Yo todavía no me doy cuenta pero un soldado del Ejército Peruano me está observando.
Es el mediodía de un lunes y hay poca gente en la Estación del Metropolitano. El soldado me observa y piensa cómo abordarme. Yo estoy muy distraído porque casi nunca salgo sin la bici. Y esta otra velocidad de quien camina, me deja observar a otro ritmo mi ciudad: el Estadio Nacional a mi izquierda y el mural de homenaje a Akira Toriyama a mi derecha. Veo a Gokú sobre su nube, a ShenLong el dragón, a Bulma, a Vegeta y no veo sin embargo al soldado que me mira fijamente. ¿Qué es lo que me delata? me preguntaré esa tarde. ¿Por qué algunas personas me ven y sienten que pueden contarme su historia? ¿Creen que voy a guardarles el secreto? ¿O presienten acaso lo contrario: que un día voy a sentarme a escribirla? Tal vez esa misma tarde.
―¿Tú eres artista?― me pregunta por fin el soldado. Es más joven que yo, pero el uniforme le aumenta la edad. O tal vez no sea el uniforme sino lo que ha tenido que vivir usándolo.
―No―, le respondo, aunque mi viejo a veces me dice que soy el doble de Mauricio Mesones. Jajaja. Él también se ríe y esa risa nos aproxima. Te pareces un poco, sí, pero no, no es por eso que me ha abordado. ¿Sabes algo de diseño de revistas? pregunta. ¿Revistas? Mmm hace años las diseñaba, le digo. ¿Por qué? ¿Quieres hacer una revista? No sé. Creo que quiero hacer un libro, me dice. Y un gesto que se debate entre la humildad y el orgullo asoma en su mirada. ¿Un libro sobre qué? Me mira en silencio nuevamente. ¿Debe compartir su historia conmigo? Un metro de la Línea A se aproxima al andén. ―En este tengo que subirme―, le advierto. Casi sin dudar responde ―Vamos, yo también voy hacia el sur―.
Cuando las puertas del Metropolitano se abren yo siento un poco de aprensión, incluso de miedo. He aprendido a desconfiar de los policías y de los militares. El gobierno me ha enseñado a temerles. ¿Cómo puedo confiar en alguien que ha sido entrenado para seguir órdenes a ciegas y no para cuestionarlas cuando las dan líderes de sangre fría, sicarios de oficina?
―Soy Justo―, dice como si percibiera mis miedos y con su nombre pudiera conjurarlos. JUSTO. Y no siempre fui soldado. Estudiaba en la Escuela de Bellas Artes pero tuve que dejarla para trabajar. ¿Quieres ver mis dibujos? Mientras el Metropolitano avanza por la Vía Expresa, Justo saca su celular y busca entre su galería de imágenes. Me muestra acuarelas de la vida militar y un retrato de Grau. Otro de Cáceres. No están nada mal. ¿Y sobre qué quieres escribir un libro, Justo? Quiero contar lo que me pasó cuando fui desminador en la frontera, después del conflicto con Ecuador. La frase de Justo me devuelve con un rugido a mi adolescencia. Vuelvo a escuchar el ensordecedor estruendo de los aviones de guerra sobrevolando mi casa.
En el 95 yo ya vivía en Lima con mamá, pero pasaba los veranos en Talara para ver a mi papá. En Talara no solo estaba la base FAP más cercana a la frontera del conflicto. Sino también la refinería. Talara tiene sus venas llenas de petróleo y por eso es un punto estratégico para atacar en caso de guerra. Por las noches hacíamos simulacros en los que Talara entera quedaba en tinieblas. Los aviones de nuestra Fuerza Aérea la sobrevolaban rugiendo. A mí me daba miedo. Los aviones pasaban muy bajito. De día, ese temor no se iba del todo porque yo tenía la edad justa para que los camiones de la leva, que pasaban cargados de soldaditos, cargaran también conmigo. No era muy probable, pero tampoco imposible que hubiese terminado en esa frontera con un rifle entre las manos. Le pasó a otros.
“Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos” -Ray Bradbury-
No fui a esa guerra. La vi por las noticias. Tampoco fue Justo, que también era muy chico y acababa de descubrir que le gustaba dibujar. Y lo intentó. Tal vez nunca ha dejado de intentarlo y por eso me ha abordado esa mañana. ¿Será muy tarde para retomarlo?
Justo fue a la frontera algunos años después. Le enseñaron a ubicar, desenterrar y desarmar esas minas que no habían hecho volar nadie en pedazos, pero que todavía latían bajo la tierra húmeda de Tiwinza, como esas palabras que nos quedan doliendo después de una pelea.
Había que desarmarlas.
Me cuenta que los soldados peruanos no hicieron el trabajo solos. Los del Ejército Ecuatoriano también ayudaron. Y ahí, entre la posibilidad de saltar en pedazos por los aires, se conocieron. Por las tardes, luego de acabar la misión, jugaban partidos de fútbol, se tomaban algo y se contaban chistes. Con el tiempo se hicieron amigos. Peruanos y ecuatorianos. Recuerda Justo que un día escuchó por la radio una entrevista que le hicieron a un amigo suyo del otro ejército. ―¿Y qué pasaría ―le preguntaba el locutor― si estuviéramos otra vez en guerra y un día tú te encontraras con tu rifle delante de un soldado peruano… con tu amigo por ejemplo, el que hoy jugaba fútbol contigo?
Justo está escuchando esto por la radio y se hace la misma pregunta que el locutor le hace al soldado ecuatoriano. Se imagina a sí mismo en la selva del Alto Cenepa, pero no tiene una pelota de fútbol entre las piernas y un rival tapándole el arco. Tiene un rifle entre las manos, el dedo en el gatillo y un hombre que viste un uniforme diferente al suyo.
De pronto se escucha un disparo en Tiwinza.
Los pájaros vuelan sobre los árboles de la frontera.
Y vuelan también aquí en Lima, las palomas, entre los edificios y el smog.
El metropolitano pasa bajo el puente de la Avenida Angamos y yo miro hacia afuera.
Justo presiente que pronto tendré que bajarme y me mira como preguntándome si en lo que me ha contado hay una historia.
Solo entonces le revelo que yo también escribo, que no se ha equivocado. Que artista es una palabra muy rara. Pero que al igual que él, todas las mañanas me despierto y me pregunto si en lo que me pasa hay una historia.
―Entonces es como buscar minas ¿no?― me pregunta.
―Eso, Justo, es como buscar minas. Uno escribe para que todo aquello que puede destrozar a un hombre en pedazos, no lo destroce.
Le doy mi teléfono y apunto el suyo. Tengo un taller de historias, le cuento, si te animas, eres mi invitado. Creo que tu historia es importante. No dejes de contarla.
Dice que me va a escribir.
Cuando el Metropolitano se detiene en mi estación, nos estrechamos la mano y Justo me sonríe y me hace una última pregunta.
―¿Quieres saber qué respondió mi amigo en la radio?
Yo lo miro y asiento en silencio.
Las puertas del metro se abren.
―Al aire― dijo ―Dispararía al aire. Y le diría a mi amigo que se escape.