jueves, 19 de mayo de 2016

el otro loco

7am. Despierto en el sillón de un amigo. Un sillón en el que no recuerdo haberme echado a dormir. ¿Por qué estoy aquí? ¿A qué hora se acabó la fiesta? Salgo, bajo las escaleras y me siento en su vereda. Me froto los ojos. Veo mi bicicleta atada a un poste en la vereda del frente. Me ha esperado toda la noche. La desencadeno como quien desata a su caballo. Le acaricio el cuello. Pedaleo por Espinar. Entonces pienso que ya que estoy cerca, puedo ir a visitar a Julio. Es la hora de la mañana en la que, como él decía, "la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos". Bajo por la espalda de la Embajada de Brasil que es donde él vivía cuando era niño. Llego hasta el óvalo en el que está su busto y me detengo. Estoy leyendo la placa donde explica por qué su obra se llama "La palabra del mudo" cuando un señor se me acerca y me dice: YA LLEGARON LOS MARCIANOS. Me lo dice mientras señala algo que flota en el aire y avanza hacia nosotros. Al principio me asusto. Pero luego veo que es solo un drone que él mismo dirige con un control. Le sonrío y me voy a sentar a una banca. El señor se reúne con un chico de veintipocos años y entre los dos hacen volar el drone y conversan sobre su desempeño. Lo hacen rodear las palmeras, lo aterrizan en el grass y sobrevuelan el busto. De pronto llega una chica rubia con fachas de extranjera y rapada a lo Sinead O'Connor. Carga con una maleta y una bolsa y se sienta en otra de las banquitas. Pasados un par de minutos, mientras el drone sigue volando, la chica se pone a llorar. Llora con calma pero en voz alta y abriendo la boca como un niño que quiere ser notado. Es un lamento largo y a la vez desprovisto de dolor, como el llanto de quien ha leído las instrucciones para llorar de Cortázar y decide ver si funcionan. El llanto para y vuelve y para otra vez. Tanto yo como los locos del drone le echamos miradas fugaces pero no nos acercamos. Después de unos minutos la chica se para, coge sus cosas y se va. El chico del drone la intercepta y le pregunta si está bien. Le ofrece su botella de agua. Ella dice que no quiere agua pero le pregunta si le invita un cigarro. El chico se lo da, se lo enciende y a la vez enciende uno para él. La chica se va a otra banquita a fumar. Fuma como si no hubiese estado llorando. Fuma como si fumar o llorar fueran dos cosas que los seres humanos pueden hacer y que por tanto conviene hacerlas alguna vez. Lo que me hace pensar nuevamente en los marcianos. Me pregunto si ellos llorarán o cómo haríamos para explicarles que a los seres humanos nos brota líquido de los ojos cuando estamos tristes. En eso pienso cuando de pronto me dan ganas de llorar, no de pena, sino solo por estar ahí, por haber dormido fuera de casa tal vez, o porque existen los parques y los drones y los extranjeros. Pero no lloro. No lloro sino hasta 10 minutos después cuando, bajando por Diagonal, veo un gato acurrucado en la vereda y me doy cuenta de que esa mañana no se va a repetir jamás. Pero eso es después. Ahora me quedo en el óvalo un rato más. Me quedo porque falta la tercera historia. Estoy seguro de que falta algo además del drone y la chica. Miro los alrededores preguntándome a qué hora viene el tercer loco de esta mañana y cuánto rato tendré que esperar. Espero y espero. Hasta que me doy cuenta de que soy un tipo despeinado que no ha dormido en su cama y que, en vez de pedalear rumbo a casa, coge el otro camino y se va a visitar una estatua.

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