jueves, 16 de febrero de 2012

Tapar un gol



Puedo contar los goles que metí en mi vida con los dedos de una mano, y todavía me sobrarían tres dedos para agarrar este lapicero y contarles la historia. Solo para contextualizar un poco, averigüé que de 1957 a 1977, el brasilero Edson Arantes do Nascimento, también conocido como “Pelé”, metió la obscena cantidad de 541 goles. Mario Kempes, por Argentina, metió 494. Un poco más abajo en el ranking, nuestro nene Cubillas se anota con 268. Yo metí 2. Ambos, gracias a designios del azar.

El primero lo metí en 5to de primaria. Por aquel entonces, la única cancha de fulbito del colegio era un Olimpo destinado a los salvajes de secundaria, así que a nosotros los pequeños engendros, no nos quedaba más que jugar en la árida y arcillosa pista atlética que la rodeaba. Como además, aquel terral era ocupado casi en su totalidad por los más chibolitos, que preferían el trompo y las canicas, a nosotros solo nos quedaba una esquina, de tal manera que nuestra cancha tomaba la forma de un boomerang, en cuyos extremos marcábamos las porterías con ladrillos. Gracias a este arqueado diseño del campo, ambas porterías tenían al frente suyo una curva ciega, y por eso el portero no veía venir al adversario hasta que este ya estaba casi listo para meter el zapatazo. Como de niños no sabíamos de delanteros, volantes, medio campistas y defensas sino que todos nos limitábamos a perseguir la pelota como una manada de chacales hambrientos, me tocó una vez a mí, ser el que desembocó con la pelota por aquella curva ciega hacia el arco contrario, completamente desorientado y aterrado como un camión cargado de gallinas a punto de desbarrancarse por el Pasamayo. Pateé la pelota, más por miedo de la turba que venía tras de mí que por un deseo de gloria. La pelota entró. Nunca subestimes el miedo. Es un motor tan poderoso como el valor, solo que empuja desde afuera.

Mi segundo y último gol lo metí unos diez años después en Semana Santa, en el primer campamento en la playa al que fui a embriagarme con mis amigos de la universidad. Por aquel entonces ya todos sabían que yo eran una bestia jugando al fútbol, así que cuando pateé la pelota con todas mis fuerzas para rechazar un ataque enemigo, nadie esperaba que su trayectoria final fuese el arco contrario. La dejaron pasar, confundidos, como quien duda el andar al ver cruzar una chica bonita. Yo tampoco creí haber tirado hacia el arco, pero con tantas irregularidades en la arena, la pelota rebotó caprichosamente como en un tablero de pinball y entró. Tal vez algún cangrejo salió de su hueco y la cabeceó. Nunca se sabe. Lo que sí recuerdo es que todos me quedaron mirando y luego vinieron corriendo a lanzarse sobre mí. Incluso los del otro equipo gritaban y celebraban pues era una de esas saludables pichangas chelísticas en las que lo que todavía importa es jugar y beber y nadie putea a nadie porque se falla un gol. Abrí los brazos para recibir la fama y de pronto tuve una montaña de 500 kilos de carne, gritos y risas sobre mí. Fue así, que mientras me asfixiaba y tragaba arena y luchaba por mi vida, decidí que nunca más metería un gol.

El resto de partidos de mi vida los jugué como arquero. En el colegio ser el arquero es como ser una pieza de utilería. Un bulto que tapa el arco. Pocos niños tienen la paciencia necesaria para pasarse el recreo entre tres palos, esperando que venga otro a meterles un cañonazo a los huevos. Yo la tenía. Me gustaba ver el partido desde mi arco, tranquilo, casi como si lo estuvieran pasando por la tv y aguardar por esos dos o tres ataques en los que salía a atrapar la pelota y un derroche de adrenalina me pagaba el recreo.

Por aquel entonces, mi papá trabajaba en una plataforma petrolera en altamar, y cada vez que volvía a casa, me traía un par de guantes del trabajo. Eran guantes tejidos, cómodos, con decenas de diminutas bolitas de jebe adheridas a la palma para sostener firmemente fierros y carga pesada, pero que en mis manos adquirían su hasta entonces insospechada misión de tapar cañonazos.

Los usé varias veces hasta que poco tiempo después me compraron, en la única tienda deportiva del pueblo en el que crecí, mi primer par de auténticos guantes de arquero. Eran unos PUMA de color beige, con la palma negra y una cinta de pega-pega alrededor de la muñeca para asegurarlos bien. Nadie más en el colegio tenía auténticos guantes de arquero. Al ponérmelos me sentía el mismo Goycochea; y si me hubieran pedido que atrape un meteorito, me hubiese puesto delante.

Mi segundo par de guantes fueron unos ADIDAS blancos que aún guardo en una caja debajo de mi cama. Hace poco saqué esa caja en busca de algún pedazo de mi niñez para regalarle a mi novia, pero luego de acercármelos a la nariz y sentir un brutal olor a pellejo de burro, opté por regalarle mi gorrita de lobezno de cuando fui un boy scout.

De todas formas, esta no es la historia de mis guantes, ni de las veces que tapé un gol durante esos años. Bastará con decir que fueron bastantes atajadas y que no quiero aburrirlos con eso. Por alguna razón me es más fácil hablar sobre aquello que acabó y que es finito (como mis goles) y no sobre aquello que sucedió una y otra vez sin aplausos ni gloria. Muy poca gente, entiende el mérito de tapar un posible gol, pues se supone que esa es la obligación del arquero y al parecer, no hay mérito alguno en hacer lo que debes hacer, aunque eso implique ir con el pecho y la cara al lugar donde algún salvaje, al mejor estilo de Mr Bison, extiende la pata con furia.

A pesar de los golpes y el anonimato, no cambiaría mis días como arquero por una decena de goles con mi nombre. Hay cierto encanto en jugar desde el silencio y dejar de lado un grupo de amigos que te alzan en peso, por la paz que consigues al asegurar el proyectil de cuero entre los brazos. Tú sabes lo que has hecho. Y eso es suficiente.

No cambiaría mis días de arquero, porque creo que la vida en general, más que de hacer goles, se trata de aguantar taponazos. Solo que vivimos en una sociedad que ha aprendido a valorar el triunfo por encima de la persistencia. Una sociedad que te aplaude cuando conquistas a la chica, pero no cuando logras mantenerla contigo.

Siempre será chévere ver los rankings de goles, pues hay magia en ellos y al verlos uno siente una efervescencia subiendo por el pecho, lo mismo que nos alegramos al ver a un amigo conseguir un mejor trabajo, una novia o un primer libro publicado. Pero atrás de aquel libro, están las noches en vela corrigiendo un cuento. Y atrás del trabajo nuevo, están el bus, el café y la rutina, y atrás de la novia está las peleas de las que salieron juntos y airosos. Esas son las atajadas. Agarras el balón con firmeza, miras adelante y con una patada lo devuelves a la cancha.

Con suerte, alguna vez en nuestra vida, lograremos ser Pelé, Maradona, el cholo Sotil. Pero el resto de los días, la gran parte de nuestros días, tendremos que ser el pato Fillol, el loco Campos, Casillas, Purizaga. Algunas veces lo haremos con guantes de lujo y otras veces apenas con un pedazo de tela con bolitas de jebe que alguien nos regaló. Pero siempre habrá que lanzarse sin miedo hacia la pelota. Poner el pecho y la cara. Levantarse. Y no esperar más ovación que la de tu propio corazón cantando: esta hinchada no te deja de alentar.

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4 comentarios:

[_kara_] dijo...

Te quedó muy bueno corazón, el dibujo y el texto. Hasta mañana :)

Pierre dijo...

n__n
hasta mañana mi amor
ya vi que has agregado a tu facebook a la loca de los gatos xD

Anónimo dijo...

Te escuché leer tus cuentos por primera vez cuando te invitó tu novia a un taller que ella daba en un aula de letras en la Pucp. Ahora encuentro tu blog y leo esto y tengo que felicitarte. Seguiré pasando por aquí. Un abrazo.

Pierre dijo...

=D
muchas gracias!