de eso cualquier ford, bmw o porshe es sólo un pedazo de metal, no muy diferente a una cocina o una lavadora. Lo que hace a un auto ser un auto, es una chica que con los pies sobre el panel va cantando, como en esa vieja canción de Dolores Delirio: “A cualquier lugar, llévame”


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foto: Carmen Díaz
Que no se te olvide esto: el primer mapa fue una carta de amor. Unos rayones indicando el camino a casa. Ahora es fácil olvidar eso con tanto papel que hay que desdoblar aparatosamente sobre el capot del auto y esos pequeños símbolos con los que las sociedades cartográficas pretenden confundirnos. Pero recuerda esto: atrás de un mapa no hay más que un deseo de encuentro. Frases simples como estas: “No te pierdas” “Vuelve a casa” “Ven por mi”

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foto: Paula Herrera
Una mujer extraña habita mi boca
Una mujer que alguna vez te ha besado
que ha gritado / ha callado
y te ha dejado ir
a veces cuando ella descansa
el resto de mi cuerpo quisiera llamarte
pero es ella quien esconde tu nombre

el silencio me recorre incansablemente


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martes, 9 de marzo de 2010

orientación vocacional 12

Coco y Rafo Aspíllaga formaron la primera banda de rock del colegio. Le llamaron “Vergatrópolis” o “Vergatrolópolis”, no recuerdo bien. De cualquier forma el nombre fue idea de su hermano mayor Jocho que era un conchesumare guapo y desgarbado como un profeta. Coco y Rafo crecían a imagen y semejanza de Jocho y le copiaban en todo lo que podían. A Coco y a Rafo no les cuadraba aquel asunto de ser uno mismo, un consejo que el propio Sting había inmortalizado en su canción “An Englishman in New York”. Ellos preferían tocar aquella en que los Ramones dicen “No quiero vivir mi vida de nuevo” y ser unos cabronazos con suerte como su hermano Jocho.

Lo que Coco y Rafo no sabían, era que el propio Jocho con su larga cabellera, su desenfado y sus enormes lentes oscuros, tampoco creía en eso de ser uno mismo y le había copiado gran parte de sus mañas al buen Calamaro. Y por supuesto, Jocho parecía no haberse dado cuenta de que Calamaro llevaba años intentando ser Dylan, quien a su vez se cagaba en todo y estaba más ocupado siendo el nuevo mesías.

Ustedes pensarán que con tantos cretinos copiándose a discreción los unos a los otros, Vergatrópolis o Vergatrolópolis sería un asco terrible de música; pero la verdad es que para ser una banda de colegio, sonaban bastante bien. Circularon unos cuantos casetes con memorables demos como “Rebeldía”, “Puerca Infame”, “Luchito Gonorrea” y “El último hombre virgen en la ciudad de las orgías”. Tocaron además en la fiesta de graduación y aún ahora todavía me los encuentro de vez en cuando montados en el escenario de algún bar. Ya no se llaman Vergatrópolis pero ambos son la viva imagen de su hermano Jocho, de Calamaro o de Dylan según el ánimo con que se les mire.

La única y lamentable diferencia entre los dos, es que Coco, que copió a Jocho, Calamaro y Dylan desde las canciones, terminó siendo un tipo con alma que logró encontrar su propio camino; mientras que Rafo, que sólo se dejó crecer la cabellera y le robó los lentes a su hermano mayor, anda por la vida como una armadura sin guerrero y no tardará en convertirse en uno de esos viejos sin gracia que siguen persiguiendo niñas de veinte.

La última vez que los oí tocar me volví a casa pensando en ellos, en Sting, en los Ramones, en las habitaciones llenas de posters, en la gente que usa camisetas del Che, en mi propio polo rojo de los Beatles y me pregunté ¿dónde carajo estaría el límite entre tener héroes y extraviar tu propia imagen entre la de ellos?. Y como después de tanto hueveo mental no logré dar con ninguna jodida respuesta, decidí sacar el viejo cassette de la banda y pregúntarselo a mi héroe personal: “El último hombre virgen en la ciudad de las orgías” Así que apagué la luz de mi cuarto, me eché en la cama, le di play al equipo y escuchando esa canción de mierda, me fui quedando dormido.



viernes, 5 de marzo de 2010

orientación vocacional 11

Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que Omar Peña fue el saqueador de loncheras más salvaje que haya conocido y conocerá esta ciudad. He recorrido unos cuantos colegios y siempre he encontrado cretinos que van y meten mano a las loncheras ajenas, pero lo de Omar no era hobbie ni asunto de aficionados. A este huevón Alibabá se le quedaba chico. Había empezado en la primaria, sacando ocasionalmente un sandwich de pollo por aquí, una naranja por allá, tal vez por hambre, yo creo que más por pendejada. Pero para cuando entramos a secundaria, su red de saqueo no sólo cubría todas las mochilas del salón, sino que en vista de que algunos terminamos por ponerles candado o llevarlas siempre con nosotros, empezó a realizar incursiones a los salones vecinos y la sala de profesores. Cuando la locura se apoderó de él, podías verle internarse en los pabellones de primaria de donde volvía con la mochila cargada de sanguches, ticoticos, sublimes, huevos duros, y plátanos casinegros que nos vendía mientras no muy lejos de allí a unos cuantos niños les rugía la panza de hambre.

Omar Peña parecía invencible, igual que Alibabá o el pirata Drake, pero donde la justicia falla, la ambición y la soberbia derriban a los grandes villanos. El golpe de las cuarenta empanadas desaparecidas de la cafetería fue demasiado para él. Dos profesores vinieron y lo sacaron del salón en silencio mientras su mochila iba dejando un misterioso olor a carne aliñada.

No volví a verle hasta diez años después, en el Parque Keneddy hace no más de un mes. ¡Omar, so cabrón!- grité. Omar se puso en guardia como un gato a punto de correr. Luego me reconoció y vino hacia mi. Nos abrazamos, nos reimos hicimos las preguntas estúpidas de siempre y cuando finalmente nos dimos cuenta que ambos éramos dos pobres diablos sin nada más que hacer, propusimos ir por unas chelas. Sentados sobre una mesa del Piers y después de contarnos un poco nuestras miserias, me narró al detalle cómo había sido lo del robo de las empanadas, el cómo lo había planeado con precisión durante semanas y lo trágico que le resultó no haber contado con que el mimo Director del colegio era un adicto a ellas y que por eso puso el colegio de cabeza cuando no encontró ninguna en la cafetería. Me contó también que a los niños de primaria no les robaba la comida sino que se la cambiaba por canicas, stickers y otras de esas porquerías que los niños saben apreciar. Yo no era un cabronazo, dijo, sólo un tipo con ganas de comer bien. ¡Salud por ello!- dije yo. Además –continuó Omar- éramos chibolos carajo. La gente cambia ¿no?. Asentí sonriendo. Volvimos a hacer un salud y pedimos más cerveza y una fuente de chicharrón de pollo que comimos casi con las manos. Cuando Omar se paró para ir al baño me quedé pensando en todas esas historias del colegio mientras picaba los últimos restos del chicharrón. Si pues, me dije nuevamente, la gente cambia. La gente cambia. La gente cambia. Y recuerdo que todavía me seguí repitiendo eso por media hora más mientras esperaba a Omar, hasta que llegó el mozo con la cuenta y me dijo que ya iban a cerrar.