domingo, 11 de diciembre de 2011

46

Hoy he recogido, de la casa de mi editor, mi última paga por las regalías de “Un hombre feo” y el primer manuscrito que tuve de ese, mi primer y único libro de cuentos. Reconocí mi copia porque en aquel entonces, yo le había pegado sobre la portada un sticker de la gata loca y otro con una frase de mi libro favorito que dice “si un cuerpo coge a otro cuerpo cuando van entre el centeno”. Es un manuscrito gordo, pues tiene cuarenta y seis cuentos, de los cuales, solo fueron publicados doce. Al principio tampoco se iba a llamar “Un hombre feo”; sino, “Él robaba sus lápices”, como uno de los cuentos que no llegamos a incluir. Aquel, era uno de mis favoritos. Trata de este chico llamado Ernesto que está enamorado de una chica de su oficina llamada Ana, y le roba los lápices que ella enreda en su cabello. A Kara y a mí se nos ocurrió que a lo mejor en la presentación podíamos regalar lápices con frases del libro; pero al final, como le cambiamos el nombre, lo que regalamos fueron globos con ilustraciones de hombres feos. También había copas de hombres feos para el brindis y hasta un muñeco de tamaño natural con una bolsa de papel en la cabeza. El muñeco lo hizo Kara con mi ropa. No era ropa vieja sino unos bluejeans que me hacía ver muy culón y mi única camisa blanca. El muñeco fue a la presentación en un taxi, conmigo y con Kara. En el asiento de adelante iba Oswaldo Reynoso, contando una sublime historia acerca de cómo las tetas de Josefina Bonaparte habían dado origen a la forma de las antiguas copas de champagne.

De eso ya hace un poco más de un año. Ahora ya no quedan más ejemplares de “Un hombre feo” porque fue un éxito de ventas en la última feria y arrasaron con él. Esto último lo digo sin concha ni pana pues sé bien que el mayor mérito fue de la portada que hizo mi amigo Carlos Lavida, las ilustraciones de otros capos al final del libro, y la chispa de Renzo, el vendedor del stand de mi editorial, que atraía a la gente hacía mi, a la voz de “pasen, pasen a ver al hombre feo”.

Ahora que tengo el manuscrito entre mis manos, recuerdo que habían muchos textos que yo quería que fueran incluidos, como Patos chinos del Brasil, ¿Y si solo tengo amor? o Marranadas. Esa fue una de las primeras razones por las que el proceso de edición demoró tanto. Yo me negaba a sacarlos.

Ahora, para que esos textos salgan del olvido, siento que tengo que escribir mucho. Tengo que escribir tanto y tan bien, que después de un tiempo, la gente esté dispuesta a leer esos primeros manuscritos. Antes, cuando yo tenía mi blog yuju, y me visitaba un montón de gente, mi amigo el Equis y mi amigo Alfredo, me decían que yo ya había domesticado a mi público y que podía postear cualquier cosa, como la foto de unos gajos de mandarina o la cabeza de un pacazo, y todos se volvían locos, lo cual no dejaba de ser del todo cierto. A veces todavía entro a ese blog y leo los comentarios que dejaba la gente. El otro día encontré uno anónimo que decía: “Pierre, hazme el amor vestido de pacae”.

Ayer mi novia me ha regalado dos pterodáctilos, que son mi bicho favorito de todos los tiempos. Uno es amarillo mostaza y el otro del color de los algodones de azúcar. Alguna vez escuché que se sabían muchas cosas acerca de los dinosaurios excepto el color de su piel. Los pterodáctilos sin embargo, no son dinosaurios.

Los dejo con una foto de la portada y el índice de mi manuscrito cuando lo imprimí por primera vez.



domingo, 4 de diciembre de 2011

las palabras

Hace un par de días, mientras arreglaba mi cocina, levanté por el lado equivocado una bolsita de mondadientes y cayeron al piso decenas de aquellos diminutos maderos. No eran mondadientes regulares, de los que tienen ambos extremos puntiagudos, sino unos de marca china que parecen el mástil de una bandera en miniatura. Tampoco venían amontonados en una caja de cartón, sino cuidadosamente alineados uno junto a otro como en un tatami y recubiertos finalmente por una lámina plástica sobre la que aparece impreso un oso panda, comiendo hojas de eucalipto.

Algo contrariado, me arrodillé y me puse a recogerlos para echarlos al tacho de basura. Entonces, mientras trataba de levantarlos y me picaba las yemas de los dedos, fue que pensé en esto: "si cuando era niño, a mi mamá se le hubiesen caído los mondadientes, yo hubiera corrido a recogerlos para hacer algo con ellos. En un primer instante no hubiese sabido bien para qué, pero hubiese intuído que había en ellos un juego posible: hurgar en las cuevas de las hormigas, lanzarlos como dardos a la gente, andar picando nalgas, conseguir pegamento y construir con ellos una cabaña, o lo más probable, dada mi temprana vocación por la piromanía: hacer una montañita y prenderles fuego."

Por un rato me sentí triste de haber perdido esa capacidad de ver, en las cosas más pequeñas, una posibilidad. Pensaba en esto también ayer que fui a la ferretería a buscar un par de clavos para instalar un perchero que acababa de comprar. Yo solo necesitaba dos, pero el señor que atendía me dijo que los vendían por peso y me dio, envueltos en papel periódico, más de veinte clavos. Mientras los llevaba a casa pensaba ¿dónde voy a guardar los que me sobren?, un pensamiento aburrido, y además imposible para un niño, que en cambio hubiese corrido con los clavos en busca de un martillo, un imán, una pita o una pared para raspar.

A veces crecer, es un poco como perder una caja en la mudanza. Al principio no te das cuenta, porque son muchas cajas. Incluso puede hasta aliviarte la sensación de llevar menos peso. Pero con cada mudanza vas perdiendo una caja tras otra, hasta que un día te das cuenta que ninguna de esas contiene lo que llevabas en la primera mudanza y te vuelves loco. Por eso es que los viejitos tienen esa cara de recien asaltados. El tiempo les ha dejado recuerdos, pero se ha llevado todo lo demás.

Esto por supuesto, no siempre es cierto. Lo he escrito porque soy un cretino y suelo verme tentado ante las imágenes desoladoras. La verdad de las cosas es que la mayor parte de las veces, el tiempo reemplaza sabiamente esas cajas. Te quita a los hijos, pero te devuelve nietos. Se lleva a la gente que conociste, pero te acerca más a tus dos o tres verdaderos amigos. Y sin duda, arrasa con tu energía, pero te da la sabiduría y calma necesaria para ser feliz tomando sol sentado en la mecedora del jardín.

En mi caso en particular, pues sí, he dejado de emocionarme ante un grupo de mondadientes que caen al piso o un montón de clavos que no necesito. Es posible incluso que la próxima vez que vea un balde de legos, que fueron mi juguete favorito de la infancia, se despierte primero en mi la nostalgia, que una reales ganas de jugar con ellos. Y sin embargo, puedo asegurar que el tiempo no me ha robado nada y que sigo siendo como un niño, maravillado ante las posibilidades que ofrecen los objetos pequeños. Solo que ¿a quién podría interesarle ya un grupo de mondadientes, clavos, o pedazos de plástico, cuando ha descubierto al fin la posibilidad de jugar con las palabras?

.



















a nuestro querido Julio Ramón Ribeyro,
que nos dejó un día como hoy, hace 17 años

jueves, 1 de diciembre de 2011

contando un poco sobre mi trabajo

el storyboard



la animación lista:





con la paga de esto mañana voy a ir a recoger mi nuevo mueble de cocina =D

.

martes, 29 de noviembre de 2011

la oficina

Hoy no puedo escribir mucho porque tengo que presentar un trabajo mañana.
Mi trabajo es hacer dibujos animados.
Para mañana por ejemplo, tengo que darle vida a esta gente que ven ahí abajo
Se supone que ya es casi la hora de almuerzo o sea que en un rato saldrán todos corriendo, emocionados.
Lo malo es que no corren por sí solos.
Yo tengo que hacerlos correr.



,

lunes, 28 de noviembre de 2011

la orilla


Hoy he bajado al mar. He vuelto a casa con diez piedras y un cangrejo seco. La coraza del cangrejo parecía una pieza de bisutería, no un bicho muerto. Encontré varios cangrejos secos entre las piedras pero había que cogerlos con cuidado para que no se te hicieran polvo entre los dedos. Cuando se hacían polvo era difícil imaginar que eso alguna vez había sido un ser vivo. Hace un par de días aquellos cangrejos habían estado corriendo de lado entre esas mismas piedras redondas, escapando de la espuma que sube crepitando, pero ahora se deshacían por completo entre mis dedos sin que yo hiciera presión alguna. Sus ojos, sus tenazas, sus patas eran solo un poco de polvo que caía entre mis piernas y desaparecía entre las piedras.

Estaba yo leyendo a Guy de Maupassant en la orilla. El cuento que leía era "La Maison Tellier" y trata de unas prostitutas que van de viaje a otro pueblo para la primera comunión de una niña. En el nuevo pueblo nadie sabe que son prostitutas así que les ofrecen el lugar de honor en la iglesia; pero cuando comienza la ceremonia, una de las prostitutas viendo aquellas niñas, recuerda su propia infancia y se echa a llorar. Al cabo de unos segundos todas ellas están llorando y finalmente todos en el templo gimen y lloran conmovidos. Un cuento inolvidable, escrito con palabras simples. Pensaba yo: escribir un cuento debe ser como escoger piedras en este lugar. Todas parecen iguales y sin embargo...

Pensaba yo en esto pues tras terminar el cuento me había puesto de pie y buscaba algunas piedras para llevar a casa. Era difícil mantener el equilibrio porque las piedras no se mantenían firmes y resbalaba y me hundía igual que con las palabras. La más bonitas, además, estaban cerca de la reventazón y había que correr a cogerlas cuando la marea se retiraba por unos segundos. Buscaba yo una piedra de esas que se usaban antes en la cocina para chancar los ajos o la carne. Había ido al mercado a comprarla y todas las señoras me habían dicho que ya nadie vendía piedras y que si quería una, fuese a la playa. Así que allí estaba yo, buscando piedras para chancar carne y leyendo a Maupassant.

Ahora, mientras escribo, tengo las piedras aquí sobre el escritorio, junto a mi mano derecha. A ratos las acaricio. Coloco una negra sobre una blanca y trato de recordar el poema de Vallejo. También tengo aquí el pequeño cangrejo. Tiene ocho patas y dos tenazas. Cada tenaza no tiene más de un par de milímetros de grosor y sin embargo es tan perfecta como un barco o una mesa bien puesta.

No sé muy bien por qué traigo estas cosas a casa. No sé tampoco por qué voy al mar o por qué leo a Maupassant. Pero me siento bien, y me doy cuenta de que con los años, he aprendido a confiar más en aquellas cosas cuya razón de ser no puedo explicar.


martes, 15 de noviembre de 2011

un escritor y un pescador

Hoy ha sido el segundo día de taller con Oswaldo. El cupo era para veinte personas pero cada vez viene más gente. El primer día eramos veintiuno y hoy hemos sido veinticinco. Durante la clase me he puesto a dibujar a Oswaldo y me ha quedado así:
aAunque como una de las cosas que más llama la atención cuando lo ves, es su cabello cano, creo que el negativo de la imagen lo representa mejor:



Después de clases me he ido a almorzar al pasaje José Olaya.

Mi mesa estaba justo frente a la estatua de bronce en la que se ve al mártir, de cuerpo completo, levantando con su mano derecha una de las cartas que llevaba a nado desde El Callao hasta Chorrillos. Con la otra mano arrastra una red. Una estatua terrible a mi gusto pues en ella se intuye muy poco del pescador y en cambio se ve a un semidios levantando una carta con furia y profiriendo un terrible grito al cielo. Yo no creo que Olaya haya sido así. Un hombre que es capaz de ir a nado desde el Callao hasta Chorrillos tiene necesariamente que ser un hombre sin furia en su corazón. La furia es una roca demasiado pesada y hubiera terminado por hundirlo antes de llegar siquiera a las costas de Magdalena. Aquel tramo imposible de nuestra fría costa, solo pudo haber sido cubierto por un hombre que no estaba destinado a ello... pero que decidió hacerlo.

Me lo imagino a trescientos metros de las playas de Miraflores, flotando un instante para recuparar el aliento mientras pequeños peces le picotean las piernas y puedo sentir su frío; el océano inmenso presionándole los pulmones; pero sobre todo, puedo imaginar su certeza de que ese era el único lugar posible para él en ese momento. Y la puedo imaginar, porque es la misma certeza que debe haber tenido Ernesto Guevara, cuando enfermo de asma se lanza una noche a cruzar el amazonas frío y lleno de pirañas para ir a pasar su cumpleaños con los leprosos, y porque en general, es la misma certeza que tienen todos los hombres simples que han decidido hacer cosas imposibles.


.