domingo, 22 de junio de 2014

el corazón es un cazador solitario

Hace unos días conversaba con una amiga sobre la suerte de que ciertos libros te encuentren a la edad adecuada. Ella me contaba por ejemplo que a los 11 había leído El lobo estepario y, por supuesto, no había entendido nada. Pero como en el mismo libro venían también Demian y Siddartha los leyó y se volvió loca. A mí me pasó justo al revés. Leí los 3 libros de Hesse cuando ya tenía como 30 años y entonces Demian y Siddartha me aburrieron y en cambio El lobo estepario me aulló furiosamente en la caverna ósea del cerebro. Cuando nos mudamos, el primer libro que saqué de la biblioteca de Karen fue Nación Prozac. Karen tiene mil libros que me tentaban (como la guía de supervivencia zombi o el kamasutra lésbico) pero cogí el de Elizabeth Wurtzel porque siempre me había intrigado el título. Pues bueno, fue una de las lecturas más desesperantes de mi vida. Cada diez páginas me puteaba a mí mismo por haber adoptado la esclavizante costumbre de no dejar nunca un libro a medias ¿Recuerdan cuando en the catcher in the rye, Holden dice que hay libros que cuando los terminas te gustaría que el autor fuera tu amigo para llamarlo y conversar? pues cuando terminé Nación Prozac yo también quería ser amigo de Elizabeth Wurtzel pero para ir a su jato y sacarla de la depresión a tabazos. Sin embargo, sospecho que si Karen me hubiera prestado ese libro cuando teníamos 17 y la depresión todavía era una forma de vida, no solo legítima, sino hasta encantadora, otra hubiera sido la historia.

Lo malo es que casi nunca podemos escoger el momento en que un libro llega a nosotros así que lo único que nos queda, es leer mucho y esperar que lleguen pronto los libros que necesitamos para vivir. Iba a decir que al menos nos queda el consuelo de poder elegir el momento en que llegamos a la última página, pero la verdad es que tampoco, porque si el libro es bueno, las últimas diez hojas te atraparán como una catarata y lo terminarás de leer aunque vayas parado en el metropolitano a las 6 de la tarde agarrado con una sola mano y apretado entre una vieja tetona, dos emos y un pajero. Recuerdo que hace unos años Karen me prestó Chesil Beach de Ian McEwan y lo terminé de leer afuera de un grifo, apoyado en una máquina de hielo, mientras ella entraba a comprar una chela. Cuando salió del grifo le dije: espera, tengo que terminarlo ahora. Y ella se quedó ahí tomando la chela mientras yo moría con aquel final tan salvaje. Ahora acabo de terminar "El corazón es un cazador solitario" de Carson McCullers (también me lo ha prestado Karen) y he agradecido que sea domingo y que yo tenga resaca y que la casa esté vacía y que solo esté conmigo Pika que duerme sobre una colchita bajo mi escritorio. Por un momento me he convencido de que necesitaba este silencio y este vacío para que ese final me quebrara. Pero la verdad es que no. Cada libro abierto suelta su propia neblina que nos aparta del mundo real. Así que no importa realmente dónde uno esté. Terminé de leer On the road en una estudio fotográfico, haciendo fotos para un catálogo de Sodimac, terminé Los Miserables en mi cama, una tarde cualquiera, terminé Ana Karenina, ah, qué diablos importa. Al llegar a la última página yo fui Sal Paradise, fui Levine, fui Jean Valjean. Y esta noche de domingo soy Biff Branon, en mi restaurant vacío, teniendo una epifanía sobre el valor de la humanidad y su paso por el tiempo infinito. Y ahora si me permiten, me voy a husmear mi biblioteca para escoger qué piel me voy a poner esta semana cuando me canse de ser yo todo el tiempo.

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