martes, 29 de octubre de 2013

rockstars

Es como estar viendo su cerebro. Estoy sentado en la butaca del teatro mirando el escenario. Veo los tablones de madera, el telón, la utilería, los actores conversando, pero yo solo puedo pensar: esto es el cerebro de Ernesto. Si los actores dicen algo, si de pronto uno de ellos besa a la chica de pelo corto, es porque Ernesto le ha dicho: ahora debes decir esto, ahora debes besar a la chica de pelo corto.

Ernesto fue mi pata en la universidad y me parece que ya entonces hacía teatro, pero luego le perdí el rastro y esta es la primera vez que vengo a ver una de sus obras. En las butacas de al lado veo a otros amigos de aquellas épocas. Algunos están más gorditos. Otros están iguales pero mejor vestidos o acompañados. Se ríen. Les gusta la obra. Yo también me la paso bien pero no logro distraerme de esta idea: Lo que estoy viendo no es solo un montaje teatral sino el engranaje cerebral y emocional de mi amigo. Es como si él me hubiese dicho: "Pierre, toma estos pases gratis para que vengas a sentarte dentro de mi cabeza".

Me refiero a que a pesar de que durante años nos cruzamos por los pasillos de la universidad y nos dimos la mano, esta es la primera vez que realmente siento que lo conozco, la primera vez que sé quién es. La obra trata de cuatro pajeros que acaban de terminar el cole y tienen una banda de rock. Casi toda la historia se desarrolla en el estudio donde se juntan a ensayar, chupar y hablar esas luminosas pendejadas que solo saben hablar los adolescentes. No es la obra del año, pero es un cague de risa. Los diálogos tienen esa frescura y autenticidad de las cosas que escribimos sin otra pretensión que la de divertirnos mientras le vamos dando a las teclas.

Pero lo que personalmente me conmueve, es saber que todas las paltas y pajazos mentales de estos chibolos que quieren ser los próximos Saicos (o al menos Arena Hash), son paltas y pajazos mentales que Ernesto también debe haber tenido cuando descubrió que le gustaba el teatro más que los cursos de publicidad que llevábamos entonces. Lo intuyo, porque son paltas que yo también tuve cuando me descubrí una madrugada escribiendo cuentos: ¿Por qué se siente tan paja inventar huevadas? ¿cómo voy a comer? ¿se asarán mis viejos? ¿tendré talento de verdad? ¿algún día firmaré un autógrafo? ¿tendré groupies? ¿conmoveré a la gente? ¿cambiaré sus vidas? ¿llevará alguien mis libros en el bolsillo trasero de su jean? ¿tiene sentido hacerlo? ¿Por qué carajo me pasa esto a mí?

Mientras veo a esos chicos tocar la guitarra, enamorarse, putear porque el grupo se tiene que separar, preocuparse porque sus viejos los joden para que estudien carreras de verdad, me dan ganas de subirme al escenario a abrazarlos y decirles: malditos ilusos, chibolos de mierda, pajeros soñadores. Presiento que hacerlo sería como abrazar a Ernesto, puta madre, sería como abrazarme a mí mismo.

Salgo del teatro emocionado. Camino por Larco sintiéndome como un adolescente baboso que cree que va a cambiar el mundo. Sostengo la sensación todavía por unas cuadras más. Y cuando ya empieza a desvanecerse, a desaparecer, recuerdo que nada es ficción, recuerdo que acabo de ver una obra que Ernesto ha escrito y que yo mismo estoy tejiendo una en mi cabeza.

Me acomodo el saco y murmuro: tal vez no estuvo tan mal ser un poco iluso, Ernesto, un poco baboso. Nuestros viejos putearon, nos faltó la plata, todavía no tenemos groupies siguiéndonos como a los Beatles. Pero vamos, escribimos nuestras historias y conseguimos que alguna gente se acercara a escucharlas. Creo que en el fondo, eso era todo lo que necesitábamos para sentirnos rockstars.

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