martes, 31 de diciembre de 2019

El recuento de los daños

Hace un par de veranos, mi amiga Carmen vino a echar unas chelas a mi casa y -mientras yo cocinaba y ella hacía de DJ en mi Spotify- me propuso un juego. Mira Piers, me dijo extendiendo su vaso para que le sirviera más chela. Ya basta de Smiths y huevadas hipsters, de ahora en adelante solo canciones que palteen. ¿Cómo así, Carmen? Canciones que nos den vergüenza, pe salvaje. Una tú, una yo, ¿te parece? Ya rugiste, le contesté. Y entonces se fue corriendo a darle play al Popurrí de Pandora. Porque le nacía del corazón.

Ahora Carmen vive con su esposo Jordi en Barcelona, en una cuestita que sube del Mar Mediterráneo hacia las colinas y que se llama Poeta Cabanyes. Cuando hace un año fui a conocer Europa, ella y Jordi (y su gato Kitano y su perra Maggie) me alojaron y me llevaron a comer jamones, gambas y gazpacho. Pero recuerdo que el primer día, Carmen dio inicio al tour conduciéndome hasta una plaquita justo al frente de su edificio.

—Lee, salvaje— me dijo.
La placa decía así:

"En aquesta casa
va néixer el día 27 del XII del 1943
el cantautor Joan Manuel Serrat"

Casi me caigo de culo. Estaba yo hospedado frente al hogar en el que había crecido el autor de Lucía, de Penélope, de Tu nombre me sabe a hierba, el hombre que había escrito una canción de amor entre un loco y un maniquí ¿Me sonaba familiar? Esa noche, además, bebí mi primera cerveza catalana en esa misma calle, frente a un gran retrato de Joan Manuel, graffiteado sobre las paredes de una farmacia de turno. Putamare, —pensé— acá en Barcelona la gente se cura con Serratproxeno intravenoso.

Sin embargo, ahora que recuerdo esas madrugadas subiendo todo macerado en absenta por el Carrer Poeta Cabanyes y dándole una última mirada a la plaquita de Serrat antes de caer rendido sobre mi cama catalana, pienso que hubiese tenido más coherencia con el resto del Universo que Carmen viviera frente a la casa de Pablito Ruiz o de Las Flans. Porque la vida entera de mi amiga Carmen es un placer culposo. Una canción que paltea pero nos pone a bailar la memoria.

Algunos amigos te regalan libros o el primer perro de tu infancia. Otros te regalan un disco de los Beatles o te llevan a una fiesta en la que conoces al amor de tu vida. Carmen me regaló, como quien te contagia la varicela, el nunca tener que avergonzarme de la música que me hace feliz.

A lo que iba es a que el otro día me traje a casa a mis alumnos del taller para celebrar la clausura y propuse aquel juego que me enseñó Carmen. Al principio la gente no se mandaba. Todos tienen una reputación que cuidar. Ponían a Chacalón o a Britney Spears. Fuera, ctm, piteábamos, Muchacho provinciano y Oops!... I did it again ya son himnos. A nadie le debe dar vergüenza cantarlos. Entonces la gente pasó a Chayanne, a Christian Castro, a Diego Bertie, a la Shakira postmoderna. Pero todavía faltaba humillarse más. Todavía nadie vomitaba. Entonces una chica fue y puso El recuento de los daños de Gloria Trevi

* * *

Yo recuerdo que cuando era chiquita, mi hermana Cynthia tenía un cassette de la Trevi. Había quedado hipnotizada un día que la vio presentarse en Viva el sábado, el show musical que ponían en los 80’s después de Risas y Salsas. La vio en 20 uñas sobre el escenario, agitando los pelos de alambre mientras gritaba con su voz aguardentosa:

♪ A mí me gusta estar de pelo suelto
Aunque me vean siempre con enredos
A mí me gusta andar de greña suelta
Aunque se acabe de infartar mi abuela ♫

Weón, mi hermana tenía 9 años pero escuchó la canción como una trompeta que la llamaba a unirse a las filas de la insurrección. Pidió que le comprasen el cassette y desde entonces se pasaba las mañanas como una poseída, cantando y barriendo el piso de la casa con su larga melena negra. De milagro mis viejos no llamaron al exorcista de Talara.

Inevitablemente, a mí terminaron por pegárseme las rolas que mi hermana oía. Aún ahora me sé letras completas de Gloria Trevi, de Lucero, de Thalia, de Paulina y de Muñecos de papel. Tal vez no las cantaba en voz alta como ella para no paltear, pero en el taller mecánico de mi corazón, eso era lo que se oía.

Así que cuando 30 años después, propuse aquel juego y oí que alguien le daba play a El recuento de los daños, sentí que me hormigueaba la lengua y quise cantarla.

A diferencia de Pelo suelto (o Zapatos viejos), canciones en las que Gloria Trevi le dice al mundo que se caga echada en lo que digan los demás, El recuento de los daños, muestra su patética versión de perrito atropellado. La pobre muchacha hace un paralelo entre el fin de una relación y un accidente automovilístico en el que le han dado 20 vueltas de campana.

En el recuento de los daños / Del terrible choque entre los dos
Del firme impacto de tus manos / No sobrevivió mi precaución

No sé si es peor esa o “Con los ojos cerrados” (Qué más me da si miente, yo le creo). Ambas son la versión musical de las novelas de Televisa. Sin embargo, poca gente de mi generación con un sixpack encima y un corazón roto pasaría la prueba del silencio. O tal vez estoy exagerando. Como me dijo una amiga: weón, le has puesto mucha colapez a tu gelatina.

De todas formas, cuando le dan play, yo me pongo a cantarla con mis alumnos del taller. Pero eso, por supuesto, no es lo más asqueroso.

* * *

Unos días después de la reu, cuando la resaca ya se ha ido, yo todavía llevo la canción en los audífonos. Me siento como si hubiese arrastrado hasta el lunes el meloso olor de los cigarrillos del sábado. La he agregado a una de mis listas de Spotify y la voy oyendo mientras entro a ISIL. La voy oyendo mientras el guachimán me dice Buenos días, profesor, la oigo mientras estaciono la bici, mientras cruzo el patio, mientras subo las escaleras y, como le he puesto repeat, todavía sigue sonando cuando me detengo en la puerta del aula. Entonces giro hacia el balcón del pabellón B para dejar que la canción termine.

Un alumno que ha llegado temprano a la clase de Guion se me acerca y me extiende la escaleta de su cortometraje. Ahorita entro y la reviso —le digo, mientras me señalo los audífonos—. Claro, profe —responde y se va creyendo que estoy en medio de un Podcast de Robert McKee o de Paul Thomas Anderson—.

—¡Compórtate, carajo! —me grita la consciencia cuando me quedo solo— Tú les has dado clases enteras en contra de ese beso que me sube al cielo ¿Qué chucha haces coreando con la Trevi que te hundes en el infierno?
—¡Es que la culpa es de mi hermana que se compró el cassette! —reclamo— ¡Es la culpa de Viva el sábado!
—Is li quilpi di mi hirmini… Tu hermana tenía 9 años, pendejo, tenía permiso pa escuchar webadas, ¿cuál es tu excusa? ¿Pa’ eso te hospedas frente a la casa de Serrat?

Tengo el puño cerrado sobre el cable de los audífonos, listo para arrancarlos del cel y acabar con la humillación a la que yo mismo me he sometido. Pero dejo correr la canción hasta el final con la terquedad de un niño que se niega a escupir un chicle viejo.

Después entro al salón y me transformo en El profe. Me pongo a explicar en qué consiste un Guion Literario, cómo se escribe un buen diálogo, libre de clichés y lugares comunes. Pobre de ustedes, carajo —les advierto— que otra vez me traigan libretos de La Rosa de Guadalupe. Prohibido que los personajes lloren. Prohibido usar la muerte como desenlace ¿Prosor, por qué el personaje no se puede morir al final? Porque ese es el desenlace de la vida, ustedes pueden idear algo mejor.

Mis alumnos me creen, asienten y asustados dejan que les revise el avance de su guion. Pero mientras me paseo entre las carpetas, siento latir dentro del bolsillo de mi jean el Corazón delator de Gloria Trevi. El gato negro de la vergüenza maúlla tras la delgada pared de mi dignidad. Tengo la certeza de que cualquier mal movimiento de mi coxis va a darle play al Spotify y ellos van a descubrir la verdad. Van a saber que debajo del póster de Reservoir Dogs que adorna mi sala tengo uno de Magneto. Al instante me repongo y pongo cara de profe de Guion, cara de que no sé quién chucha es Paulina Rubio.

En el fondo, me digo, tenía razón Ribeyro cuando dijo que “La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad”

—Cynthia— le digo a mi hermana— estoy escribiendo una historia de las épocas en las que te pegaste con Gloria Trevi.
—Ptmre, eso se lo inventaron ustedes —me dice— Yo nunca me pegué con esa canción.
—Annnnnda, ctm xD Ya la escribí. Ahora es verdad.

Mi hermana ya no tiene 9 años sino 38. Es fotógrafa de una cadena de cruceros. Ha recorrido más países que todo el resto de la familia junta. Se ha tomado fotos en Paris, Dublín, El Cairo, Liverpool y Nagasaki solo para que nadie se acuerde que de niña barría el suelo de casa cantando Pelo Suelto.

Es lo que hacemos todos ¿no? Escribimos libros, hacemos postgrados, citamos a Ribeyro y pegamos posters de Tarantino para que aquel vídeo en el que aparecemos ebrios y llorosos haciendo el recuento de nuestros daños, se pierda para siempre.

Por suerte, existen las amigas como Carmen, las listas de Spotify y las chelas, para traer de vuelta a casa la alegría. O la poca vergüenza, que tanto se le parece.



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