miércoles, 11 de marzo de 2015

verdad que así era el amor

Bajo a la bodega a comprar mi desayuno y nada más entrar veo a una viejita locaza que está conversando con los tenderos. Conversar es un decir porque en realidad monologa y hace muecas para que todos los vecinos la escuchemos. Dice: ¡Despáchame rápido esas tostadas y la mermelada que me estoy yendo a ver a mi novio! ¡Y ponme también unos plátanos! Como la tía tiene pinta de que su último novio fue Porras Barrenechea, todos nos reímos entre muelas. Ella se da cuenta y fingiendo estar ofendida nos reclama ¿Qué? ¿No puedo tener novio? Miren —nos dice mientras saca de su cartera un objeto envuelto en un delicado pañuelo de seda color turquesa— le estoy llevando este regalo. No lo desenvuelve, pero cuenta: ¡Es una pistola! Para que se mate, ese desgraciado. Conchasumare. No sabemos si reírnos o salir corriendo. Ella continúa —Todos son iguales, pegalones carajo, ya me voy a llevarle su desayuno, chau—. Se va. Cuando salgo de la bodega la veo parada en una esquina como tratando de ubicarse. En una mano lleva la bolsa con las tostadas y los plátanos y en la otra la cartera con el arma. Carajo, verdad que así era el amor —recuerdo— estar extraviado con la alegría en una mano y las ganas de matar en la otra. De pronto parece recuperar el rastro y la veo irse con pasos decididos. ¿Cuánto más tardará en volver a cogerme a mí el virus? pienso y me recorre un escalofrío. Me sacudo como si se me hubiese subido un bicho gigante a la espalda. Subo a mi casa. Cierro la puerta. Me sirvo un vaso de leche chocolatada. Y bebo. Y estoy solo. Y estoy bien.

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