viernes, 15 de noviembre de 2013

'moliente

Me despierto tarde y no hay pan en casa. Tengo hambre. No puedo empezar a trabajar así. Me cubro la pijama con un saco y avanzo semidormido hasta la esquina. Me paro frente a la carretilla y musito algo. La señora me llena un vasito de 'moliente y su compañera me prepara un pan con lomo y cebollita. Regreso a casa con el estómago tibio y el corazón listo para el día. Esto es lo que voy pensando: ¿Ya existe un monumento al emolientero? En Sullana, la tierra de mis abuelos, hay un homenaje al señor de las raspadillas. En uno de los jardines de la Plazuela Checa, descansa la carreta sobre la que llevaba su enorme bloque de hielo (Melquíades ¿eres tú?). Cuando le pedías raspadilla, retiraba la piel de sacos negros con la que protegía su bloque del sol, tomaba un rallador y lo frotaba hasta llenarte el vasito plástico de afilada escarcha. Luego le echaba los jarabes que tú le pidieras. Tamarindo, mango, cola. La psicodelia de la infancia. No sé qué era lo más paja, si comer la raspadilla o el resplandor que te pegaba en la cara cuando descubría el glaciar, o la cascada de color que iba colándose por los cráteres del hielo y que tú ya ibas sintiendo en tu lengua de niño. Aquel ritual, ancló aquel señor a mi memoria. Lo mismo me pasa ahora con mis queridas emolienteras. Me venden algo más que un desayuno. ¿Pero cómo podría ser su monumento? ¿Una tajada de limón hecha de granito? ¿tres altas espigas de cebada? ¿una enorme botella de alfalfa? ¿podría ser una pileta que simule dos jarritas de metal enfriando el emoliente? Es absurdo. Tal vez solo baste con seguir yendo hasta su carretilla, seguir estirando nuestros vasos para que nos sirvan la yapa. En resumen, rendirles el mismo tributo que le damos a todos nuestros héroes cotidianos: mantenerlos como parte de nuestros días hasta que marquen su huella indeleble en nuestra memoria.

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