viernes, 16 de mayo de 2014

Prólogo a mi cuento Papaya

Algunas veces me han preguntado si esto de escribir me viene de familia, ya saben, si lo tuve siempre en la sangre, como si un pez de tinta me hubiese recorrido las venas incluso desde antes de aprender a escribir mamá. Yo siempre me quedo medio confundido y luego digo: bueno, mi abuela, mi abuela ha escrito poemas toda su vida. Y esto es cierto, claro, pero esa no es toda la historia.

Digo, mi abuela además tenía una máquina de escribir marca Remington y, cuando yo tenía 6 o 7 años, ella me la prestaba y yo metía hojas bulki en el rodillo y le pegaba a las teclas con mis pequeños dedos. Escribía cualquier cosa: mi nombre, el nombre de mi perro, qué sé yo. Lo que me gustaba era el sonido y el mecanismo. Uno machucaba una tecla y misteriosamente se activaba la catapulta que hacía volar la letra de metal hacia la hoja: la hache, la pe, la equis, las vocales (que siempre me han parecido las niñas del alfabeto). Al mismo tiempo, dos bracitos levantaban la entintada anguila rojinegra y TAC TAC TAC, quedaban impresas las letras sobre el papel. Quedaban impresas para siempre. Si ponías la palabra culo, nada podía borrarla. Tenías que comerte la hoja si no querías que tu vieja la viera. Había cierto encanto en ello. Sobre todo porque a los 7 años nuestra caligrafía todavía es un desastre, y cuando ves las palabras -que tú has escogido- escritas con los serios caracteres de los libros, sientes que tú también tienes algo importante que decir.

Pero bueno, cuando decía que esa no era toda la historia, me refería en realidad a que no solo de mi abuela me viene esto de estar sentado aquí en pijamas, posponiendo mis labores cotidianas para darle al teclado. Y es que yo creo que mis ganas de escribir empezaron siendo: mis GANAS DE CONTAR. Y eso… eso yo se lo debo a mucha gente más.

Pienso en mi papá contando la historia del mono que teníamos que llamar para que abriera una ventana de la sala imposible de alcanzar. O cuando recordaba a su primo que se metió a la Fuerza Aérea y que -cada que pasaba un avión de guerra- ellos le decían a su vieja: ¡mira tía, ahí pasa Juan, salúdalo! Hooola JuAAAANN! Y mi tía decía: ¡Ay carajo, ya no lo estén saludando que el muchacho se va a caer del avión! xDDD Realismo mágico puro. Recuerdo también que cuando yo andaba por los 9, mi tío Héctor, que ya estaría por los 20, me contaba TOOODAS sus fallidas historias de amor con soundtrack incluido. Y también recuerdo que me contó que él tenía un amigo flaquito llamado Vilchez, y que cuando en su grupo de patas querían decir que algo era fácil decían "uhhh eso es más fácil que pegarle a Vilchez" Hasta que un día, años después, cuando mi tío trabajaba arreglando carros en Mollendo, repitió su frase y alguien le dijo: ¿Que pegarle a quién? A Vilchez, dijo mi tío. Y entonces el pata llamó a un negrazo como el de Milagros Inesperados y le dijo: Oe Vilchez, acá hay un weon que dice que es fácil pegarte.

Lo que me loquea y me conmueve de todo esto, es que los narradores orales de nuestras familias, nunca han pedido crédito por aquellas historias. Les basta con contarlas y hacernos reír. Les basta con que la historia exista. No viven en estos arrabales literarios donde la gente se destroza porque ven sus poemas y sus cuentos como torres desde donde disparar al resto. Ellos solo cuentan. Han contado toda su vida.

Naturalmente, comprendo que en la labor del escritor hay una búsqueda y una construcción de lo bello o lo grotesco que toma mucho más tiempo y trabajo, pero también hay talento en contar una historia que va a desvanecerse, y lo sé, porque yo carezco de ese talento, a menos que tenga un par de chilcanos encima.

Hace un tiempo, mientras escribía el cuento de mi tío “El inmortal” recuerdo haberle dicho a Laura lo injusto que me parecía llevarme el crédito de una historia que alguien más había vivido y me había contado. Y, aunque luego dijimos que algo se podía hacer, como dedicarle el cuento a esa persona, creo que llegamos a la conclusión de que la mejor forma de devolverles el favor, era contando su historia lo mejor posible, para que en ella vivieran para siempre.

La anécdota que inspira este cuento que les voy a dejar aquí y que se llama Papaya, me la contó mi primo Lucho. Este cuento no existiría si todas las noches del año pasado en que compartimos un mismo cuarto, no nos hubiésemos puesto a conversar huevadas antes de jatear. Supongo que a través de Lucho, voy a dedicarle este cuento a toda la gente que alguna vez me contó una historia.

Y dado que, si por los días en que lo escribí yo no hubiese conocido a Lauraluz, el cuento se hubiese quedado en una anécdota chistosa sin esa desesperación que lo agita después, también se lo voy a dedicar a ella y, a través de ella, a la gente que le ha dado corazón y abismo a mis cuentos. A veces realmente tengo la sospecha de que si mi vida es algo que necesito contar, es porque ustedes la hacen contable.



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