jueves, 15 de enero de 2009

Conducta en los museos

Hace unos días en el Museo de Arte Italiano, descubrí que me gusta agarrarle el culo a las estatuas. Sobre todo a las estatuas femeninas, pero no exclusivamente. Para poder agarrarles el culo a gusto, tenía que escaparme cada tanto no sólo de los guardias del museo que no parecen ver con buenos ojos este hermoso pasatiempo, sino sobre todo de Claudia a quien no sé qué impresión le hubiese hecho verme con las manos puestas sobre una nalga que no fuese suya, aún si esta estuviese hecha de mármol.

Pero no sólo eran los culos. También envolví cariñosamente una teta izquierda con mi mano. Y es que había que ver que culos y que tetas. Italianos. Culos maternales y robustos pechos amasadores de harina y huevos. Y que poses: una en la pileta, luego un negrito mirándose en un espejo, otra de una mujer sentada con las piernas recogidas que se llamaba: El verano. Había de todo. Y aquellos labios. Labios semiabiertos que hacían que el mármol luciera tibio, casi húmedo. ¡Cómo quise besar aquel busto de mujer en el medio de la sala cuatro! Dios sabe que lo único que me detuvo fue que el nombre de la escultura era "La muerte" y que sus pechos no tenían pezones y aquello le confería una terrible apariencia de abismo.

Resignado volví a la sala dos a acariciar la verde pelada de bronce de Leonardo Da Vinci. Rememoré entonces, con tanta nostalgia, aquella oportunidad que tuve en Bogotá de acariciar a manos llenas los enormes culos metálicos de una pareja de gorditos de Botero. Cuan poca censura en aquel obscuro cuartito del museo reservado exclusivamente para ellos y planeado (estoy seguro de ello) por el mismo Fernando, quien ha de haber sabido una vez terminada su escultura, que aquellos culos tan bonitos que acababa de hacer, habían sido creados para ser acariciados. Infinitos fueron los minutos en que deslicé mi mano una y otra vez sobre sus enormes glúteos (la mujer a mi izquierda y el hombre a mi derecha) mientras ellos, desnudos y tomados de la mano, continuaban dándole la espalda a los turistas y adentrándose en la oscuridad tan delicadamente como quien mete un pie en la bañera.

Antes de salir del museo aún me detuve un buen rato frente a una escultura de uno de los relojes derretidos de Dalí. Aquello era casi tan hermoso como los culos. Vaya, tan hermoso como todos los culos del mundo. El reloj reposaba sobre un tronco seco como una babosa gigante y una enorme gota amarilla que se desprendía cerca del número seis, estaba a punto de tocar el suelo. Imaginé que de habernos atacado una repentina ola de calor que hubiese calentado el metal hasta conseguir desprender la gota, el mundo hubiese entrado en una vertiginosa espiral de horas, minutos y años. Un momento en el que mi culo hubiese pasado por todas sus edades, volviendo a ser mi culo recién nacido azotado por el doctor para transformarse en cuestión de segundos en el culo que tendré a los ochenta años e incluso en el bello culo de una prostituta en Babilonia que a lo mejor también fui yo hace mucho tiempo, el ajado culo de un taxista en la India, el mitológico culo de Afrodita, el duro culo de Bukowski, el purpúreo culo de un shipibo sentado en una rama comiendo hormigas culonas y el hermoso culo de Dios reposando sobre las nubes.

Maravillosa visión que me duró apenas unos segundos pues repentinamente apareció un vigilante para decirnos que ya iban a cerrar el museo y que teníamos que irnos. Cruzando el umbral de salida logré deslizar parte de mi mano derecha dentro del bolsillo del jean de Claudia. Sintiendo el movimiento de sus fémures y el palpitar de sus músculos bajo la tela, tuve esta extraña sensación de estar aún tocando - a través de ella - la piel de todos los hombres y mujeres en cada ciudad de la tierra. Mirándola de reojo, absorta en sus pensamientos, sentí que ante sus ojos se desplegaba, no sólo ya la avenida Grau atestada de carros y de gente, sino también una vieja calle de Persia, La Quinta Avenida, a beira de Ipanema, Corrientes, Los Alamos, Maracaibo, La Vía Appia y Le Champs Elysees. Sus pies, eran todos los pies que han pisado el planeta, su nariz todas las narices y su boca: Todas las bocas. Aún antes de verla subir a su carro y hacerme adiós con la mano, he llegado a sentir el olor de su corazón y su cabello invadiendo la calle. Apoyado sobre un muro he esperado algunos minutos a que se me pase el mareo para poder volver a casa.

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