jueves, 10 de abril de 2014

el Dibujapingas

La frase con la que debería empezar esta historia, está por la décima línea. Pero no la leas ahora, carajo. Aguante un poco, maldito precoz. Estoy enseñando a mis alumnos ganchos narrativos, formas de empezar a contar; y si este texto fuera de uno de ellos, se lo corregiría y le diría: No flaco, mira, esta frase tan mortalmente reveladora que has puesto en la décima línea, debería ser la frase con la que abres el cuento. Sin embargo, yo necesito un poco de intriga antes. Este ciclo tengo casi 200 alumnos, pero nunca soñé que ÉL estaría entre ellos. Recuerdo que cuando vi aquella escena de Superbad dije: ptmre, este weon es mi ídolo. Y a los ídolos los vemos solo de lejos, no? Pero ya no. Este es el asunto: Uno de mis alumnos DIBUJA PINGAS. TODO EL TIEMPO.

Al principio me costó reaccionar. Les había pedido que se dibujen metamorfoseándose en algo: un monstruo, un animal milenario, un objeto parlante. Cuando pegamos los dibujos en la pizarra, había de todo: unicornios, robots skaters, hombres lobo, pordioseros, serial killers, chicas gato, patos rockeros, fantasmas, pingüinos hambrientos y de pronto: un pene que decía: soy lindo. Como el curso es de creatividad y lo que menos me interesa es censurarlos, me reí con ellos.

Luego jugamos al Cadáver Exquisito. Para quien nunca ha jugado este juego de los surrealistas, hay que tomar una hoja de papel y dibujar (o escribir) cualquier pendejada en la parte superior. Luego esa parte de la hoja se dobla hacia atrás, dejando apenas un rastro de la base del dibujo para que otra persona del grupo lo continúe sin saber qué hay arriba. Cuando se acaba la hoja, desdoblas y todos miran el dibujo. Entonces descubres cosas como seres que tienen cabeza de dragón, una casa en la garganta, el mar en el estómago y dos aviones en las patas. Otros grupos tenían dibujos con cabeza de manzana, garganta de remolino, tórax de pollito y un hombre dormido en los pies. Pero en el grupo de este muchacho, el cadáver exquisito tenía un patrón de pingas cada tanto. Le salían de los ojos, del ombligo, del tobillo. Sus amigos estaban muertos de la risa y todo el salón quería ver el dibujo. Yo no sabía si lanzarlo por la ventana o reírme o abrirle el cerebro para ver qué había dentro. Así que me acerco lentamente y le digo cariñosamente: ¿qué pasa con las pingas, muchacho? Todos: JAJAJAJAJAJJA ¿No te la ves todos los días cuanto te bañas? ¿no te la enjabonas? EL SALÓN ESTALLA EN LLAMAS. Sus amigos dicen: las pingas lo tienen loco, profe. Algunas chicas se desmayan. Él también se ríe. Le cuento del chibolo de Superbad. Nos miramos como entendiéndonos.

No sé si la próxima clase seguirá dibujando pingas o no. Ahora que ya ha descubierto que es algo normal y que no me descuadran sus dibujos, veremos si lo que realmente lo impulsaba era la contemplación artística del aparato o las ganas de joder. No estoy asado con él. De hecho, una parte de su cerebro me cae bien. Sin embargo, mi cabeza no deja de pensar en ese día venidero, tal vez veinte años desde ahora, cuando me lo encuentre en un supermercado, hecho un señor, paseando de la mano de su esposa y su hijito, y él me salude emocionado y me cuente de todos los edificios que está construyendo y yo lo felicite y nos despidamos nostálgicos, y entonces, justo mientras él abre el capó de su carro para meter las verduras y las frutas, yo me vuelvo y le grito: Oeee ¿Y te acuerdas de cuando toda la clase te la pasabas dibujando pingas?


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