miércoles, 10 de julio de 2013
Chíngate al pollo
Mis amigos y yo hemos inventado un juego. Se llama "Chíngate al pollo". La idea es tratar de derribar -con carritos de alta velocidad- uno de esos pequeños pollitos mecánicos que venden en el Jirón de la Unión. Jugamos cómodamente sentados sobre los sillones de Shila porque los carritos se dirigen por control remoto. Bruno nos enseñó a manejarlos. Bruno es el jefe, no solo debido a que son sus carritos sino a que el muchacho luce como una versión suburbana y sin esteroides del pelado de "Fast & Furious". El pollito es de Shila. También hay un gato y también es de Shila (si es que acaso un gato puede ser "de alguien") pero el gato no juega. El gato observa correr a los carritos desde un rincón y les lanza veloces zarpazos. Si a uno de los carros se le gasta la pila y queda varado sobre las losetas, el gato corre hacia él y se lo lleva en el hocico como haría con un ratón. Bruno corre a quitarle el carro porque la húmeda y áspera lengua del gato podría arruinar el delicado mecanismo del juguete. Shila no juega. Shila está en su laptop trabajando en un retrato de William Burroughs que acompañará el artículo que Gonza ha escrito. Cada tanto, Shila voltea y pregunta ¿Por qué se ríen tantoooo? Nosotros no contestamos. Estamos muy concentrados tratando de chingarnos al pollo. "Chíngate al pollo" no nació para ser un juego de risas pero los carritos desarrollan tan altas velocidades que darle al pequeño pollo es como tratar de acertarle a la rayuela corriendo cuesta abajo por el Salcantay. Los carros pasan junto al pollo despeinándole todas las plumas pero el pollo aguanta. Lo rodeamos como furiosos moscardones, chocamos entre nosotros, se nos pierde el carro bajo algún sillón. Pero finalmente siempre hay un timón firme y una seguridad de flecha en el arco de Légolas y todo se ha podrido para el pollo. Cuando por fin la pequeña avechucha es embestida y sale dando cuatro vueltas de campana, hay un júbilo de revolución. En ese momento, el pollo no es un pollo ni mucho menos un juguete. El pollo cae como cae la estatua de un dictador. Cae como el Muro de Berlín abatido por la alegría del pueblo. Cae como Iván Drago noqueado por Rocky. Cae como cae el otoño en las ciudades en las que otoño no solo una palabra sino una estación peligrosa para hojas y corazones. A ratos, mientras juego, vuelvo un poco a la realidad, como si fuese un vecino de Shila que se asoma por casualidad a la ventana de la sala. Entonces me veo ahí con mis 34 años tratando de derribar un pequeño pollo mecánico. No comprendo nada. Es todo tan absurdo. Pero me veo reír con ganas así que me acerco y me palmeo cariñosamente la espalda. Nos has traído a buen lugar, me digo. Tal vez no sea tan fácil ser estúpidamente feliz. Luego me voy tan tranquilo. Me dejo ahí, con mis amigos, mi gato, mis carritos y ese pollo amarillo.
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