He perdido el celular. Digo he perdido pero sé bien que el taxista lo tomó de mi mano cuando me dormí. Lo tomó, puedo verlo, como quien levanta por la panza una lagartija. No he venido a quejarme sin embargo. Sería aburrido distraerme de esta memorable resaca en la que Morrisey me canta Asleep, para pensar en un aparato que reemplazaré en unas horas. Por la mañana, mientras veíamos The Big Bang Theory, le robaron el auto a un amigo y seguro que él está mucho más triste que yo. Escribo esto en realidad, como una excusa para hablar de otras cosas. Tal vez para sentirme acompañado este domingo. Hablar por ejemplo de lo que no me robaron. De aquello que el taxista tuvo a mano y decidió dejar. Para comenzar, los nueve soles de la carrera. No me los cobró. Lo cual resulta lógico pues si me ponía a hurgar en mis bolsillos, hubiese notado la ausencia del teléfono. Pero hablo de otra cosa. Hablo de los libros que llevaba sobre el regazo.
Ya antes me había pasado algo similar. Hace unos años entré caminando a Balconcillo. Soy un tipo distraído. Balconcillo no es precisamente un lugar para hacer turismo. Pero una buena canción sonaba en mi ipod y una buena canción, como la mano de alguien que te gusta mucho, puede hacerte ir al fin del mundo. Al comienzo vi viejecitos conversando en sus puertas, paredes carcomidas, niños jugando fútbol con una viniball desinflada. Un ambiente acogedor como de pueblo. Pero conforme avanzaba vi caras extrañas. Grupos sospechosos. En una esquina una manada de chacales humanoides me preguntó si quería comprar. Comprar qué. Pregunta idiota. Debí haber comprado, fuese lo que fuese, aunque estuviesen vendiendo pasta o casetes de Mocedades. Pero dije que no y seguí caminando. Entonces me di cuenta de mi error. No había dado diez pasos cuando sentí que corrían detrás de mí. Corrí también, pero me alcanzaron justo antes de llegar a la avenida. Se llevaron el ipod y algunas monedas. Cuando se fueron vi en el piso el libro que yo cargaba en la mano. Lo habían dejado ahí tirado. Era un libro de Stephen King. No era Cujo ni Carrie. Cujo o Carrie hubiesen desatado una sangrienta masacre. Era “Cuatro Estaciones”. Aquel libro en el que aparece “The body”, el cuento que inspiró “Stand by me”, una de mis películas favoritas. Pese a que las librerías suelen estar bien abastecidas de libros de Stephen King, este volumen es uno de los más escasos. Me lo regaló mi tía Magali cuando cumplí 30 y me hubiese puesto muy triste si se lo llevaban. Sin embargo, por alguna estúpida razón, también me puso triste que no lo hicieran. Tenían en sus manos una de esas historias que yo he querido escribir toda mi vida. Y la dejaron botada.
Los libros que cargaba ayer conmigo eran libros que normalmente no saco de casa, precisamente por miedo a perderlos. Eran dos primeras ediciones. Una de “Sólo para fumadores” de Julio Ramón Ribeyro en cuya portada hay una linda foto suya. Aparece fumando frente a su máquina de escribir. Se le ve joven, encantador, y a pesar de que la mano que sostiene el cigarrillo le cubre parte de la boca, puedes intuir que está contento. La otra primera edición era la del “El escarabajo y el hombre” de 1970. El mismo año se publicó “Un mundo para Julius” y “Redoble por rancas”. El año anterior se había publicado “Conversación en La Catedral”. Es decir: QUE BESTIA. Las llevaba conmigo porque iba a la presentación del documental sobre Ribeyro en cuyo conversatorio participaría Oswaldo. Además, llevaba la antología de los ganadores del COPÉ que planeaba cambiar por un par de cervezas dada mi limítrofe situación monetaria. Llevaba un libro de cuentos de Óscar Colchado que mi amigo Helí acababa de prestarme cuando nos vimos en el bar después del conversatorio. Y además, el dvd con el documental de Ribeyro que Miriam me regaló antes de irme. Todo eso estaba sobre mi regazo mientras me robaban el celular. Y todo eso está ahorita sobre mi escritorio. El taxista no se llevó nada.
Recuerdo que algunas cuadras antes de dormirme en el taxi, vi el libro del COPÉ sobre mi regazo. No había logrado cambiarlo por cerveza. Mientras veía el libro pensaba en aquella historia que contaba Alonso sobre Antonio Cisneros. Contaba que cuando Toño se chupaba toda su plata y le faltaba para el taxi, paraba uno y le daba la dirección de su casa. Le explicaba al taxista que solo tenía 3 soles pero que lo acercara lo más que pudiera por esa cantidad. El taxista accedía y cuando Toño ya estaba cómodamente desparramado en el asiento, se convertía en una especie de Sherezada y le contaba tan buenas historias al pobre hombre que el tipo lo llevaba hasta la misma puerta de su casa, encantado y además sin cobrarle los tres soles.
Siempre me gustó aquella historia. Yo no soy tan buen conversador pero recuerdo que esa noche les dije a todos que pagaría mi taxi con aquel libro. Y si al taxista no le bastaba, le prometería escribir un cuento sobre él. Pero no había sido necesario. Unos amigos me habían acogido en su mesa y mi vaso nunca estuvo vacío. Además, preocupados con mi proyecto de pagar el taxi con un cuento, juntaron monedas entre todos para que llegara sano y salvo a casa. Buenos amigos. Al salir del bar, me invitaron anticuchos y cuentan que me saqué la correa porque el ají picaba mucho y fui a preguntarle a la anticuchera si alguna vez le habían dado un correazo. No recuerdo mucho de eso, pero dicen que a Ciro también quise darle y que Ciro se reía.
En el conversatorio, Eloy contó que fue él quien le aviso a Julio que se había ganado el Rulfo. Lo llamó y le dijo ¿Qué vamos a hacer con los 100 mil dólares, hermano? ¿A dónde nos vamos? Podemos ir a Ica, dicen que hay unos bungalows macanudos frente al mar. Y Julio le preguntaba ¿qué 100 mil dólares, de qué hablas? Y Eloy: ¡Los que te has ganado! Y Julio: No me gustan esas bromas Eloy, te voy a colgar. Y Eloy: ¡carajo, te acabas de ganar el Rulfo!
En el conversatorio, Eloy contó que fue él quien le aviso a Julio que se había ganado el Rulfo. Lo llamó y le dijo ¿Qué vamos a hacer con los 100 mil dólares, hermano? ¿A dónde nos vamos? Podemos ir a Ica, dicen que hay unos bungalows macanudos frente al mar. Y Julio le preguntaba ¿qué 100 mil dólares, de qué hablas? Y Eloy: ¡Los que te has ganado! Y Julio: No me gustan esas bromas Eloy, te voy a colgar. Y Eloy: ¡carajo, te acabas de ganar el Rulfo!
Pero más paja todavía, fue cuando Oswaldo contó que él era el Oswaldo del cuento “Ausente por tiempo indefinido” y yo abrí “Solo para fumadores” y encontré el cuento y escuché como Oswaldo lo leía con su dulce voz de sapo milenario. O cuando en el documental, Antonio Cisneros contó que salía a montar bicicleta por el malecón con “los regios” como los había llamado su amiga Blanca Varela y Julio se les unía por tres cuadras (que era lo que le aguantaba el físico) y luego se iban todos por unas cervezas que era lo que realmente habían salido a hacer. O cuando Oswaldo contó que iba a su cátedra en la Universidad Ricardo Palma y en una bodeguita se encontró con un tipo de barba crecida y descuidada, ojeroso y andrajoso que lo saludaba con una botella de pisco en la mano. Era “Perucho” el gran amigo y personaje de Ribeyro. Oswaldo le dijo que no podía porque iba a dictar. Y al rato, mientras daba la clase, vio aparecer a Perucho en la puerta del salón, que lo llamaba con la botella de pisco ante la mirada absorta de todos sus alumnos. Oswaldo lo hizo pasar y dijo que le cedía la cátedra. Perucho (que había estudiado en Inglaterra) preguntó a los alumnos si la querían en inglés o en castellano. En castellano dijeron y entonces escucharon de aquel vagabundo semi destruido, una de las mejores disertaciones que habían oído sobre los personajes de Shakespeare. Cuando acabó todo, lo ovacionaron de pie y entonces Perucho se volvió hacia Oswaldo y le dijo: ahora sí, hermano, vamos a chupar. Genial historia.
Cuando terminó el conversatorio, me acerqué a Oswaldo. Lo abrace por su cumpleaños y le presenté a mis amigos. Cuando vio mis libros, dijo: “A ver qué tienes allí”. Y entonces encontró aquella primera edición de su novela. Se emocionó mucho. Le pedí que me la firmara pero cuando tuvo el lapicero en su mano dijo que eso merecía una ocasión especial y que lo fuéramos a buscar a su casa para celebrar. De modo que ahora ese libro, es mi pase para volver a verlo y escucharlo.
Cuando pienso en Oswaldo, me doy cuenta que es una suerte poder tenerlo todavía. Es decir, el hombre es una leyenda, pero tiene una casa como nosotros, camina por Lima, respira este aire. Puedes ir a buscarlo, puedes regalarle un vino, invitarle unos ravioles, pedirle que lea un libro tuyo, ser su amigo. Todas esas posibilidades reposaban sobre mi regazo aquella noche. Y el taxista no las vio. No las quiso ver.
Por supuesto comprendo que no todos compartan esta obsesión por lo literario. No esperaba realmente que el taxista quisiera leer uno de esos libros o ver el documental de Ribeyro donde veo a Julio por primera filmado en un balcón parisino, probablemente la misma mañana en que escribió uno de esos cuentos que nos volvieron locos. Pero es extraño sentir que todo aquello que me conmueve profundamente, es irrelevante para alguien más. Aunque solo sea el taxista que me trajo a casa después de una noche de bares. Me hace sentir que esto es irrelevante para tanta gente. Que a nadie le importan las primeras ediciones, ni que Oswaldo siga vivo y contando historias o que uno pueda pasarse la mañana del domingo escribiendo cosas sin sentido. Uno se siente solo. Solo y aislado como un hombre al que le han robado el celular.
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