jueves, 7 de abril de 2016

Pika y sus huesos

Una de las mayores alegrías de Pika es cuando le traemos del mercado un fémur de vaca más grande que su cabeza. Y una de sus mayores angustias viene justo después cuando tras haberlo mascado por media hora no sabe dónde esconderlo. Con mucho esfuerzo lo carga con el hocico y lo pasea por toda la casa mientras gime y llora y mueve la cola a la vez. Pika es poseída por una alegre tristeza como la saudade de los brasileros. Está alegre porque tiene el hueso pero triste porque el instinto le dice que se lo van a robar si no lo esconde. Lo cual es muy loco porque en casa solo vivimos sus papás: Karen y yo. Y aun cuando en las fiestas los borrachos de mis amigos suelen saquear todas mis reservas alimenticias, nunca han llegado al extremo de mascar los huesos de Pika ni han querido usarlos para hacerse un caldo. Sin embargo, Pika busca huecos inaccesibles detrás de las camas, de los escritorios, o se pone a levantar los cojines de los muebles, tarea que le demanda un esfuerzo atroz a falta de un pulgar oponible. De nada sirve que yo la ayude y le esconda su hueso en sus narices diciéndole: Ya, Pika, aquí vamos a dejar tu hueso, porque ella lo vuelve a sacar y se lo lleva a otro lugar. Mi mayor angustia viene cuando se lo lleva al balcón porque le deja cerquísima del borde y nuestro balcón da justo al pabellón de entrada del condominio donde ya alguna vez Pika ha dejado caer pelotitas y otros juguetes. Imaginaos ahora un fémur de vaca cayendo desde un decimoprimer piso. Una imagen digna de un film de Kubrick. Por eso, si alguna vez vienen a visitarme, les aconsejo que antes de entrar, dirijan la mirada al cielo. Y si ven que algo eclipsa el sol. Si algo les hace recordar el Sputnik o si creen que están lloviendo ranas como en Magnolia, cúbranse y corran, que no es más que un kilo de esqueleto vaca propulsado hacia el infinito por la fuerza del instinto.

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