domingo, 22 de septiembre de 2013

El Inmortal

Mi tío, a quien llamaremos “El Inmortal” para proteger su identidad, ha pasado los últimos seis meses chupando y durmiendo en las calles. Fue este un invierno cruel ¿verdad? En casa tiritábamos aún cobijados bajo los tigres de la frazada. Cerrábamos las cortinas y tomábamos cocoa caliente agitando nuestro puño contra el viento. Mientras tanto, mi tío, perdido en algún rincón de Lima, recibía la llovizna en el pellejo con la misma cuarteada firmeza del asfalto. Su juerga empezó el día de su cumpleaños, en febrero. Terminó hace dos semanas, en agosto. Mi tío El Inmortal dice: “Cuando se trabaja, se trabaja, pero cuando se chupa, se chupa”. Suelta la frase contento y orgulloso, con el mismo tono que otra gente utiliza para decir “estoy haciendo un máster en negocios”.

Nunca me ha contado cómo ni en qué momento decide que la fiesta ya terminó. A lo mejor es un poco como cuando Forrest deja de correr. Simplemente sucede: amanece en un parque, enjuaga sus legañas con el agua de los charcos, deja la botella y viene a vernos. Siempre llega escuálido y desorbitado como una rana disecada. Nuestra casa le sirve de centro de re-encauchamiento y así lo recibimos. No hacemos muchas preguntas porque a nosotros tampoco nos gustan las preguntas. Dejamos que él nos hable mientras prepara un almuerzo reparador.

No voy a contar toda la historia de mi tío El Inmortal porque, la última vez que escribí un cuento sobre él, se puso un poco loco y me dijo que vaya a escribir cuentos sobre mi abuela (su vieja). No voy a contar del carro que lo ha chancado (a mi tío El Inmortal los carros le pasan por encima sin magullarlo como a Marv en Sin City), ni tampoco voy a contar que acaba de conocer al primer nieto que le ha dado el cachero de su hijo, mi primo. Pero lo que sí quería contar (porque escribir, al igual que beber, es una extraña forma de acceder al conocimiento) es algo que no termino de comprender en su forma de ser y que me maravilla por su parecido con los hábitos de algún bicho que seguro recordaré cuando termine de contar la historia.

Ahí vamos.

 Cada vez que esto de la fiesta perpetua sucede, mi tío pierde todas sus cosas. Es decir, antes de empezar el desmadre, él tiene un cuarto y un trabajo. El cuartito es alquilado y el trabajo va de chofer de combi a guachimán. En su cuarto tiene una cama, algunos pares de zapatos, chompas, un perfume, cepillo de dientes y tal vez hasta una Kolinos en el baño. Pero cuando empieza a beber, se olvida de su trabajo, del cuarto y de sus cosas. Si algún día lo recuerda, no tiene dinero para pagar la renta, así que, antes de ganarse una puteada de la casera, decide abandonar la cama y el cepillo y seguir bailando. Cuando viene a vernos, ha empeñado hasta los dientes. Con suerte, lo que todavía le queda es su dni y una férrea voluntad de no volver a probar alcohol, parecida a la que los mortales experimentamos el domingo por la mañana.

Entonces comienza su proceso de reconstrucción, que bien podríamos musicalizar con una de esas canciones de Survivor que ponen cuando Rocky Balboa entrena.

Se levanta todos los días a las 7am, se lava la cara y prepara una olla de avena quaker con algarrobina. Cuando está lista, nos llama a desayunar. Al ver que no le hacemos caso y seguimos durmiendo, se para en la puerta y nos grita: levántense prostitutos! Finalmente se rinde y también duerme otro rato más. Al mediodía cocina el almuerzo mientras nosotros trabajamos y cantamos canciones como “El hombre que casi conoció a Michi Panero”. A veces le cambiamos la letra y cantamos “lo he pasado bien y casi conocí en una ocasión a mi tío Inmortal ♫”. Él grita: oe no sean pendejos, y sigue picando cebolla. Después del almuerzo se va. El primer día no sabíamos a donde pero cuando lo vimos regresar con un saco en la espalda mismo Don Ramón cuando chambea de ropavejero, tuvimos que preguntar. El Inmortal no responde nada, solo vacía el saco en la sala y nos deja ver lo que trae: tres pares de zapatos viejos, un celular, un reloj y una casaca.

Una vez que todo está en el piso, toma uno de los objetos, digamos el reloj, y mientras nos lo muestra, hace su pregunta favorita: “¿Cuánto creen?” No sé, le digo, diez soles tal vez. No huevón, me dice, tres soles. ¿Dónde? pregunto. En la Cachina. Miro el reloj. Es un reloj de metal, pesado pero tan feo que preferiría pasar la vida preguntando la hora a desconocidos. El celular, que más parece un jabón de glicerina con botones: ocho soles. Los zapatos (dos pares negros y uno blanco como para irse a tonear con Pedro Navaja): quince soles. ¿Y la casaca? 1 sol le digo por joderlo y él asiente. Efectivamente, le ha costado 1 sol. Y es un Puma original, me muestra la etiqueta.

Cada día llega con más cosas y las va acumulando en nuestro pasadizo: celulares de distintos modelos, más pares de zapatos usados, polos, casacas, un destapador, una vieja billetera Lacoste, un anillo de acero y ayer: un estéreo con radio, reproductor de casetes y cds: 18 soles. Estaba palteado porque no se lo habían probado. Puse un disco y escuchamos la voz de Silvio salir de los parlantes: En el borde del camino hay una silla. Funcionaba.

Pero la ceremonia no acaba en la compra. Pues una vez que nos ha mostrado la merca, se pasa el resto de la tarde lustrando los tres pares de zapatos con más cariño, técnica y ahínco que el de las abejas cuando construyen las celdas de su panal. Luego le saca brillo al reloj, le limpia el óxido al destapador y al anillo, encera su estéreo y presiona las teclas de los celulares tratando de descubrir si un aparato de ocho soles puede tener acceso a tv o a facebook.

Ayer lo hemos embarcado en un taxi con todas sus cosas. El re-encauchamiento ha terminado. Ya recuperó su peso y no parece más una rana disecada sino un sapo maduro. Ha encontrado un cuarto en Santa Anita y un trabajo como guardia nocturno de una discoteca. En apenas dos semanas viviendo aquí en casa, ha acumulado tantos bultos que el station wagon se ha ido tan lleno como el trineo de Santa Claus. Le hacemos adiós desde la puerta.

Esto es lo que pienso mientras veo al taxi alejarse de mi calle:

Todas esas cosas volverán a perderse un día. Una a una, regresarán a la Cachina cuando El Inmortal decida que ya es hora de una nueva fiesta de seis meses. Es como ver a Sísifo empujando la piedra hasta la cima de la colina para verla caer de nuevo, o como pensar en Prometeo atado a la roca del Cáucaso esperando que el águila de Zeus venga a devorarle el hígado que todas las noches le vuelve a crecer.

Pero lo más extraño, oh demonios, es que estoy seguro que mi tío también lo sabe. Sabe que lo que lleva a cuestas lo acompañará solo una parte del camino. Y sin embargo, esa noción de que todo perece o escapa de nuestras manos (de las suyas incluso con mucho más velocidad), no detiene su emoción al buscarlas, encontrarlas y tratarlas con cariño mientras las lleva consigo.

Le decía el otro día a unos amigos mientras chupábamos al borde de mi biblioteca: Miren todos estos libros viejos. Cada uno me recuerda a alguien, la historia de dónde lo compré, quién me lo regaló o dónde lo leí. Y sin embargo, el día que yo me vaya, alguien los venderá al peso y volverán a Amazonas donde otro chico como yo y otra chica como tú los encontrarán emocionados.

Puteamos al destino, nos reímos y seguimos chupando en silencio. No sé si mis amigos están pensando en esto mientras le dan un trago a su cerveza, pero yo recuerdo a las personas que he perdido. También son como libros, zapatos blancos, relojes feos, casacas de un sol, estéreos de los que brotan canciones maravillosas. Llegan, los cuidamos y un día los perdemos.

Es una idea terrible. Trato de desahuevarme y fluir como mi tío El inmortal. Intento convencerme de que la piedra de Sísifo no es aquella carga imposible que se nos escapa de las manos. Trato, en cambio, de recordar el mito que cuenta que aquella piedra es el Sol y que necesariamente debe irse para volver más tarde a sentarse en mi ventana. Pienso en nuestros hígados y nuestros corazones regenerándose sin miedo al águila de Zeus. Pienso en el invierno, en las calles de Lima, en la llovizna, pienso en los sapos y las ranas, pienso en la Cachina como una gran metáfora del mundo. Y pienso en mi tío El inmortal. Pienso sobre todo en él, como un río que todo lo recibe y todo lo deja ir. Veo su taxi alejarse e intento contagiarme un poco de su vida. Sé que si no lo consigo, voy a quebrarme, voy a partirme en dos, justo ahorita, mientras mi corazón recuerda todo aquello que alguna vez encontré maravillado, aquello que durante un tiempo sostuve con fuerza entre mis brazos y que luego tuve que abandonar en alguna habitación a la que no pude volver más.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

“Cuando se trabaja, se trabaja, pero cuando se chupa, se chupa”. Suelta la frase contento y orgulloso, con el mismo tono que otra gente utiliza para decir “estoy haciendo un máster en negocios”.
Tu tío debería dar charlas de desahuevina en los lugares más prestigiosos del mundo.
¿Se pueden adoptar sobrinos...o mejor dicho, tíos? =DDDDDD

Pierre dijo...

xD

Pierre dijo...

te lo regalo. acaba de venir a visitar y me ha traído monedas para mi colección. pero las que ya tengo repetidas me las ha dejado también diciéndome "tú cuídamelas, yo también voy a empezar mi colección". a veces no sé si lo entiendo o es que ya me acostumbré