domingo, 20 de abril de 2014

Un día de estos, Gabriel

La primera escultura que hice en mi vida era una obra imposible. Nunca fui bueno con las artes plásticas. De hecho, nunca fui bueno con nada que tuviera que hacerse con las manos. Mi mamá no me dejaba lavar la vajilla porque los vasos estallaban entre mis dedos como pompas de jabón. Yo no tenía manos. Yo tenía dos topos ciegos que alguien había atado a los extremos de mis brazos. Pese a todo esto, cuando estaba en la universidad me metí a un taller de escultura. Me metí porque cuando sales del colegio nadie te conoce y tienes una segunda oportunidad con la vida. A lo mejor fue eso o a lo mejor quería estar amasando arcilla con las lindas cachimbas del 96 ¿para qué los voy a florear? Eso fue ya hace 18 años. Bueno, cuando tuve la arcilla húmeda entre las manos, recordé un cuento que me tenía loco por esos días. Recordé el cuento y ya no quise esculpir otra cosa que al personaje. Primero hice la cara del viejo, luego su escuálido cuerpo y finalmente pues ya saben. Estaba como tirado en el suelo, intentando levantarse, pero sus pesadas alas, que caían sobre él como el abrazo de una ballena varada, se lo impedían. No era una gran escultura porque, como ya dije, soy torpe con las manos, pero por lo menos la imagen me permitía recordar la historia, así que me la llevé a casa y la puse sobre mi escritorio. Mientras leía mis primeras separatas universitarias, mientras escribía mis primeros cuentos, el viejo estaba allí intentando alzar vuelo. Lo tuve muchos meses hasta que un día, el sol comenzó a cuartear su cuerpo de arcilla, se le rajó una de las alas, se le partió la cabeza y finalmente solo quedó un montón de polvo rojizo que hubo que barrer.

Ayer por la tarde, Pati, una de esas lindas cachimbas del 96 que terminó siendo mi gran amiga, me llamó por teléfono. La voz se le desmoronaba como la arcilla. “Pierre, se murió Gabriel García Márquez, prende la tele” La escuchaba sollozar al otro lado de la línea. Parecía que se le había atorado un sapito en la garganta. Prendí la tele y le agradecí por avisarme. Vi las fotos de Gabriel en la pantalla, sonriendo, recibiendo el Nobel en el 82. Dejé la tele encendida y me vine a buscar sus cuentos. Releí algunos fragmentos. A ratos pensaba ¿por qué llora Pati? Es decir, toda su obra está aquí, a salvo. Los nietos de nuestros nietos todavía podrán leer La luz es como el agua, El último viaje del buque fantasma, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Sin embargo, yo sé que Pati no es una llorona, así que tuve miedo de seguir indagando. Era como evitar la mirada triste de tus padres porque sabes que están a punto de decirte que atropellaron a tu perro o que tu abuela está en el hospital. Naturalmente la mala noticia no es que Gabriel García Márquez haya muerto, sino lo que ello significa para nosotros.

¿Qué significa para nosotros?

No sé. Así que contaré otras cosas mientras lo pienso. Recuerdo que “Del amor y otros demonios” fue la primera novela que leí de madrugada porque no podía detenerme. Hasta entonces me gustaba leer, pero todavía no sabía que un libro podía atraparte y decirte: todavía no te vas a dormir, putito. Sus primeros cuentos los leí una noche que pasé en casa de mi pata el chino Manuel. Por alguna razón, nunca me olvido de las cosas que leo en una cama ajena. Si tuviera que salvar tres de sus cuentos, estos serían: Ojos de perro azul, El rastro de tu sangre en la nieve y Un señor muy viejo con unas alas enormes. Mi correo de gmail es el nombre de otro de sus cuentos. Y si me crees muy freak, te diré que conozco a una chica que hizo lo mismo pero con un cuento de Borges: TlönUqbarOrbisTertius@hotmail.com. Cuando llevaba Análisis del discurso literario con Rosella di Paolo, leímos “El ahogado más hermoso del mundo” y ella se emocionó tanto con la historia que algunos comenzaron a burlarse y cuando de pronto sonó su teléfono celular alguien dijo: “seguro que es Esteban” y hubo risas y yo comprendí que Rosella formaba parte de una tribu de gente que hablaban un idioma extraño que no todos entenderían, pero que yo quería conocer. Cien años de soledad fue una de esas novelas que “debes leer” que yo no había leído hasta los 30 (lo pongo entre comillas porque nunca he creído que haya libros que “tengas que leer”. Me parece que con tal que leas mucho y de todo estarás bien. Los libros que te toca leer te encontrarán solos). El amor en los tiempos del cólera lo leí incluso después pero a veces cuando estoy en la miseria recuerdo todos aquellos galeones llenos de tesoros hundidos en el mar y me da ganas de ir a bucear. Ojos de perro azul es el único cuento ante el cual ni mi cerebro ni mi corazón ni mi pellejo han generado resistencia. Me parte cada puta vez. Una vez en un taller me quedé sin voz al leerlo. Ahora, para no arruinarlo, cada vez que lo leo delante de mis alumnos, tengo que pensar en cualquier otra cosa cuando llego a las líneas finales.

Lo cual nos lleva nuevamente al sapito en la garganta de Pati. ¿Por qué estaba ahí? Postularé mi primera teoría: Un día en la universidad, estábamos escuchando Canción para mi muerte con mi amigo Renzo. La canción estaba en la parte que dice “tómate del pasamanos / porque antes de llegar / se aferraron mil ancianos / pero se fueron igual” y recuerdo que Renzo (que es mayor que yo) me dijo: “Pierre, algún día entenderás esa frase. Pero todavía no”. Claro, era imposible que yo la entendiera entonces porque tenía 17 años y a esa edad eres inmortal. Ahora la entiendo, Renzo. Y la entiendo más cada vez que uno de esos ancianos aferrados al pasamanos, se va. ¿Tal vez era eso, pecosa? Mi segunda teoría es que cuando mi pequeña Bianca, la hijita de Pati, lea por fin Cien años de soledad, habrá que contarle que el escritor fue un señor que ya no habita el mundo como ella. Mi tercera teoría es que más que la muerte de García Márquez, lamentamos que estén desmantelando nuestra juventud. Que todos los olores que nos permitían reconocerla, se estén desvaneciendo porque las fuentes de donde manaban se han roto.

Pero no. No es solo por esto que Pati llora. Así que lo dejaré aquí por el momento. Tal vez algún día, cuando vuelva a coger un libro suyo, me daré cuenta. Pero eso será cuando ya nadie recuerde este jueves santo. Y estoy casi seguro, será algo tan inexplicable como enamorarse de un ahogado, como hallar un buque en medio de la selva, como ir a conocer el hielo, como el insomnio colectivo que mata la memoria, como la carta que nunca llega, la lluvia de pájaros y de flores amarillas, los niños con cola de cerdo, la gente que se conoce en sueños y nunca podrá estar junta al amanecer, los señores viejos con alas enormes, los pececitos de oro, o como el último sobreviviente de una estirpe siendo devorado por las hormigas.



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