martes, 1 de octubre de 2013

el afilador de cuchillos

Al llegar a casa veo al afilador de cuchillos paseando por mi calle. Es un señor que luce como una larga tira de charqui con bigote y gorrita. Nos miramos de acera a acera. ¿Cuánto?, maestro. Levanta dos dedos como haciendo el símbolo de la paz. Espéreme, ahorita bajo. Subo la bici y regreso con mis cuchillos: el grande y el chiquito. Que sean dos por tres soles pe'. Listo. Meto la mano al bolsillo: tengo 2.90. Me debes para la próxima. De la conches. Mientras pisa la rueca le pregunto cosas: Señor ¿cuánto le dura la piedra? ¿Dónde la compra? ¿Cuánto cuesta la piedra? Las chispas comienzan a salir. Esta me costó 350, la compré por la avenida Argentina, la firme cuesta 700 pero dura más de 3 años. Ahhh ¿y en cuántos distritos afila? Uhhh, yo me voy de Lince a Santa Catalina, a San Borja, también me voy por el malecón de Miraflores y llego hasta Surquillo. Voy paseando por varios distritos para dar tiempo a que se desafilen los cuchillos pe'. La máquina silba como un pájaro que huye. Los rojizos dedos del afilador pasean el metal sobre la piedra rodante. Sé que el aluminio debe estar muy caliente por la fricción, sin embargo sus dedos aguantan como si con ellos hubiera forjado el sol. Listo, dice por fin y me los entrega. Brillan peligrosos. Ya no parecen cuchillos sino escamas de dragón. Subo a casa y empiezo a picar tomates y ajíes para el atún. Mientras pico, pienso en la ruta del afilador y en todos los filos que va repartiendo por Lima. Seguro que la gran mayoría sirven para picar papas, filetes y limones para limonada, pero quién sabe si también ha afilado algunas locuras y algunas muertes. De pronto recuerdo aquella historia que me contó un amigo sobre un colchón y un cuchillo. Este amigo vivía con otro chico y ambos se habían vuelto adictos a la cocaína. Un día mi amigo decidió dejar la coca así que compró un buen pocotón de marihuana y se encerró en su cuarto a desintoxicarse y escuchar música. El segundo no lo consiguió. Le siguió dando a la coca y se puso cada vez más loco. Al final decía ver minúsculos bichitos que flotaban en el aire y que le salían por debajo de las uñas. Se paseaba por la casa con la cabeza envuelta en un polo y rociando spray desinfectante. Mi pata llegaba a la casa y no podía respirar: ¡estás loco! gritaba ¡deja de rociar esa huevada! ¡aquí no hay bichos! Pero el chico le mostraba la mano abierta y le decía, míralos, aquí están. Me cuenta mi pata que una mañana muy temprano siente que la puerta de su cuarto se abre de una patada. No acaba de salir del sueño cuando se topa con la pesadilla: su amigo está parado en la puerta de su cuarto y agita un cuchillo en la mano: ¡¡¡LOS ENCONTRÉ, HUEVÓN!!! grita ¡LOS ENCONTRÉ!. Mi pata no atina a decir nada. Piensa: ¿QUE TE PASA, LOCO?, pero solo lo piensa, de su boca no salen palabras. De pronto siente la mano de su amigo que lo jala y lo lleva hacia el otro cuarto. En el piso hay un colchón completamente destripado a cuchillazos. Le saltan los resortes y el relleno. Su amigo se tira al piso y levanta pedazos de huaipe y se los muestra: ¡AQUÍ ESTÁN! MIRA ¡LOS ENCONTRÉ! ¡ENCONTRÉ SU NIDO! Mi pata no dice nada, solo observa. Unos días después, se muda. Su amigo termina en una clínica de rehabilitación o en manicomio, no recuerdo. Fin de la historia. Me pregunto si el afilador habrá afilado ese cuchillo o si, en todo caso, presiente que al ritmo de su pedal y su piedra se tejen historias como esta. En eso estoy pensando cuando mi cuchillo termina de atravesar un tomate y entra impunemente a mi pulgar. Está tan afilado que no siento dolor, pero al instante veo un relámpago de sangre extendiéndose sobre la yema de mi dedo. Lo acerco a mis ojos y observo de cerca. Por unos segundos tengo miedo de descubrir bichitos saliendo de mi piel, pero no hay nada. Me chupo el dedo. Siento el sabor salado y metálico de mi sangre. Después cubro la herida con un pedacito de piel de cebolla. Sigo preparando el almuerzo.

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