sábado, 8 de septiembre de 2012
piernas
Extraño personaje al que hoy le lustraban los zapatos en el puestito de la ciclovía, frente a Risso. Siempre he querido hacerme lustrar los zapatos allí. Nunca lo he hecho porque no uso zapatos, pero debe ser bacán sentarse un rato a oler el betún mientras todos corren apurados por la avenida Arequipa. Es un poco a lo watching the wheels de Lennon, ¿sabes? people say I’m crazy. Pero bueno, lo que contaba es que este señor, se había remangado todo el pantalón, incluso más de lo que era necesario para que no le mancharan las bastas. Se lo había subido hasta las rodillas y exhibía sus piernas flacas, lechosas y peludas a los cientos de transeúntes que, a las once de la mañana, transitábamos por allí. Eran tan extraña la imagen que, por un momento, la paranoia me dijo: aquel hombre no va allí a lustrarse los zapatos, va porque le gusta mostrar sus piernas a la gente. Autagonistofilia. ¿Será? me pregunté. Pero no. Su expresión detrás del periódico que leía, era la de un hombre relajado. ¿Por qué entonces exhibía gratuitamente aquellas piernas que parecían no haber visitado nunca una playa? Precisamente por eso. Porque no hay nada más natural para un hombre despreocupado, que su propio cuerpo. Los hombres somos feos y esa fealdad nos libera. Vemos crecer musgoso pelo sobre nuestra piel como si fuésemos húmedas rocas. Nos desteñimos junto a nuestros bluejeans y, con los años, el océano abdominal se nos desborda implacable sobre el débil dique de cuero. Alguna vez hemos cuidado de él. La maldita adolescencia. Lo perfumábamos y le comprábamos camisas. Hacíamos ejercicio. Nos echábamos acondicionador y ensayábamos nuevos cortes de cabello. Tarde hemos descubierto que son armas débiles en la caza de una pareja donde la única belleza loable es la del caimán que se lanza decidido sobre la cebra. No es así para las mujeres. Sus bellísimos cuerpos son como anclas. Nunca podrán desnudar una parte de él sin hacer de ello una ceremonia maravillosa. Aún en la soledad, su propia vanidad las hace prisioneras. Y no hablo por supuesto solo de chicas de portada sino de todas, pues en las mujeres, hasta los defectos surgen armónicamente como floreadas enredaderas o estanques de sapitos en los postigos de una casa. Los actos de libertad en una mujer, salvo el de concebir, difícilmente estarán ligados a su cuerpo; pues nadie puede armar una revolución desde un hermoso castillo. Los hombres, en cambio, al ser tan feos, llevamos los nuestros casi sin notarlos; y si un día de calor nos quitamos la camisa, es un acto que pasa desapercibido como la visión de un gato lamiéndose el lomo. Aquel hombre que hoy se había remangado el pantalón para que le lustraran los zapatos, jamás sospechará que sus velludas piernas eran una imagen que llamaba más la atención que los ficus o los tachos de basura. Y si un día leyera este texto, diría: vamos, son solo piernas. Me sirven para caminar.
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2 comentarios:
pese a la delicadeza de este texto, no puedo evitar una ligera gana de meterte un zapato por el culo :) con respeto y cariño claro...
xD
los riesgos de la ficción
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