lunes, 30 de octubre de 2017

avenida Pardo

Cuando llegué a vivir a Lima a los 13 años, alquilamos un departamento en la cuadra 6 de la avenida Pardo. Solo estuvimos ahí dos o tres semanas, lo que tardamos en encontrar colegio y una casa donde vivir. Pero esas primeras caminatas por Pardo, bajo sus altos árboles y sus farolitos que por la noche brillaban como potos de luciérnaga, fueron mi bienvenida a esta ciudad. A los 16 años caminaba por Pardo cuando iba a mis clases de piano o cuando -harto de tanto Richard Clayderman- mandaba al diablo las clases y me iba a pasear al malecón. La última escena de Golfie, el último cuento de mi primer libro de cuentos sucede en Pardo, un poco como un tributo a esas épocas y a ese cuento de Ribeyro en el que dos salvajes se agarran a patadas bajo los ficus. Julio Ramón también vivió cerca a Pardo cuando era niño, y en el primer óvalo está el busto que le dieron cuando ganó el Rulfo en el 94. A veces lo voy a visitar porque me gusta leer la placa donde explica por qué su obra se llama La palabra del mudo. Donde acaba Pardo comienza el mar. Y donde comienza Pardo vigila un león de bronce. Siempre que he pasado chupando una lata de chela por ahí, le decía a la persona que estuviera conmigo: algún día voy a montarme a ese maldito león. Pero el día que me monté no estaba borracho. Fue el domingo pasado durante el censo. La ciudad estaba vacía y Gonza y yo la recorríamos en bici en busca de comida. -Oye- le dije mientras detenía la bici- tómame una foto sobre el león. No le expliqué por qué. Solo me subí y levanté el brazo. ¿Ya? me preguntó. Ya, le dije. Cuando Gonza hizo click habían transcurrido 25 años.



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