miércoles, 28 de octubre de 2015

un día de furia

Son las 2 pm. Voy manejando bicicleta cuando de pronto me pica la cabeza. Es un picor que mide 3 milímetros, como un circulito de sol proyectado por una lupa sobre mi cuero cabelludo. Es un picor tan punta-de-alfiler, tan pedacito de carbón, tan la concha de khalessi, que sé que cuando consiga rascarme tendré un orgasmo craneal. Inmediatamente y sin dejar de pedalear, me llevo una mano a la cabeza y, entonces, mis uñas ya listas para despellejarme el parietal derecho se topan con el casco. La desesperación me embarga: Voy tarde a clases, la bicicleta lleva velocidad, el semáforo está en verde y debo aprovecharlo. No puedo darme el lujo de parar, quitarme el caso y empezar a rascarme la cabeza como un simio en medio de la Tomás Marsano. Pero también pienso: carajo, qué tal que más allá me pasa algo y me voy del mundo sin rascarme por última vez en la vida. Así que freno en seco, me quito el casco y lanzo mi mano al ataque. Mis dedos, como una manada de monos aulladores, atraviesan la jungla de mi pelo y se clavan a mordiscos contra mi piel. Me recorre un escalofrío eléctrico. Cierro los ojos, mi lengua sale pa'fuera y en ese momento sé que eso es la felicidad. Sé que en tres segundos se habrá terminado y que volveré a ser un profesor apurado en su camino a clases, pero en ese momento, en ese momento en que el picor se va disolviendo como una pastillita de redoxon en un vaso de agua helada, en ese momento soy feliz.

Después vuelvo a ponerme el casco y me voy. Entonces recuerdo que el lunes conversaba con dos amigas acerca de los piojos. Estábamos contándonos cómo hacían nuestros viejos para exterminarlos. Una de mis amigas contaba que un día su papá, desesperado porque los piojos no morían con nada, le había echado gasolina en la cabeza. Dijo que la idea original era también prenderle fuego al pelo, pero que su vieja había intervenido para evitar que la convirtieran en un Sayayin a tan temprana edad. Mi viejo no me echó gasolina pero un día me dijo que la mejor técnica para matar los piojos era rallarte un ladrillo sobre la cabeza. Anda, pendejo, le dije. En serio, contestó y agregó: después te echas una cerveza y entonces cuando los piojos están bien borrachos se agarran a ladrillazos.

En la clase de la tarde no pasó nada muy interesante salvo porque un alumno me preguntó si "iba" era con H y después en su examen confundió al personaje del libro y en vez de llamarla Amélie-san escribió Amélie Esan.

Así que al final del día estoy de nuevo en la bici, de regreso a casa. Voy por la Primavera cuando un conchasumadre me mete su camionetaza y me cierra contra la vereda. Freno en seco. Pero esta vez no sale el Pierre "ya estoy acostumbrado a estos animales". No sale el Pierre Mary Poppins en bicicleta. Esta vez sale el Pierre ángeles del infierno, el Pierre Machete, así que rodeo la camioneta y voy a pararme frente a ella. Mirando al tipo le pregunto si no ha visto cómo me ha cerrado. Hay una chica en el asiento del copiloto. Como el tipo levanta los brazos como diciendo: a mí qué chucha. Mi mano, que hace horas estuvo rascándome la cabeza e inventando la felicidad, forma un compacto e inesperado puño y baja como una comba contra el capot de la camioneta. En esos dos segundos infinitos en que mi mano se está clavando contra el carro y abollándolo, descubro que eso es el horror. Pienso que no debí hacerlo, que yo nunca hago esas cosas y no entiendo qué ha pasado. Justo antes de irme veo la cara de sorpresa de la chica. La de él no la veo así que no sé que estará pensando. Lo único que sé es que no puede seguirme porque hay decenas de carros detenidos frente a él. Mientras termino de hacer el camino a casa, asustado y enojado ya no con él sino conmigo mismo, vengo pensando en cómo ese pequeño acto de violencia podría haber cambiado toda nuestra vida. Imagino hipotéticas conversaciones entre el tipo y su chica. Y aunque en la mayoría de ellas ambos me putean. También imagino una en que ella me da la razón y se pelean. Después imagino algo peor. Imagino que el tipo tiene hijos y que mi furia clavada contra su capot puede transformarse en malhumor y después en un grito para ellos. En ese momento, me alegro de todos los puñetazos que nunca di en mi vida. Muchos tipos se lo merecían, pero por alguna razón, en ese momento me alegra no haberlos dado.

Al llegar a casa Pika viene corriendo a verme. Mis manos atraviesan su pelaje cochino de perro de alcantarilla y sienten su húmeda lengua que dice: por fin llegaste, conchetumare. Y con esas mismas manos cojo una mandarina y la pelo y me la como. Y con esas mismas manos me pongo a escribir esta historia. Y mientras mi puño y mi miedo de desvanecen con el movimiento de mis dedos, siento que esa es mi forma de pedir disculpas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Pierre! Me pasó lo mismo hace poquito, pero que siento que fue producto de un desborde popular. En mi nuevo trabajo (yo cambio de trabajo como de medias, jaja), todos tenían algo malo qué decir de mi jefe -que es el gerente- y de su amigo, el subgerente. Al primero le cuestionan lo fronterizo y al segundo, que se le presento la virgen porque de pasar de operador de call center a subgerente de una empresa tan grande...bueno. Lo que sucede es que ese jefe gordo y fronterizo fue un conocido de la universidad, por cosas de la vida nos cruzamos cuando yo hacía mi tesis (él era jefe de los trabajadores de ese lugar) se volvió mi pata y cuando ahora me ofreció trabajo yo acepté de inmediato porque me sentí contenta de saber que ascendió tan rápido y porque ese asunto es una de las pocas cosas que me salen bien, además porque me pasa lo que Eloy Jáuregui llama "terapia laboral". El asunto es que este desgraciado cambió mucho, radicalmente. Ya no es el tipo bonachón y sus trabajadores adoptaron dos posturas: ser sus chupes o sonreírle y rajar a sus espaldas. Como yo no soy de tener muchos amigos, la primera vez que me gritó, lloré. La tercera vez que me gritó terminó de romper mi corazón y entonces alcé la voz, a él y a su amigo (el subgerente de call center) y le pinté el panorama desde mi punto de vista que es el que muchos callan: "Siento tanto decirte esto -le dije con rabia- pero te has convertido en un monstruo y tú -le grité al amigo- déjate de sarcasmos porque me tienes hasta la rabadilla. ¿Es que no se han dado cuenta de lo que provocan en esta empresa?". En ese instante me elevé, como diría la canción, me vi como una pulga latosa en medio de dos titanes; uno pidiendo lo que hace rato habíamos perdido, el otro con la boca abierta y yo, en el papel más violento de toda mi vida. Entonces pedí permiso para ir al baño y lloré justo detrás de la puerta, en el piso, pensando en qué diantres me había convertido y por qué no había sido capaz de contenerlo o buscar las palabras y la forma adecuada.