viernes, 14 de marzo de 2014

La lonchera del fin del mundo

No sé si mi hermana recuerda esto pero, cuando éramos chiquitos y vivíamos en casa de mi abuela, preparamos una lonchera de emergencia por si llegaba el fin del mundo. Por supuesto que a los 5 años nuestro concepto de "emergencia" no tenía nada que ver con linternas, alimentos enlatados y medicamentos, sino mas bien con poner a buen recaudo nuestros objetos favoritos.

 Fue así que la lonchera (recuerdo que era roja y alta como una caja de herramientas), se fue llenando de juguetes, crayolas, canicas, chapas y otras rarezas como monedas de sol que mi papá nos había regalado porque empezaba la era de los intis. Es probable que mi hermana también incluyera algunas de esas hojas de carta que coleccionaba y en las que aparecían niños que no tenían tiempo para atarse los pasadores de las botas porque estaban muy ocupados dándose besitos. Y bueno, recuerdo que yo metí un diccionario mini-sopena ilustrado que por aquel entonces cargaba por todos lados. Después de aquel arsenal ya casi no había espacio restante así que lo destinamos a una hermosa mandarina, tal vez presintiendo que después de jugar entre los escombros de la civilización, nos daría un poco de hambre.

El hecho es que a los pocos días, cansados de esperar el fin del mundo (la paciencia de un niño es tan larga como la mecha de un cohetón prendido), fuimos a abrir la lonchera y descubrimos que la mandarina se había podrido y había bañando con su hediondez anaranjada todos nuestros tesoros. Fue un duro golpe y tardamos en recuperarnos de la impresión. Muy tristes nos pusimos a limpiar nuestros juguetes y decidimos que no prepararíamos más loncheras de emergencia y que si el fin del mundo por fin se animaba a venir, su vieja en vinagre lo iba a estar esperando.

Hace un tiempo, visitando un librería de viejo mientras mi hermana recorría el mundo tomando fotos en su crucero, encontré un diccionario mini-sopena como el que habíamos metido en aquella lonchera hace 30 años. No había visto uno como ese desde entonces. Estaba en la zona de remates de un sol, junto a una pila de apolilladas revistas Selecciones. Lo cogí tratando de disimular mi emoción y sin dudar metí la mano al bolsillo y pagué. Ahora lo tengo en casa, apoyado contra la ventana del baño. Hace unas semanas mi editor vino a tomarse unas chelas y después de miccionar regresó todo alterado por el pasadizo gritando ¿Por qué rayos tienes un diccionario en el baño, Pierre? ¿el significado de qué palabras quieres buscar en ese momento?

Me reí, pero no le conté la historia. No se la conté porque no sabía cómo se cuenta una historia como esta. De hecho, estoy tratando de averiguarlo mientras la escribo.

Aquel diccionario me lo habían comprado mis papás porque ese año ya me tocaba ir al colegio. Las clases todavía no empezaban pero yo había cogido el mini-sopena ilustrado y lo cargaba todo el tiempo en el bolsillo de mi short donde los niños menos nerds llevaban su trompo. Unas cuarenta veces al día lo abría y leía algunas palabras, miraba los dibujitos y lo volvía a cerrar.

Reconozco que suena terriblemente pretencioso pensar que a los 5 años ya intuía ese confort que ahora obtengo de los libros (sobre todo porque entonces apenas sabía leer), pero la verdad es que no se me ocurre otra razón, descartando la posibilidad de echarle la culpa al amigable olor del papel bulki entintado. 

Al meter mi diccionario a la lonchera del fin del mundo, aquel niño que fui, realmente creía que ese objeto lleno de palabras nos sería de mucha utilidad si teníamos que sobrevivir en un mundo desolado. Y esa extraña confianza, es la misma que aún hoy conservo y que me tiene sacando libros de casa aún cuando sé que no tendré tiempo de leerlos durante mi jornada.

Hace 5 años, cuando llevamos a mi hermana al aeropuerto porque se iba a embarcar por primera vez en el crucero, ella andaba un poco loca porque no había podido conseguir un libro que tenía muchas ganas de leer. Mientras mis papás la abrazaban y llenaban de besos y lágrimas, yo fui corriendo al Duty Free y conseguí aquel libro. Se lo di justo antes de verla desaparecer por la puerta de embarque.

Supongo que así como mi viejo me regala pañuelos cuando quiere decir: te quiero, yo regalo libros. Y aunque con los años he comprendido que la vida, al igual que las mandarinas, a veces se descompone y nos mancha y apesta las cosas queridas, hay otras verdades que nunca se desvanecen y que siempre están ahí para abrigarnos cuando sentimos que sobre nuestro corazón se cierne el fin del mundo.

Se llaman palabras.


1 comentario:

GRAZIA RM dijo...

Hola Pierre!
Llegué a tu blog por un amigo. Me gustaría poder comunicarme contigo, te puedo dejar mi mail (graziarm@hotmail.com) para poder hacerte una consulta? Espero tu respuesta! Gracias !!!!